Peregrinación a la Tumba de San Pedro y encuentro de reflexión para los nuevos Obispos nombrados desde el primero de enero del 2000 hasta junio del 2001.

El Gobierno de la Diócesis

Roma, 29 junio / 6 de julio 2001

ÍNDICE

I. LA PERSPECTIVA METODOLÓGICA DEL TEMA.

II. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN O «SU SITIO EN LA VIDA

*    1 . Las suspicacias respecto del uso teológico de la categoría de «gobierno» y de su aplicación a la estructura y vida de la Iglesia.

*    2. La desconfianza respecto al uso de la categoría de gobierno como categoría eclesiológica, entre sentida instintivamente y teóricamente fundada, viene además alimentada por experiencias negativas en la historia de las formas de realización práctica del oficio episcopal, sin excluir las institucionales.

*    3. No se pueden ignorar tampoco los reales problemas que van unidos a la función y responsabilidad de gobierno propia del Obispo en relación con su diócesis: ni los de índole más doctrinal, los subyacentes a la teología del episcopado; ni los que tienen que ver con la práctica canónico- pastoral, los que laten en la aplicación de la normativa canónica a la hora de asimilarla y plasmarla dinámicamente en situaciones sociológica y técnicamente tan variadas como pueden ser las de una macrodiócesis urbana de un país de milenarias raíces cristianas o, en el extremo contrario, de una novísima diócesis, recién erigida en un territorio de la misión «ad gente .

III. LOS PRESUPUESTOS ECLESIOLÓGICOS DEL GOBIERNO EPISCOPAL DE LA DIÓCESIS.

*    1 El Ministerio Episcopal y la función de gobierno de la Diócesis.

*    2. La Iglesia particular en la comunión de la iglesia universal.

IV. CRITERIOS CANÓNICO-PASTORALES PARA EL GOBIERNO DE LA DIÓCESIS.

*    1 El Criterio del uso del derecho en el gobierno diocesano.

*    2. El Obispo ha de ejercitar su responsabilidad de gobierno, siempre dentro del marco del ordenamiento canónico de la Iglesia Universal.

*    3. El Obispo ha de gobernar su Diócesis no sólo respetando el orden jerárquico de competencias canónicas, sino, además, de acuerdo con el principio de la conformidad de toda su actuación jurídico-administrativa, y también de toda su acción pastoral con la ley canónica.

*    4. El Obispo ha de plantear el ejercicio del gobierno de su diócesis, aceptando el principio de participación de todos los miembros del pueblo de Dios, según sus vocaciones y carismas.

*    5. El Obispo Diocesano debe también a la hora de gobernar tener presente el fin de toda acción de gobierno en la Iglesia: el bien de la comunión eclesial y la salvación de las almas.

*    6. Los medios de la acción de gobierno van por ello más allá de los de naturaleza estrictamente jurídica o disciplinar.

LEYENDA

I. LA PERSPECTIVA METODOLÓGICA DEL TEMA.

No se precisa ningún análisis de los términos en los que se expresa el título de la presente ponencia -ni siquiera el más superficial- para caer en la cuenta de que su contenido es de tal amplitud material y de tal complejidad formal que desborda con mucho los limites de tiempo y de posibilidades metodológicas propias de un trabajo como el que me ha sido confiado.

Al recibir el encargo de tratar del gobierno de la diócesis en el marco de «una relación» de una hora de duración como máximo en un encuentro de reflexión pastoral para los Obispos ordenados en el último año me asaltó inmediatamente la pregunta de lo que resultaría más provechoso para ellos teniendo en cuenta la línea y el conjunto temático de las demás relaciones: ¿Sería lo acertado ofrecerles una síntesis lo más clara posible de lo que se establece en el actual ordenamiento canónico de la Iglesia -en los dos Códigos vigentes para la Iglesia Latina y para las Iglesias Orientales- sobre la función de gobierno del Obispo Diocesano y la ordenación interna de las Iglesias Particulares (Cfr. CIC cc. 129-144; 381-402; 460-572, por ejemplo) ¿o no sería mejor -más útil, incluso, a largo plazoabordar los problemas teológico-pastorales de fondo que subyacen a la recta comprensión del ejercicio de la autoridad episcopal o, con otras palabras, de la función de gobernar, como específica y típica del ministerio episcopal

Eligiendo la primera hipótesis de trabajo, los jóvenes hermanos en el episcopado obtendrían una información probablemente útil y muy práctica en estos primeros momentos del comienzo de su ministerio como pastores de una Iglesia Particular, sobre todo, si el ponente que les habla lograr situar el tratamiento canónico de la materia en el ámbito teológico-pastoral del Decreto Conciliar «Christus Dominus» sobre la función pastoral de los Obispos en la Iglesia, tan jugosamente explicado y desarrollado por el Directorio «De munere pastorale Episcoporum» de 19711 y lo ambienta además con elementos extraídos de la propia experiencia personal en el ejercicio del ministerio episcopal a lo largo ya de casi veinticinco años.

