Madrid, 31.X.2001
(Hch 4,33;5, 12.27-33; 12,2; Sal 66; 2Co 4, 7-15; Mt 20, 20-28)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
I.DON Y VOCACIÓN
San Ignacio de Loyola en el Libro de los Ejercicios en la Meditación para alcanzar amor, su punto culminante, despliega ante los ojos del ejercitando todo lo que Dios ha hecho por él en su Creación y Redención, en forma de «un crescendo» espiritual que le quiere conducir hasta la conocidísima plegaria del «tomad Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes; a Vos Señor lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad», concluyendo con el ruego: «Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta». Y Santa Teresa de Jesús después de reconocer delante del Señor toda su deuda de amor para con Él, le dirigirá una pregunta que resume en bellísima poesía la ofrenda de su vida:
«Vuestra soy, pues me criastes;
Vuestra, pues me redimistes;
Vuestra, pues que me sufristes;
Vuestra, pues que me llamastes;
Vuestra, porque me conservastes;
Vuestra, pues no me perdí;
¿Qué mandáis hacer de mi?
Hace veinticinco años, en la mañana de un día como hoy, recibía en la Catedral de Santiago de Compostela -Santuario y meta de peregrinación donde se guarda «la memoria apostólica» de la Evangelización de Santiago el Mayor y se custodian y veneran los sagrados restos del Patrón de España y Abogado de los pueblos de Galicia-, la consagración episcopal, de manos de D. Ángel Suquía Goicoechea, el entonces Arzobispo de aquella Sede venerable que vivía en 1976 la gracia del Año Santo Jacobeo. Le acompañaban en la acción consecratoria otros también muy queridos y recordados hermanos en el Episcopado: el, en aquellas fechas, Arzobispo Secretario de la Congregación del Clero, D. Maximino Romero de Lema, los Obispos de las Diócesis de Galicia, y otros Obispos amigos, de España y Alemania. La Bula de S.S. Pablo VI por la que se me nombraba Obispo Auxiliar de Santiago había sido leída previamente. En mi alma estaba muy fresca la enseñanza del Concilio Vaticano II que había definitivamente dejado claro y explícito que «con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden», es decir: «que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos en forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice y obren en su nombre» (LG 2 1). Aquél día pues por la misericordia infinita del Señor me era conferida sin mérito alguno por mi parte, siendo un pobre pecador, una gracia y un don singular que me comprometían sin poner condición ni reserva alguna a una renovada y plena entrega a Jesucristo, «el Pastor de nuestras almas», y a su Iglesia. Fue como si todas las gracias recibidas en la historia de mi vida se condensasen en una última elección y prueba de predilección por parte del Señor, ante la cual sólo cabía la respuesta de un último Sí, purificado en la penitencia, humilde, que confiaba totalmente al amor maternal de la Virgen.
Muchos sois los que habéis querido participar en esta EUCARISTÍA de ACCIÓN de GRACIAS en el vigesimoquinto Aniversario de mi consagración episcopal. En primer lugar tantos queridos hermanos en el Episcopado: Obispos de Diócesis hermanas de toda España, junto con los que ahora me son más próximos, los Obispos de la Provincia Eclesiástica de Madrid y, de un modo muy especial, mis muy queridos Obispos Auxiliares. Concelebrando con numerosos sacerdotes, amigos y hermanos: los llegados de mi diócesis de origen, Mondoñedo-Ferrol, de mi antigua y nunca olvidada Iglesia Diocesana de Santiago de Compostela, a la que serví durante dieciocho años junto con ellos en un clima de amistad sacerdotal nunca empañada y de perseverante labor pastoral; y ¿cómo no? con mis sacerdotes de Madrid a los que me unen lazos, imborrables ya, de afecto personal y de un firme e ilusionado compromiso apostólico por una nueva evangelización de las personas y de la sociedad madrileña. Aquí están con los diáconos y los seminaristas del Seminario Conciliar y del Seminario misionero «Redemptoris Mater». Su presencia, especialmente viva y entrañable, me conmueve hasta el fondo del alma. A ellos se han sumado otros sacerdotes, viejos amigos, de cuya amistad humana y espiritual me honro. Los vínculos que nos unen, han ido acrisolándose con los años del ya largo y común servicio a la Iglesia. Amistades forjadas en los años de formación y profesorado en Salamanca y en Munich.
