Mis queridos hermanos y amigos:
De nuevo hacemos hoy memoria del Papa en este domingo, el siguiente a la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, con el estilo propio de los cristianos, de los hijos de la Iglesia: orando por él de forma especialmente explicitada y vivida en todas las celebraciones litúrgicas de este día, acogiendo lo que hemos acordado los Obispos españoles recientemente. Oración en la que se funden la acción de gracias por la existencia misma del oficio y servicio de Pedro y de sus Sucesores y la súplica por la persona concreta y amada de quien ha sido elegido y recibido el encargo de «pastorear» y «apacentar» a la Iglesia en nuestros días, en el nombre y con la gracia del Señor, Juan Pablo II. Hoy es a él a quien el Señor ha preguntado: ¿»me amas más que éstos»? y quien le ha respondido por dos veces, siguiendo a Pedro y como Pedro: «Sí Señor tu sabes que te quiero». Y quien ha recibido la respuesta para nosotros: «Apacienta mis corderos», «pastorea mis ovejas». Y él es también en el que se protagoniza al filo del Tercer Milenio la tercera e insistente pregunta de Jesús: ¿»Simón, hijo de Juan, me quieres»? y la respuesta de un Pedro entristecido: «Señor, tú lo conoces todo, tú sabes que te quiero». Y Jesús le replica; «Apacienta mis ovejas» (Cfr. Jn 21,15-19). Aquel diálogo primero de Jesús Resucitado con Pedro —diálogo de un profundo amor— se ha enhebrado y se enhebrará siempre con sus sucesores, en todas las épocas y en todos los tiempos, hasta el día de hoy, transido de aquella honda y densa seriedad de la preocupación y celo del Pastor por la suerte de la humanidad redimida. «Pedro» ha adquirido —y adquirirá— muchos rostros a lo largo de la historia de los que le sucedieron y sucederán en la sede episcopal de Roma. Hoy Pedro se llama Juan Pablo II.
La substancia del encargo y la misión recibida por Pedro se perpetúa, a lo largo de toda la historia, en los que le siguieron y siguen por la ordenación episcopal y la elección canónica como Obispos y Pastores de la Iglesia de Roma. Encargo y misión que encuentran su expresión culminante en la afirmación tan querida por el Pueblo de Dios de que el Papa —sucediendo a Pedro— es El Vicario de Cristo para toda la comunidad de pastores y fieles que forman la Iglesia extendida por todo el mundo, sobre el cuál se edifica la comunión de todas las Iglesias Particulares en la fe, en la caridad y en el testimonio esperanzado del Evangelio. San Agustín dirá, comentando aquél otro diálogo primero entre Jesús y Pedro en Cesárea de Filipo, que «sobre esta piedra edificaré esta misma fe que profesas. Sobre esta afirmación que tu has hecho: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi Iglesia».
Lo que sintió el pueblo cristiano con piedad creciente a lo largo de los últimos siglos de historia eclesial con respecto al Papa —veneración, amor filial y seguimiento de lo que él enseña e indica a la Iglesia— lo sentimos también hoy con renovada fidelidad y gratitud al Señor por la persona de Juan Pablo II. Estos días lo hemos visto de nuevo, en renovado ejemplo de entrega y caridad pastoral, llevada hasta los límites de la donación total de su persona, ser testigo de la fe y del perdón de Cristo y de su amor misericordioso que todo lo sana y todo lo transforma en frutos de vida nueva y de amor fraterno. Ucrania, un país y un pueblo, con tantas heridas en su cuerpo social y en el alma de sus ciudadanos, apenas cicatrizadas pudo saber por la vía de la experiencia inmediata cuál es la verdad y la gracia del Evangelio, por donde van los caminos que llevan a la libertad auténtica, a la reconciliación y a la paz. Verdaderamente en cada nuevo capítulo de la biografía pastoral que está escribiendo Juan Pablo II, año tras año de su Pontificado, se cumple y verifica lo que Jesús le advirtió a Pedro a la orilla del Lago: «Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras» (Jn 21,19).
Oremos por el Papa en este domingo, «día suyo» en España ¡Que el Señor le sostenga con su amor en el cumplimiento de su misión, tan esencial para la Iglesia y tan decisiva para el mundo! ¡Confiemos a María, la Madre de la Iglesia, el cuidado de este hijo, a quien Jesucristo, su Hijo y Salvador nuestro, ha encargado el velar y mirar por el bien de los demás hijos y de cuidarlos con sus mismas entrañas, como si fuera Él mismo: como su Pastor.
Y ayudemos además al Papa con «el óbolo» de nuestra contribución al sostenimiento de todas sus obras en favor de la Iglesia ¡Generosamente! ¡Sin cicaterías! Como signo auténtico de nuestro aprecio y de nuestra gratitud; como un verdadero «óbolo de San Pedro».
Con todo afecto y mi bendición,