Optando por la segunda vía, los nuevos Obispos podrían situarse mejor no sólo en la comprensión teórica de su vocación y ministerio, sino también en la forma teológico-espiritual de vivirlo y encarnarlo en un contexto histórico, como el nuestro, en el que resuenan tantas voces críticas y perviven sospechas inveteradas dentro y fuera de la comunidad eclesial respecto a la legitimidad cuando no a la viabilidad evangélica de las categorías de «gobierno» y «poder» o «potestad» aplicadas a la Iglesia en general y, a la definición del contenido del oficio y función del Obispo dentro de la misma en particular.

Salir de este dilema metodológico -sic venia verbi- por la puerta de escape de lo más fácil y de lo más práctico -¡hagamos lo que resulte de más sencilla elaboración y de mayor utilidad inmediata!- no parece lo más honrado y lo factible, puesto que cualquiera de las dos hipótesis metodológicas de trabajo implica el tratamiento científico de una vasta materia y el empleo de una buena dosis de experiencia espiritual y pastoral. Y porque, sobre todo, «el sitio en la vida» de la cuestión tal como se plantea en estos momentos de la historia de la Iglesia no admite ni perspectivas unilaterales ni soluciones parciales. Por ello nos inclinamos a ofrecerles una especie de tercera vía en la que se integren, iluminándose y complementándose mutuamente, las dos perspectivas anteriores en términos de la mayor concisión y recurriendo principalmente al instrumento lógico de la síntesis. Les hablaremos por tanto en dos apartados: primero del marco eclesiológico de la función del gobierno episcopal en la Iglesia Particular y, luego, de los criterios canónico-pastorales para el gobierno de la diócesis. A los que precederá un tercero en el que se desarrollará un sucinto análisis del «estado de la cuestión», presentado como un trasfondo existencial como «sitio en la vida».

II. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN O «SU SITIO EN LA VIDA

1 . Las suspicacias respecto del uso teológico de la categoría de «gobierno» y de su aplicación a la estructura y vida de la Iglesia.

Resulta inevitable para la mentalidad media del hombre normal, en cualquier área cultural en las que se vertebra hoy día la humanidad, asociar la idea de gobierno con la forma de actuar de la autoridad en el Estado y, por consiguiente, con la conciencia y caracterización del poder político; más precisamente, con la forma de designar el poder ejecutivo y su ejercicio. En la comprensión habitual del ciudadano medio gobernar se identifica con el contenido de la actividad específica del Presidente del Ejecutivo y de su Consejo de Ministros en el Estado y en la vida de la comunidad política. Es decir, gobernar equivale a ejercer «poder», «el poder por excelencia», el que decide sobre el destino de la sociedad y de los pueblos. «Gobernar» representa la expresión más nítida del «poder».

No puede, por tanto, extrañar demasiado que el empleo de este término o categoría sociológica en la constitución y funcionamiento de la Iglesia suscite perplejidades, dudas e, incluso, sirva de bienvenida ocasión y pretexto para algunos a la hora de diseñar sus «imágenes de la Iglesia», que contradicen tan netamente la tradición viva de su fe y las enseñanzas de su magisterio. Máxime cuando, por un lado, la sociedad actual sigue todavía muy influenciada por las concepciones materialistas y utilitaristas de las estructuras del Estado y del poder político, heredadas del positivismo sociológico y jurídico del siglo XIX, y que tanto potenció el marxismo y tan insistentemente propagó a lo largo del siglo XX no sin encontrar aliados para ello en el progresismo liberal radical, tan de boga hoy en las sociedades occidentales. Y cuando, por otro, las viejas teorías de la oposición entre «carisma» e «institución», provenientes de la reforma luterana, han encontrado una versión tan incitante en ciertas corrientes de las llamadas «teologías populares». Resultaba muy fácil -casi tentador- hacer ver la oposición irreconciliable entre la categoría del poder, tal como se ha formulado y tantas veces practicado en las sociedades modernas y contemporáneas al margen de toda perspectiva trascendente del hombre y de Dios, y la categoría de «servicio» -o del «siervo»-, que define la vocación del discípulo de Cristo y la que, por tanto, debe inspirar el comportamiento de cualquier miembro de la comunidad cristiana dentro y fuera de ella; y proyectarla luego al interior de la comprensión teológica de la Iglesia, como si en su seno se diese y actuase tal relación. En este contexto traer a colación los conocidos textos evangélicos -de los Sinópticos y de San Juan- devino luego, realmente, para estos teólogos una tentación tan demagógica como irresistible.

2. La desconfianza respecto al uso de la categoría de gobierno como categoría eclesiológica, entre sentida instintivamente y teóricamente fundada, viene además alimentada por experiencias negativas en la historia de las formas de realización práctica del oficio episcopal, sin excluir las institucionales.

De hecho fue así. La configuración institucional del oficio episcopal se vio sometida en algunos períodos y escenarios importantes de la historia de la Iglesia a tan fuertes presiones secularizadoras, que se llegó incluso a poner en peligro la propia sustancia teológica del episcopado. Me refiero a la forma tan radical de concebir en la teoría y de llevar a la práctica «la división» -que no «la distinción»- de la «sacra protestas» en potestad de orden y potestad de jurisdicción, dominante durante los siglos XVII y XVIII en amplios territorios de la Europa Central. Distinción que cuaja en la figura del Obispo, no ordenado «in sacris», titular de la «potesas jurisdictionis», que gobierna la diócesis, frecuentemente en coincidencia con su título de señor y gobernante civil de sus fieles, ayudándose de un Obispo Auxiliar, debidamente ordenado, para las funciones propias del sacramento del orden y para la atención doctrinal y pastoral y el cuidado de las almas.