Muchos sois, sobre todo, los fieles que habéis venido a la Catedral de Ntra. Señora La Real de La Almudena para participar en la celebración: consagrados y consagradas, fieles laicos. Rostros, nombres y familias: muy conocidos y queridos; otros: más anónimos, pero no menos estimados y amados como diocesanos, hijos y hermanos en el Señor.
¡Ayudadme a dar gracias al Señor con aquella humildad de corazón y prontitud del alma que reflejan con tan fina sensibilidad cristiana, la plegaria ignaciana y la ofrenda teresiana! Porque no hay otra vía expedita, -ni la ha habido nunca-, para continuar caminando por el camino del ministerio y servicio episcopal que os debo a vosotros y a la Iglesia, siendo fiel a Cristo e identificándose sacerdotalmente con Él y con su sacrificio pascual en el Sacramento de la Eucaristía, que la de «su amor y gracia», sin buscar nada más, pues es «lo que basta». Ni hay alternativa alguna -y, mucho menos en estos tiempos donde el combate paulino por el Evangelio se presenta y plantea de nuevo con toda crudeza- que no sea lo de obedecer incondicionalmente a su voluntad: «¿Qué mandáis hacer de mí?».
¿No sería para desfallecer en el empeño si me llegasen a faltar vuestra oración y vuestra caridad de hermanos?
II. TESTIGO Y MINISTRO DEL EVANGELIO
Porque no podemos equivocamos a la hora de concebir el don y la gracia del episcopado y, muy especialmente, cuando se trata de acogerlo y realizarlo como lo que teológicamente es: como el ministerio por excelencia al servicio del EVANGELIO. Puesto que del Obispo, en comunión con el Papa, Cabeza del Colegio Episcopal, depende el que perdure actual y vivo en su Iglesia particular el mandato y misión de Pedro y los Doce, recibidos del Señor, de ser sus Testigos hasta el final de la tierra, enseñando y bautizando a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 0, lo que es lo mismo, de los obispos depende por derecho divino que no se interrumpa nunca para la comunión constitutiva de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión en el mundo la Sucesión Apostólica. La primera y fundamental responsabilidad del Obispo consiste hoy, como en aquellos días primeros de la comunidad de Jerusalem que nos describen los Hechos de los Apóstoles, en dar testimonio «con mucho valor» «de la Resurrección del Señor Jesús» con el mismo contenido, con idéntica proyección salvífica y con la misma forma pública de su proclamación que caracterizó el primer anuncio apostólico. Obedeciendo a Dios, si es preciso, antes que a los hombres.
El precio que pagó primero Santiago y, luego, los demás Apóstoles, por ser fieles al mandato misionero del Señor, fue la vida. Resultaba tan escandaloso para los círculos religiosos, culturales y políticos más influyentes de la época el mensaje de un Dios que revela su amor misericordioso al hombre e interviene en su historia asumiendo «la carne humana» y la fragilidad de su condición mortal, padeciendo y muriendo ignominiosamente en una Cruz para vencer al pecado y a la muerte por su Resurrección, que la oposición de los poderosos del momento, seguida de una implacable persecución, devino inevitable.
El testimonio público del Crucificado y Resucitado suscitó a lo largo de toda la historia del cristianismo, y sigue suscitando, parecidas reacciones. Aquí, en España, que lo oyó y conoció muy pronto, desde los primeros siglos del cristianismo, y lo asumió con fe convencida y ferviente hasta el punto de convertirse en la inspiración principal de su cultura, de su modo de ser y de su alma popular, ni faltaron ni faltan en los más variados ambientes intelectuales, culturales y políticos de nuestra sociedad las resistencias contra el Evangelio anunciado y enseñado por Pedro y los Apóstoles, y sus sucesores. Incluso disponen de tal capacidad de difusión y de seducción dialéctica que llega a afectar a algunos en el seno de la comunidad eclesial, inclinados a relativizar y vaciar de su verdad y valor salvíficos el Hecho y el Misterio de la Pascua de Cristo. ¿Y no nos ocurre a todos sentir miedo y a veces vacilar a la hora de la profesión pública de nuestra fe en Jesucristo y en su Evangelio como la Buena Noticia de la Salvación del hombre?
No parece admitir dudas sobre cual sea en esta hora de la Iglesia y del mundo más actual y urgente para el Obispo: el de ser fiel testigo y ministro del Evangelio entre los hombres con obras y palabras, siguiendo a «los Doce», incansablemente.
