Discurso inaugural LXXVII Asamblea Plenaria CEE

LXXVII Asamblea Plenaria CEE

Eminentísimos señores Cardenales,
Excelentísimo Sr. Nuncio Apostólico,
Excelentísimos señores Arzobispos y Obispos,
Queridos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todos los miembros y participantes de la LXXVII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal y a los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares que colaboran en las distintas Comisiones y Secretariados al servicio de las Iglesias particulares que peregrinan en España. Mi agradecida bienvenida a todos los amigos representantes de los medios de comunicación social. Y, no en último lugar, mi más entrañable recuerdo a los hermanos Mons. José María Conget Arizaleta, Obispo de Jaca, y Mons. Javier Osés Flamarique, Obispo de Huesca, llamados recientemente a la casa del Padre, y por los que oramos para que sean admitidos en la Gloria de los Bienaventurados (q.e.p.d.).

I. La hora actual de la Iglesia y del mundo

El momento presente de la Iglesia está marcado, sin duda alguna, por la reciente Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos que sucede a las Asambleas especiales, de carácter continental, que miraron a reavivar la urgencia de la ingente tarea evangelizadora de la Iglesia en nuestros días, y a las Asambleas Sinodales Ordinarias que consideraron atentamente la riqueza eclesial en las diferentes vocaciones en el seno del Pueblo de Dios: los laicos en el año 1987(1), en 1990 los sacerdotes(2), en 1994 la vida consagrada(3). En el pasado mes de octubre la reflexión sinodal sobre El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo, completaba el marco de una eclesiología de comunión y de misión que hemos de tener constantemente ante nuestra mirada. En efecto, la comunión y la misión hacen posible que las expectativas de la humanidad sean colmadas por la persona de Cristo, la única y verdadera esperanza del mundo, pues la «fuerza de la Iglesia está en la comunión, su debilidad está en la división y en la contraposición»(4). En los mismos días en que el horizonte de los pueblos parecía oscurecerse con acontecimientos desesperanzadores, Obispos de la Iglesia de Dios, venidos de todos los continentes, reunidos en Sínodo con el Santo Padre anunciaban que «es Cristo, de hecho, la esperanza del mundo»(5) y proclamaban la victoria del perdón sobre la venganza, del amor sobre el odio(6).

La última Asamblea Sinodal -celebrada «en la huella del Gran Jubileo del 2000 y al inicio del tercer milenio cristiano» (7), y preocupada por la evangelización- ha apoyado su reflexión en las enseñanzas centrales del Concilio Vaticano II acerca de la Teología del episcopado en la doble y renovada perspectiva de su sacramentalidad y de su colegialidad cum Petro et sub Petro (8). La doctrina sobre el episcopado ha sido uno de los centros de gravedad más importantes de la enseñanza conciliar en relación a la constitución y misión de la Iglesia. En ella se traslucía nítidamente la trascendencia de una correcta concepción teológica y actualización canónica del ministerio episcopal en relación con la totalidad de la vida de la Iglesia y a su servicio; y su radical importancia para la fecundidad de su acción pastoral y para el ejercicio apostólicamente fiel de su misión, en orden a no correr el riesgo de una deficiente evangelización. No olvidemos que la verdadera reforma de la Iglesia y la reforma verdaderamente católica del episcopado han ido siempre juntas en la historia de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II propuso con toda claridad -como desde un principio han señalado los mejores comentaristas del texto conciliar (9) -que el significado peculiar del ministerio episcopal derivaba del principio de la sacramentalidad, es decir, de la característica sacramental del origen, fundamento y contenido del oficio episcopal. Desde esta perspectiva, desde la enseñanza nuclear de la sacramentalidad, el Concilio presentó tanto la misión propia del Obispo como la colegialidad del episcopado, al considerar la consagración episcopal como la plenitud del sacramento del orden, el sumo sacerdocio o cumbre del ministerio, en la que los Apóstoles y sus sucesores transmiten, por la imposición de manos, «el don espiritual» que les capacita para realizar la misión a la que han sido llamados para ejercer el servicio de Testigo y Maestro de la Palabra y de la Verdad del Evangelio (10). Del ministerio episcopal dependerá el que perdure vivo y actual el mandato y misión de Pedro y «los Doce», recibidos del Señor, de ser sus Testigos hasta el fin de la tierra, enseñando y bautizando a todos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De los Obispos depende, por derecho divino, que este anuncio y enseñanza no se interrumpa jamás para la comunión constitutiva de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión en el mundo mediante la Sucesión Apostólica.