3. No se pueden ignorar tampoco los reales problemas que van unidos a la función y responsabilidad de gobierno propia del Obispo en relación con su diócesis: ni los de índole más doctrinal, los subyacentes a la teología del episcopado; ni los que tienen que ver con la práctica canónico- pastoral, los que laten en la aplicación de la normativa canónica a la hora de asimilarla y plasmarla dinámicamente en situaciones sociológica y técnicamente tan variadas como pueden ser las de una macrodiócesis urbana de un país de milenarias raíces cristianas o, en el extremo contrario, de una novísima diócesis, recién erigida en un territorio de la misión «ad gente .

Sobresalen, por una parte, los problemas tan minuciosamente debatidos antes, durante y después del Concilio -y tan decisivos para nuestro tema- en torno a la correcta comprensión eclesiológica de «la potestas sacra» y de su vertebración estructural y funcional a través de los «tria munera» de enseñar, santificar y regir o gobernar y los relativos a su forma de transmisión sacramental por la ordenación episcopal y la misión canónica. Ni unos ni otros separables, en su planteamiento y en su aclaración, del acierto en saber plantear la concepción teológica de la relación entre Iglesia Universal e Iglesia Particular en la perspectiva de dos principios básicos de la constitución de la Iglesia: el de «la Communio Ecclesiarum» y el de «la Communio hierarchica Episcoporum» con su cabeza y principio de visible e institucional unidad, el Sucesor de Pedro, que la articula y preside (Cfr. LG 21-24).

Mientras que, por otra, la necesidad de configurar toda la acción de gobierno episcopal al servicio primario de la acción evangelizadora de toda la comunidad diocesana sobre la base de la clara afirmación espiritual y pastoral del principio de comunión jerárquica con la Iglesia Universal conlleva el desafio constante -y la correspondiente tarea- de conjugar la seriedad en la utilización responsable del derecho canónico con su uso pastoralmente adecuado a las circunstancias concretas de vida en las que se desenvuelve cada Iglesia Particular teniendo en cuenta todos los campos que abarca el ministerio pastoral del Obispo Diocesano «ad intra» y «ad extra» de la comunidad eclesial.

En resumen: se impone adelantar una reflexión teológica clarificadora de los presupuestos sobre los que descansa el oficio de gobierno del Obispo Diocesano, los enraizados de algún modo en el «Ius Divinum».

III. LOS PRESUPUESTOS ECLESIOLÓGICOS DEL GOBIERNO EPISCOPAL DE LA DIÓCESIS.

Se debe distinguir entre aquellos que se refieren a la naturaleza, sentido y ejercicio del gobierno episcopal y los que atañen a la estructura, vida y misión de la Iglesia Particular dentro de la comunión de la Iglesia Universal, su ámbito orgánico y comunitario básico.

1 El Ministerio Episcopal y la función de gobierno de la Diócesis.

Resulta imprescindible para comprender la naturaleza y sentido de la función episcopal del gobierno diocesano partir sin ninguna ambigua vacilación del principio de la unidad de «la sacra potestas» que la enseñanza del Vaticano II ha dejado fuera de toda duda (Cfr. LG 29; Ch.D. 11) y, subsiguientemente, de una clara determinación del significado específico de la función de gobierno como uno de los tres aspectos esenciales a través de los cuales se articula su ejercicio. Para lo cual ha de quedar claro de antemano que es mediante «la sacra potestas», y su ejercicio en la Iglesia, como los Obispos -y «pro sua parte» y «pro suo modo» los presbíteros y diáconos- participan de forma propia e intransferible de la función sacerdotal, profética y real de Cristo. Todos los fieles cristianos se incorporan por el bautismo a Cristo, participan de su triple «oficio» mesiánico y se integran en el pueblo de Dios; pero cada uno, según su vocación y condición, desempeñando la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo. Los que han recibido el sacramento del orden -especialmente los Obispos, que lo reciben en plenitud- lo hacen como -y en cuanto- titulares de la autoridad y del ministerio apostólico -«la sacra potestas»- (Cfr. LG 10-12, 31; CIC c. 204).

No es posible ya después del Vaticano II operar con la hipótesis de una doble división de la potestad sagrada en poder de orden y poder de jurisdicción ni en la teología de la Iglesia ni en la ordenación canónicopastoral de su vida. Y, mucho menos, con una triple división. Es bien conocido el paso al reconocimiento de una tercera «potestas» en la Iglesia, la potestad de magisterio, que dieron algunos canonistas y eclesiólogos en el pasado anteconciliar. La enseñanza del Concilio ha dejado bien claro que por la consagración episcopal los Obispos como sucesores de los apóstoles reciben con la plenitud del sacramento del orden y junto a la función de santificar, las funciones de enseñar y gobernar. «Estas, sin embargo, por su propia naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio Episcopal» (LG 2 1). La NOTA EXPLICATIVA PREVIA de Pablo VI aclarará que «en la consagración se da una participación ontológica de las funciones sagradas, como consta, sin lugar a dudas, por la Tradición, incluida la litúrgica» y que «se utiliza intencionadamente el término funciones y no potestades, pues este último término podía entenderse de la potestad expedita para el ejercicio», y que «para que se tenga tal potestad expedita, hay que añadir la determinación canónica o jurídica por la autoridad jerárquica» (Cfr. NEP 2º).