III. «PARA QUE LA VIDA DE JESÚS SE MANIFIESTE EN NUESTRA CARNE MORTAL»
Porque, en definitiva, cuando se predica el Evangelio y se cree en él – creí por eso hablé», dirá de sí mismo San Pablo- lo que entra en juego y se pone en cuestión es la vida misma, toda la vida, en el más pleno sentido de la expresión, como la razón de ser de la existencia del hombre en el presente de este mundo y la de su esperanza en un futuro definitivo de eternidad gozosa. Si apremia dar testimonio del Evangelio, apostólicamente, no es por razones teóricas o de una mayor o menor utilidad o conveniencia humanas, sino para que «la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» como aseguraba San Pablo a los fieles de Corintio. La vida de Jesús es ya la del Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, a la que se incorpora el bautizado y de la que participa de forma eminente en el Sacramento de la Eucaristía donde se hace substancialmente presente y actual el acontecimiento salvador del Sacrificio Pascual de Cristo, «su Paso» «por la Cruz a la Gloria de la Resurrección».
El punto máximo de identificación de los Apóstoles y de sus Sucesores con el Señor se da cuando ejercen en plenitud su Sacerdocio ofreciendo la oblación del Cuerpo y la Sangre de Cristo por la redención del mundo y repartiéndolo como manjar y cáliz de salvación. Aquí es donde radica su máxima responsabilidad apostólica. Al Obispo se le ha mandado por el Señor, y se le pide por los fieles, que «ofrezca por sí mismo y cuide que sea ofrecido por otros» (LG 26) el Sacrificio Eucarístico con toda fidelidad y verdad de modo que de la Eucaristía, como de su «origen y fuente», viva y crezca la Iglesia. Por la Eucaristía, la experiencia cristiana del fiel cristiano en el mundo y toda la comunidad de los bautizados, se desarrolla y se ahonda tiempo a tiempo, época a época, como «ese paso constante» de morir al pecado en virtud de la Cruz, llevada y asumida con Él, a la victoria de la vida nueva en gracia y santidad, resucitando con Él por el don del Espíritu Santo.
Cuanto más se adentra el hombre en la experiencia de la Eucaristía, más se expone y dona a sí mismo, más crece y madura en «la Vida de Jesús», venciendo en su interior el atractivo del pecado y la fascinación de la muerte, mientras va superando en su exterior las asechanzas y embites de los poderes de este mundo, con perseverancia y fortaleza espiritual, en virtud de la fuerza inmarcesible de la cruz gloriosa de Jesucristo.
La experiencia de Pablo a este respecto como cristiano y como apóstol es paradigmática: «continuamente -dice él- nos están entregando a la muerte para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal», reconociendo que «el tesoro del ministerio lo llevamos en vasijas de barro, para se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros».
IV. «EL QUE QUIERA SER GRANDE ENTRE VOSOTROS QUE SEA VUESTRO SERVIDOR, Y EL QUE QUIERA SER PRIMERO ENTRE VOSOTROS, QUE SEA VUESTRO ESCLAVO»
No hay pues otra fórmula de vida para ejercer el ministerio episcopal que la de «la diaconía», la del humilde servicio que se configura sacerdotalmente y se practica pastoralmente, día a día, según el modelo del Señor. Ante las disputas de los Apóstoles con Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, que ambicionaban ser los primeros en el Reino del Mesías, Jesús les aclara: «el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». El Evangelio nos ha traído conocimiento de que Dios nos ha amado hasta el extremo de damos a su propio Hijo por nuestra salvación. ¿Qué otro estilo de vida cabe en el que ha sido llamado a ser su testigo como discípulo y apóstol de Jesús si no es el de la autodonación a Él y, por Él y con Él, a todos los hermanos? «Martyria», «Koirionia» y «Diakonía» van inseparablemente juntas en el ministerio y en la vida de un Obispo que quiera corresponder fiel y consecuentemente a su vocación. En Jesucristo, en la hora de su Pascua, se identificaron para siempre. A pesar de nuestra condición pecadora, de nuestra débil voluntad, pronta a la huida, a refugiarse en lo fácil y superficial, a rehuir el sacrificio de nuestros egoísmos, resulta posible por la fuerza del Resucitado y en la Comunión de la Iglesia, guardada por María la Reina de los Santos, ser «servidores del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo». En la X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos que acabamos de celebrar con el Papa Juan Pablo II y bajo su autoridad, hemos querido dar cuenta de ello ante el mismo Señor y su Iglesia.
