La esperanza que no defrauda

Nuestro sostén en una hora difícil del mundo

Mis queridos hermanos y amigos:

La liturgia del presente Domingo -trigésimo primero del tiempo ordinario- está todavía impregnada de la esperanza que la Iglesia vive siempre que celebra la Solemnidad de Todos los Santos. La palabra esperanza suena siempre bien en el corazón del hombre, que ha de mirar inexorablemente a un futuro cuyo curso ni domina, ni conoce previamente, salvo en su término final: la muerte. Pero hay momentos en la vida personal y épocas en la historia donde sentir esperanza, encontrar motivos para afirmarla y sostenerla en el caminar de la existencia diaria, se convierte en una especie de necesidad vital. El momento actual de la humanidad parece ser uno de esos. El increíble y terrible ataque terrorista del 11 de septiembre pasado en Nueva York y Washington ha hecho despertar en la opinión pública de las sociedades más desarrolladas un sentimiento de radical inseguridad e incertidumbre ante la amenaza permanente de un enemigo invisible dispuesto a matar como sea. Esa experiencia nos es conocida en España con el terrorismo siempre al acecho de ETA. Por otro lado las acciones bélicas que se están desarrollando actualmente en Afganistán con el objetivo de encontrar a los culpables y de eliminar en raíz las posibilidades del terrorismo en el futuro, no han conseguido librar a la población civil y a los más débiles de entre ella -los niños, los ancianos, los enfermos, las mujeres…- de sus efectos más nocivos de destrucción, desolación y muerte.

En estas circunstancias ¿se puede seguir hablando de esperanza? ¿Se puede invitar con palabras verdaderas y con sinceridad de propósito a vivir la esperanza y a vivir de la esperanza? La realidad cierta de la Comunión de los Santos que nos envuelve desde lo más íntimo de nuestro ser, abarcando a toda la familia humana, no sólo nos permite contestar con una respuesta afirmativa rotunda, sino que nos impulsa a vivirla como lo que constituye la fibra esencial de nuestra vocación de hijos de Dios y el fruto seguro de un don suyo, cierto e irrevocable.

Cada uno de nosotros ha sido creado para ser hijo de Dios y alcanzar a través de la peregrinación de este mundo la Patria Celestial. Nuestras entrañas «tienen sed, la sed del Dios vivo», de la vida eterna que no pasa. «La semilla de la eternidad que lleva en sí -el hombre-, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte». El alma inmortal, «la forma» de nuestro cuerpo, anhela la resurrección y la vida eterna. San Ignacio de Loyola expresará esta verdad fundamental del hombre en la meditación primera de sus «Ejercicios Espirituales», en su «Principio y Fundamento», con una fórmula ya clásica y de bella e insuperable sobriedad: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima». La gloria de Dios es el fin del hombre: es su Gloria (Cfr. GS 18; Catecismo de la Iglesia Católica 362-368; Libro de los Ejercicios, 23). Esta vocación del hombre, que podría aparecer truncada por el pecado del principio, quedó rescatada y restituida por la promesa cumplida del Salvador, el Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo Nuestro Señor, muerto y resucitado por nosotros: por «Cristo, el hombre nuevo», como tan bellamente se ha expresado el Concilio Vaticano II (LG 22). Esa humanidad nueva, redimida y salvada, se nos ofrece ya gloriosa en la Comunión de los Santos, de los que es Reina y Madre, María, la Madre de Jesús.

La promesa se ha convertido ya en don: don del Espíritu Santo y su gracia que nos viene a los hombres de Cristo, el Cabeza de la Iglesia, y, a través de ella, «su Esposa» y «Cuerpo». Nos ha venido, y bañado, a través del bautismo, infundiéndonos la nueva vida que se alimenta con el Cuerpo y la Sangre eucarísticas del Señor. Ya hemos «pasado» con Cristo de la vía de «la muerte», al camino de «la vida». No nos falta, ni nos faltará, «el viático» para transitarlo sin desviaciones y marchas atrás. En nuestras vacilaciones y debilidades, podemos recurrir con nuestras súplicas a la oración de toda la Iglesia, la de los Santos del cielo y de la tierra; a la de nuestros hermanos peregrinos con nosotros en este mundo, en la búsqueda constante del perdón y de la misericordia del Padre.

Pase lo que pase: tenemos fundamento y derecho indestructible a la esperanza. Siempre podremos vivir en la esperanza y de la esperanza que ni acaba, ni engaña. «Mater spei» -«Madre de la esperanza»- ruega por nosotros.

Con todo afecto y mi bendición,

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