Con todo no faltan autores que estiman que no es óbice para la doctrina de la unidad de la «sacra potestas» distinguir en su ejercicio una doble dimensión: la de su actuación como «poder de transmitir vida» y la de «poder de ordenar la vida»: la de la Iglesia y la de sus fieles. Con esta distinción ven, no sin razón, una buena clave de comprensión teológica del principio estructural de la unidad de «la potestas sacra» y de lo que aporta de específico en su realización la función de régimen o de gobierno(1). Se tratarla, por tanto, de una distinción teológicamente apropiada y canónicamente fecunda. Porque, efectivamente, en cualquiera de los aspectos -magisteriales, sacramentales y canónico-pastorales- del ejercicio de la «potestas sacra» se actualiza siempre el único mandato y misión del Señor y el mismo don del Espíritu. Sea actuando como sumo sacerdote en la celebración de los sacramentos, sea enseñando la palabra de Dios y la doctrina de la fe, sea ordenando la vida de la comunidad cristiana, en el Obispo se hace presente y opera, como a través de un instrumento sacramentalmente eficaz para representarlo, el mismo Señor. El Vaticano II ofrece al respecto dos textos extraordinariamente expresivos y ya clásicos: «episcopi, eminenti et adspectabili modo, ipsius Christi Magistri, Pastoris et Pontificis partes sustineant et in Eius persona agant»; «Proinde docet Sacra Synodus Episcopos e divina institutione in locum Apostolorum successise, tamquam Ecclesiae pastores, quos qui audit, Christum audit, qui vero spernit, Christum spernit et Eum qui Christum misit» (LG 21 y 20). Naturalmente la cualidad y grado de presencia del Señor es diverso según el carácter sacramental propiamente dicho o no del acto en el que se ejercita la potestad episcopal. De una eficacia suma -«ex opere operato»- en las acciones sacramentales «stricto sensu» y de una eficacia más mediata en los actos magisteriales y de régimen pastoral. En cualquier caso es interesante señalar cómo en toda la actuación de «la sacra potestas» se expresa y desarrolla una misma raíz y razón de ser sacramental. Un ejemplo lo pone especialmente de manifiesto: el de la forma del poder de perdonar los pecados en el sacramento de la reconciliación. Es poder propio del Obispo. Consiste como signo sacramental en la paz o reconciliación visible con la Iglesia que éste otorga o el Presbítero facultado para ello. La diferencia de «foros» -de conciencia, interno y externo- no afecta a su visibilidad constitucional. La absolución sacramental, definible «fenomenológicamente» como un acto de jurisdicción, comunica y transmite directamente la vida de la gracia. Es decir: en lo que podría considerar como «el modo» primero y «paradigmático» de ejercer «la sacra potestas» desde el punto de vista de su virtualidad jurisdiccional o pastoral se confunden el «munus sanctificandi» y el «munus regendi». El acto de perdonar al cristiano, que ha roto la comunión eclesial por un pecado mortal, viene a ser simultáneamente una acción suprema de gobierno y un momento extraordinario -netode gracia.

De esta doctrina de la unidad de la potestad sacra de naturaleza claramente sacramental, y de los tres aspectos de su ejercicio, con especial referencia al oficio o función de régimen, sucintamente expuesta, se extrae, finalmente, como una segunda y fundamental consecuencia de carácter eclesiológico y de vivencia espiritual y pastoral que los llamados y consagrados como sucesores de los Apóstoles han de tener en cuenta como la máxima suprema de sus vidas: «la sacra potestas» es siempre «diaconía», «ministratio», «ministerio», que debe ejercitarse en actitud de obediencia fiel e incondicional al Señor y de servicio constante a los hermanos. Las exigencias de la diaconía se hacen singularmente patentes y urgentes en la actuación del gobierno episcopal. Este es el ámbito primordial donde deben actualizarse y practicarse la vocación y el mandato de hacer presente al Señor como Pastor de su Iglesia. En «la forma» de gobernar el Obispo, han de notarse aquellas actitudes reveladoras del amor de Jesucristo a su Iglesia: las del servidor bueno y fiel que da la vida por sus ovejas: las del Buen Pastor. El Vaticano II lo ha recordado lúcidamente: «Munus autem illud, quod Dominus pastoribus populi su¡ commisit, verum est servitium quod in sacris Litteris diakonia seu ministerium significanter nuncupatur»; y, más adelante, afirmará: «Episcopi EccIesias particulares sibi commisas ut vicarii ety legati Christi regunt, consiliis, suasionibus, exemplis, verum etiam auctoritate et sacra potestate, qua quidem nonnisi ad gregem suum in veritate et sanctitate aedificandum utuntur, memores quod qui maior est fiat sicut minor et qui praecesor sicut ministrator». (Cfr. LG 24, 27).