En su homilía de la Sta. Misa final del Sínodo el Santo Padre nos encargaba llevar sus saludos a nuestras Iglesias Particulares unidas en la comunión visible y católica de la Iglesia Universal que Él preside con un extraordinario sentido y estilo de ser «siervo de los siervos de Dios», como reza el viejo lema del Papado desde tiempo inmemorial. A Juan Pablo II -como, en mis primeros pasos de ministerio episcopal, a S.S. Pablo VI- debo no sólo el servicio y ayuda teológicamente inestimable e imprescindible de la confirmación constante y luminosa en la Fe, sino además una cercanía y confianza paternal que siempre me ha sostenido y reconfortado en el ejercicio del ministerio episcopal para el bien de la Iglesia en la Archidiócesis Compostelana y, ahora en ésta «Matritense», ya tan mía. Ambas visitadas por él en dos inolvidables ocasiones. Imborrable nos ha quedado para todos la IV Jornada Mundial de la Juventud en «el Monte del Gozo» los días 19 y 20 de agosto de 1988. Los jóvenes han sido desde entonces para Juan Pablo II destinatarios preferidos y protagonistas de su llamada a una nueva Evangelización. En ese camino de amor pastoral a los jóvenes le hemos seguido con todo entusiasmo aquí en Madrid y en todo el mundo.
En esa experiencia de «servicio», médula del sentido pastoral del episcopado, me han ayudado con su ejemplo y su afectuosa acogida fraterna y colegial, que nunca olvidaré, los Obispos españoles desde mi primera participación en las tareas y encuentros de la Conferencia Episcopal Española, marco privilegiado para vivir el afecto colegial, unidos al Papa, con el espíritu y el talante del Buen Pastor, que cifra toda su vida en el cuidado humilde a todos los hombres según el modelo del Corazón de Cristo.
V. EN LA COMUNIÓN DE LA IGLESIA
Al mirar retrospectivamente en la presencia del Señor a los veinticinco años de ejercicio de mi ministerio episcopal, no puedo por menos de preguntarme cómo he correspondido a la elección de la que fui objeto por parte del Señor, a la llamada, al don del sacerdocio recibido en plenitud, a su amor paciente y misericordioso para con un siervo y amigo tan débil e inútil. Si tuviese que resumir lo que me sale del alma en una sola respuesta diría: todo ha sido y es gracia. Si en algo le he podido servir a El y a su Iglesia, se debe al don de gracia transmitida y vivida en la comunión de los santos. La cercanía de la Virgen, nuestra Madre bendita, Santa María de Villalba y Ntra. Sra. de La Almudena, en primerísimo lugar; la protección del Apóstol Santiago, nuestro gran defensor y valedor; la de San Antonio de Padua, la intercesión de San Isidro y Santa María de la Cabeza… nunca me han abandonado. Así como tampoco la caridad fraterna y la oración de tantos queridos hermanos y hermanas, vivos y difuntos, que me han envuelto con su comprensión, perdón, cariño y amor cristiano a lo largo de toda mi vida.
La deuda de gratitud comienza con mis padres y los míos y prosigue, en interminable lista, con mis sacerdotes, maestros y catequistas de mi Parroquia natal de Villalba en Lugo, los formadores del Seminario en Mondoñedo, el Colegio Mayor salmantino de San Carlos y el muniquense de Santiago Apóstol, mis profesores de Salamanca y Munich; amigos, compañeros, hermanos y colaboradores, sin solución de continuidad, hasta hoy mismo en Madrid: en esta ciudad y comunidad diocesana de brazos siempre abiertos, que me ha acogido como a su amigo, hermano y pastor con inmerecida generosidad. Es deuda no cancelable humanamente. Sólo dentro del Corazón de Cristo, y en la comunión del amor de la Iglesia, se puede entender, pagar y agradecer. Sólo en Él es posible esperar vuestra comprensión e indulgencia por lo que os haya podido faltar: por mis negligencias y pecados. ¡Que sea ese «amor», que encarnan y viven tantas contemplativas en el corazón de la Iglesia, el que acompañe e inspire siempre mi servicio episcopal, de tal manera que, como «el Buen Pastor», sepa dar la vida por todos los que me han sido confiados: los niños, los jóvenes, las familias, los mayores, los inmigrantes y los enfermos, los que sufren por cualquier causa, los pobres de cuerpo y de alma; al mismo tiempo que con sus sacerdotes y seminaristas, con los consagrados y consagradas, con los fieles laicos de esta entrañable Archidiócesis de Madrid, va edificando su Iglesia incesantemente como «casa y escuela de comunión»!
«¡Oh Dios que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben!
Amén.