2. La Iglesia particular en la comunión de la iglesia universal.

El Obispo gobierna su Diócesis, que es una Iglesia Particular, en comunión con la Iglesia Universal y su Pastor Supremo, el Sucesor de Pedro, cabeza del Colegio Episcopal.

Es indispensable entender eclesiológicamente bien la relación estructural entre la Iglesia Particular y la Iglesia Universal según el designio del Señor y la naturaleza y misterio de la Iglesia en orden a una recta comprensión de la función de gobierno por parte del Obispo Diocesano. De entrada hay que descartar de nuevo los modelos provenientes del derecho político y de la teoría del Estado. Frecuentemente perturban la debida concepción doctrinal de la constitución visible de la Iglesia y, más aún, las formas institucionales de su realización en cada época y momento histórico. Aunque es obvio que no deben excluirse ni preterirse del todo en la labor científica de interpretación de los datos de la Revelación, siempre que se tengan en cuenta los principios de una sana hermenéutica teológica. Los intentos de asimilación «secularizadora» de la realidad institucional de la Iglesia, tal como fue fundada y establecida en virtud del «ius divinum» por su Señor, no han faltado nunca a lo largo de toda su peregrinación histórica por este mundo hasta el momento presente. Unas veces, los modelos inspiradores fueron las Monarquías absolutas; otras, las de las democracias: las parlamentarias y, en hipótesis bien recientes, las populares.

El Concilio Vaticano II ha ofrecido una especie de definición de la Iglesia Particular en el Decreto «Christus Dominus» sobre la función pastoral de los Obispos en la Iglesia, síntesis bien ordenada de elementos de la Constitución Dogmática «Lumen Gentium» y reflejo de un renovado desarrollo teológico de la doctrina magisterial sobre la Iglesia. Dice así: «Diocesis est Populi De¡ portio, quae Episcopo cum cooperatione prestyberii pascenda concreditur, ita ut, pastor¡ suo adhaerens ab eoque per Evangelium et Eucharistiam in Spiritu Sancto congregata, Ecclesiam particularem constituat, in qua vere inest et operatur Una Sancta Catholica et Apostolica Christi Ecclesia» (ChD 11; cfr. LG 23 y 27). A la luz de esta definición conciliar son inviables dos concepciones de la Iglesia Particular o diócesis situadas en extremos opuestos. La que la entiende como una parte administrativa -una provincia o región- de la Iglesia Universal concebida, a su vez, como un Marco-Estado centralizado y la que la presenta como una realidad y organismo social nacido por si mismo y de sí mismo, autónomo e independiente en sus funciones y competencias, con capacidad de unirse con otros similares -con las demás Iglesias Particulares- en orden, por ejemplo, a la formación de una federación mundial de las Iglesias de Cristo.

De acuerdo con la doctrina hay que afirmar, por el contrario, que la Iglesia Particular surge y vive de la entraña del Misterio, de la Comunión y de la Misión de la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica en todo lo que la constituye: invisible y visiblemente. Fuera de la comunión jerárquica de la Iglesia Universal -de la comunión jerárquica de las Iglesias- dejarla de ser Iglesia de Cristo, en el sentido objetivo y pleno de la palabra. Muchas han sido las interpretaciones del texto conciliar aducido, visto en relación con el famoso de la «Lumen Gentium» con su original formulación de que las Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia Universal», «en las cuales y a partir de las cuales existe la Iglesia Católica una y única» (= «in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica existit», LG 23). Las influencias del diálogo ecuménico en el curso de las discusiones sobre la recta interpretación de la doctrina conciliar no se han dejado esperar. Los frutos teológicos del debate: ricos y, no rara vez, contradictorios. La Congregación para la Doctrina de la Fe publicó hace poco tiempo, con el refrendo el Santo Padre, una luminosa Nota sobre este problema. (Sobre la expresión «Iglesias hermanas», 30.VI.2000)(2). Una conclusión final parece fuera de toda duda: no se puede arrancar a la Iglesia Particular del seno nutriticio de la Iglesia Universal -comunión jerárquica de las Iglesias- ni en su origen histórico-teológico, ni en su constitución interna y externa, ni en el desarrollo de la misión; a no ser a un altísimo precio: el de la pérdida de su condición de Iglesia. La consecuencia práctica de este principio eclesiológico en el plano de su realización canónica tampoco admite dudas: el Obispo aunque revestido de «potestad propia, ordinaria e inmediata» para regir a su Iglesia diocesana personalmente en nombre de Cristo, no puede hacerlo si no es en «comunión jerárquica» con la Cabeza del Colegio Episcopal: Sucesor de Pedro. O, lo que es lo mismo, dicho en palabras del Concilio: «su ejercicio, sin embargo, está regulado en último término por la suprema autoridad de la Iglesia, que puede ponerle ciertos límites con vistas al bien común de la Iglesia o de los fieles» (cfr. LG 27).

Con esta perspectiva eclesiológica, la que emerge de las dos dimensiones que condicionan intrínsecamente la configuración del gobierno episcopal de la Iglesia Particular, ya se puede pasar a establecer unos criterios canónico-pastorales que iluminen y guíen su ejercicio: sólidos en sus fundamentos teológicos, válidos y de vigencia práctica permanente, sea cual sea el lugar o tiempo donde se realice la Iglesia y susceptibles de ser entendidos y aplicadas en el actual momento histórico con sus necesidades y desafíos pastorales propios y con un marco jurídico-canónico nuevo: el del Código del Vaticano II, en feliz expresión de Juan Pablo II.

IV. CRITERIOS CANÓNICO-PASTORALES PARA EL GOBIERNO DE LA DIÓCESIS.

Los enumeraremos y explicaremos siguiendo una línea de desarrollo interno lógico, sistemático, de los principios eclesiológicos expuestos, no la del rango de una supuesta importancia teológica y/o pastoral dentro del contexto actual de la vida de la Iglesia. Todos importan. Todos poseen «un valor» eclesial irrenunciable en orden a un recto ejercicio del ministerio episcopal de acuerdo con la fe y la experiencia apostólica de la Iglesia, transmitida y transparente también como tradición viva en la historia del derecho canónico y de sus instituciones. Entre ellos se da una compenetración orgánica y funcional que responde a la unidad viva del Cuerpo visible de Cristo que es la Iglesia. Todos son igualmente necesarios.

1 El Criterio del uso del derecho en el gobierno diocesano.

La forma externa -o formalización eclesial- a través de la cual se debe gobernar episcopalmente una Diócesis -como debe suceder por lo demás en el plano de la Iglesia Universal- es el derecho; y no cualquier clase o tipo de derecho, sino el derecho canónico. Para quien no haya perdido del todo la memoria de la atmósfera antijurídica que se habla respirado en muchos ambientes eclesiales en el período del postconcilio la tesis que acabamos de enunciar no le parecerá una obviedad ociosa, no digna de mayor mención. Antes al contrario. La larga y compleja historia del antijuridismo en la Iglesia de todos los tiempos y sus manifestaciones, todavía vivas, en círculos y personas de la actual Iglesia aconsejan subrayarla de nuevo y explicarla brevemente.

El derecho canónico nace del mismo ser de la Iglesia, de sus dimensiones kerigmática, sacramental y apostólica como elemento y condición inherente a su realidad divino-humana. No responde primaria y originalmente a las necesidades de guardar un mínimum de orden común de vida eclesial, como sucede en las sociedades temporales y en la comunidad política, sino a la necesidad fundamental de guardar la unidad fiel, viva y misionera de toda la Iglesia en la Palabra y en los Sacramentos del Señor, transmitidos por los Apóstoles y sus sucesores con Pedro a la cabeza. El derecho canónico nace como forma imprescindible en la que se expresan, guardan y actúan los vínculos que constituyen la comunión eclesial. Sólo secundaria y subsidiariamente atiende a la necesidad de procurar una buena organización de la convivencia y actividades eclesiales.

El Obispo diocesano como «vicario y legado de Cristo» -recuerda el Concilioen virtud de la potestad y autoridad sagrada que desempeña en su nombre tiene «el sagrado derecho y el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de moderar todo lo referente al culto y al apostolado» (LG 27).

2. El Obispo ha de ejercitar su responsabilidad de gobierno, siempre dentro del marco del ordenamiento canónico de la Iglesia Universal.

El derecho canónico general vincula y obliga al Obispo diocesano tanto en su posible actividad de legislador como en la de juez, administrador y pastor de sus fieles. Ciertamente ya no procede considerarlos como simple vicario del Romano Pontífice, después de que el Concilio y el nuevo Código de Derecho Canónico hayan aclarado la vieja y controvertida cuestión, teórica y práctica a la vez., de su relación jurisdiccional con la potestad del Papa y las leyes generales y universales de la Iglesia. El sistema de concesiones periódicas de facultades -trienales, quinquenales, etc.- por parte del Pastor y Cabeza de la Iglesia Universal ha sido cambiado por la norma básica de que el Obispo como cabeza y pastor de su Diócesis, con «potestas» propia e inmediata sobre sus fieles es titular de todas aquellas facultades que le son precisas para el ejercicio de su misión pastoral. Sólo quedan limitadas cuando el Papa por el bien de la Iglesia se reserva por el derecho o por decreto algunas de ellas, avocándolas a la autoridad suprema de la Iglesia o a otra autoridad superior (cfr. CIC c. 381 & 1). Es decir, se ha pasado de lo que se llamaba «sistema de concesiones» al «sistema de reserva . ¿Cómo conciliar pues la doctrina clásica, actualizada también por el Vaticano II, del poder supremo de régimen sobre todos los pastores y fieles, propio e inmediato del Romano Pontífice -y del Colegio Episcopal unido a su Cabeza, en su caso-, con la nueva concepción y configuración canónica de «la potestas» del Obispo Diocesano El Concilio lo aclara bellamente: la potestad del Obispo no queda suprimida o perjudicada por la suprema y universal, sino antes bien «afirmada, consolidada y protegida, ya que el Espíritu Santo, en efecto, conserva indefectiblemente la forma de gobierno establecida por Cristo en su Iglesia» (LG 27). Esta nueva línea doctrinal y canónica en la regulación de la dependencia jerárquica del «poder de régimen» del Obispo diocesano se ha plasmado también en la facultad tan amplia de dispensa de que goza respecto a las leyes disciplinares a tenor del nuevo Código (cfr. c. 87) tanto de las universales, como de las particulares, emanadas de instancias canónicas competentes, como los Concilios Provinciales y las Conferencias Episcopales -«pro sua parte et pro suo modo»-. El instituto de la dispensa ha quedado en las manos del Obispo diocesano como un instrumento de aplicación de las leyes generales de la Iglesia, sumamente flexible y adaptable a las necesidades concretas de las personas y de las comunidades eclesiales.

3. El Obispo ha de gobernar su Diócesis no sólo respetando el orden jerárquico de competencias canónicas, sino, además, de acuerdo con el principio de la conformidad de toda su actuación jurídico-administrativa, y también de toda su acción pastoral con la ley canónica.

Es bien conocido el llamado principio del Estado de Derecho en la organización y ejercicio del poder político, según el cual toda la actuación de los órganos de los poderes del Estado han de proceder según la ley y de acuerdo con ella. En el caso del poder legislativo, en conformidad con la Ley Constitucional; en los casos del poder judicial y ejecutivo, en conformidad también con las leyes ordinarias. Los propósitos e ideales de justicia, asociados a esta concepción del poder político y de las condiciones estructurales para su recto ejercicio, son también muy conocidos: se pretende neutralizar en la medida de lo posible la tentación del uso abusivo y arbitrario de ese poder clave en la sociedad y en el destino y libertad de las personas con la vinculación de su ejercicio a la supremacía de ley.

La Iglesia ha creado también a lo largo de la historia de las instituciones canónicas formas de súplica y recursos jerárquicos, enderezadas también a la salvaguardia de la justicia eclesial y del bien de las almas en el ámbito de la administración eclesiástica. El ejemplo más típico y universal es el del recurso al Romano Pontífice, siempre abierto a todos los fieles. En la actualidad, y no sin influjo, teórico y práctico, del derecho político, se ha instaurado en el ordenamiento canónico vigente un sistema de recursos administrativos, de fácil acceso a las personas físicas y jurídicas que quieran acudir a él y muy cuidadosamente articulado por lo que respecta a su tramitación. Naturalmente no es equiparable al que se desprende del paradigma constitucional del llamado Estado de derecho de nuestros días, dado la unidad interna de la «sacra potestas», su origen y carácter apostólico, su dimensión espiritual y sacramental y su finalidad pastoral; y no en último lugar, porque el sistema del derecho canónico tiene poco que ver con el principio del positivismo jurídico que informa los sistemas jurídicos actuales. Pero bien harán los Obispos de esta nueva época del derecho canónico, la del Concilio Vaticano II, en tomarse en serio la norma de conformar siempre todos sus actos de régimen y ministerio pastoral diocesano de acuerdo con la ley canónica. Y, no por imperativos formalistas o de simple disciplina eclesial, sino como expresión de lo que lleva consigo la condición de pastores de la grey de Cristo. Evitarán no sólo muchos desaciertos humanos en el ejercicio de la función de gobierno, sino que, además, encontrarán de este modo un método para edificar la comunión eclesial, no partidario ni selectivo con las personas y los grupos, que se orienta por las exigencias objetivas del bien común eclesial y que permite llegar a cada problema y a cada situación personal y comunitaria con el ánimo del Pastor que busca y procura el bien verdadero espiritual y humano, de sus fieles.

Por la misma razón es de suma importancia que reconozcan con toda efectividad los derechos subjetivos de los fieles, como principio orientador de todo su hacer jurisdiccional y pastoral. Novedad singular en el Código salido de la doctrina conciliar, el concepto de derechos subjetivos del fiel representa uno de los quicios doctrinales y pastorales más renovadores del actual ordenamiento canónico de la Iglesia.

4. El Obispo ha de plantear el ejercicio del gobierno de su diócesis, aceptando el principio de participación de todos los miembros del pueblo de Dios, según sus vocaciones y carismas.

Ciertamente el Obispo diocesano es el titular único en sentido propio y «expedito» de la potestas sacra en su Diócesis. De aquí se sigue para la función de gobierno que la Iglesia exija que la potestad legislativa sólo puede ser ejercida por él personalmente. El Obispo Diocesano es el único legislador de su Diócesis. Pero también es cierto que de su potestad y función de régimen pueden participar los presbíteros en forma vicaria y delegada, además de la participación simple en el ejercicio ordinario del ministerio sacerdotal, sobre todo, del parroquial: y, también, en la preparación y ejecución de los actos de su potestad de régimen, los laicos. El ordenamiento general de la Iglesia prescribe los modos más importantes de esa participación tanto en la estructura del gobierno de las Iglesias Particulares como en la vida ordinaria de los fieles, consagrados y laicos, dentro de la comunidad diocesana. El Obispo tienen la obligación de cumplir esas prescripciones tanto en lo que se refiere a la organización de la Curia diocesana, como en lo que se manda en el derecho parroquial, y en lo relativo a las asociaciones de consagrados y fieles laicos, cuya autonomía ha de respetar de acuerdo con las normas vigentes. Y lo habrá de hacer con altura de miras pastoral y con el talante dinámico que exige la nueva evangelización, más allá de lo estrictamente mandado. La recomendación que el Concilio y el Código expresan en relación con el Consejo diocesano de Pastoral deba de ser normalmente llevada a la práctica. Hay que perder los miedos ante los riesgos de inmadurez y manipulaciones indebidas, dentro de una ponderada aunque valiente prudencia.

Es en este contexto donde se debe también afirmar la vigencia no sólo canónica sino la utilidad pastoral del Sínodo Diocesano como forma de participación de toda la diócesis en la preparación de las actuaciones legislativas del Obispo, que miran por su propia naturaleza al bien general de la comunidad diocesana y a su futuro como Iglesia Particular, llamada a dar testimonio vivo y eficaz del Señor y de su Evangelio en un «medio» humano concreto.

5. El Obispo Diocesano debe también a la hora de gobernar tener presente el fin de toda acción de gobierno en la Iglesia: el bien de la comunión eclesial y la salvación de las almas.

Se gobierna pastoralmente para que la comunidad de los fieles sea fiel a la Palabra y a los Sacramentos del Señor, crezca en santidad y se comprometa con el testimonio del Evangelio en la sociedad y en la misión apostólica explícita de darlo a conocer a todas las gentes.

El Obispo del siglo que comienza no puede cerrar los ojos a los problemas de la fidelidad a la doctrina de la fe, de las conductas que relativizan y manipulan las normas más fundamentales de las celebraciones litúrgicas; a las crisis de fondo que afectan a la vida de especial consagración tan manifiesta en la sequía vocacional de tantas familias religiosas en muchas partes del mundo. No podrá pasar de largo ante la persistencia en algunos lugares de la crisis sacerdotal y, sobre todo, ante las inconsecuencias de los católicos y de las diócesis de paises ricos en relación con sus hermanos más pobres y, en general, con los pobres de la tierra… Todos estos datos -y otros que podrían ser añadidos- forman «el sitio en la vida» en el que el Obispo diocesano ha de gobernar respondiendo a la voluntad del Señor y a la llamada a una verdadera evangelización.

Un recurso muy apto para configurar, de forma positiva su acción de gobierno es lo que a partir de la sociología y la teología pastoral se ha planteado y diseñado como «plan de Pastoral». Sin que haya necesidad de manejarlo como norma formal y vinculante puede servir al Obispo para orientar y animar a toda su comunidad diocesana a tomar conciencia de los problemas más graves que la condicionan y a unirse en una respuesta común a través de la reforma de vida y de nuevos empeños en el apostolado.

6. Los medios de la acción de gobierno van por ello más allá de los de naturaleza estrictamente jurídica o disciplinar.

Sin amenguar para nada lo establecido en el primer criterio y su significado pastoral, hay que subrayar, tanto o más que en otros períodos de la historia de la Iglesia, que el gobierno diario de la comunidad diocesana, en el trato con los sacerdotes, los consagrados, los fieles laicos, con las distintas comunidades eclesiales, ha de ser practicado con un talante de búsqueda incansable, de paciencia esperanzada, de caridad miseriocrdiosa, ofrecida con el corazón abierto a todos los fieles.

No siempre se puede prescindir de medidas disciplinares y del ejercicio concreto y vinculante de la autoridad; pero siempre es posible practicar el diálogo -tanto el personal, como el comunitario-. Y, por supuesto, siempre se ha de observar, con gran delicadeza, aquella otra máxima, fruto de la mejor tradición del derecho canónico y tan querida de sus mejores tratadistas, de que las normas jurídicas han de ser aplicadas en la Iglesia según el espíritu de la «aequitas canonica», que ellos definían genialmente como «justicia dulcore misericordiae temperata».

En la Visita Pastoral, de tan consolidada historia y tan enraizada en la esencia intima del ministerio episcopal, tiene el Obispo diocesano hoy como siempre el medio por excelencia para hacer realidad «el modo pastoral» de ejercer su gobierno en la diócesis. El Concilio Vaticano II la recomienda vivamente y renueva sus motivaciones y su estilo. El Código de 1984, recogiendo la herencia de Trento, la ordena con amplitud y amplios horizontes pastorales.

Al final de esta reflexión sobre el Gobierno de la Diócesis ofrecida a Obispos recién ordenados suena bien el texto tan familiar de la Primera Carta de San Pedro:

«A los presbíteros en su comunidad, yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a manifestarse, os exhorto: Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiendoos en modelos del rebaño. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1P 5,1-4).

El Obispo gobernará bien la Iglesia que le fue confiada si sabe conformar su alma, su carácter, su estilo de vida y su actividad ministerial al modelo del Buen Pastor, de Jesús, el que en la noche de la última Cena lavó los pies de sus discípulos, del que vino a servir y no a ser servido.

LEYENDA

*    (1) (cfr. Aymans-Mörsdorf, kanonisches Recht, Bd.I, Paderborn-München-Wien-Zurich 1991, 407, en el contexto de una brillante exposición histórica y sistemática del problema en las páginas 385-406).
*    (2) Cfr., además, Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe «Communionis Notio» (15.VI.1992).

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