En los documentos conciliares el Obispo se presenta, ante todo, como ministro de Jesucristo que, por la gracia sacramental, se le capacitará para que «de manera eminente y visible» actúe in persona Christi y haga las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote (11), entregando su existencia al servicio apostólico del Evangelio: de su presencia, salvaguardia y transmisión a través de la vida de la Iglesia (12). El reto más actual y urgente para el Obispo es el de ser fiel Testigo y Ministro del Evangelio entre los hombres con obras y palabras, siguiendo a «los Doce» (13).

La sacramentalidad episcopal ha favorecido la reflexión sobre el fundamento mismo de la colegialidad «con Pedro y bajo Pedro», pues el don del Espíritu, transmitido por la imposición de manos de los Apóstoles y sus sucesores, está destinado a constituir al ordenado miembro del «cuerpo episcopal» en «la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio» (14). Es llamado así el Obispo a una tarea de Sucesión (15), a ser sujeto activo de la misión apostólica en el anuncio del Evangelio a todos los hombres como miembro de la Comunión jerárquica del Colegio episcopal. Misión que se realiza en el servicio, y al servicio, de la Iglesia, una y única: de la Iglesia Universal y de las Iglesias particulares, «formadas a imagen de la Iglesia Universal» (16). Sea como pastor y cabeza de una Iglesia Particular, sea a través de otro oficio que le confíe la Iglesia, el Obispo siempre actuará al servicio de la misión y sucesión apostólicas, dentro del Colegio Episcopal.

De este modo, a lo largo de todo el proceso de recepción del Vaticano II por la Iglesia universal, se ha puesto de manifiesto, cada vez más explícitamente, el significado constitutivo del episcopado para la presencia en la historia de la comunión de la Iglesia. Un paso fundamental fue dado en el mismo Concilio al enseñar en el Decreto Christus Dominus la doctrina de la «potestad ordinaria, propia e inmediata» de que goza el Obispo para el ejercicio de su misión pastoral como Pastor de la Iglesia Particular, «sin perjuicio de la potestad que tiene el Romano Pontífice … de reservar algunas causas para sí o para otra autoridad» (17). Se subraya, de este modo, el ministerio propio del Obispo en su diócesis vivido en la comunión plena de la Iglesia universal.

El período postconciliar, treinta y seis años después, se ha caracterizado por un desarrollo de la dimensión sinodal de la constitución de la Iglesia quizás sin parangón en otras épocas de su historia. La comunión eclesial y episcopal se ha hecho patente a través, sobre todo, de las Conferencias Episcopales, del Sínodo de los Obispos y de la multiplicidad de fórmulas institucionales nuevas en la relación de los Obispos diocesanos con la Santa Sede. De este modo, en el tiempo que siguió al Concilio se asumieron y pusieron en práctica las perspectivas conciliares en múltiples concreciones canónicas y pastorales.

El Sínodo recientemente celebrado ha hecho hincapié en la dimensión pastoral y primera por la que el Obispo está llamado a ser Testigo y servidor de la esperanza evangélica en el ejercicio del triple munus de santificar, enseñar y gobernar (18) y ha insistido igualmente en la justa comprensión y ejercicio de la dimensión colegial, constitutiva del ministerio episcopal. Se perfilaba así la figura del Obispo en medio del mundo como Ministro del Evangelio de Jesucristo, llamado a crecer en santidad, a entregarse a la misión apostólica y a la santificación de las realidades temporales.

Los Obispos, como ministros del Evangelio de Cristo somos portadores de la auténtica esperanza de la humanidad y desde esta esperanza, que es Jesucristo resucitado, servimos a un mundo que, justamente por los acontecimientos que sucedieron en los días inmediatamente anteriores al Sínodo, aparecía como especialmente necesitado de esperanza. Es imposible no recordar, sin que nos embargue la conmoción del momento, los atentados terroristas sobre Nueva York y Washington del ya para siempre triste y trágico 11 de septiembre pasado que sembraron de temor e incertidumbre al mundo. En unos instantes se revelaba la gravedad y crueldad del terrorismo como un fenómeno mundial y, al mismo tiempo, «la fragilidad» e impotencia de los poderes humanos cuando se basan y ponen su fundamento sólo sobre sí mismos, sobre la autosuficiencia del hombre.

La autosuficiencia -decíamos los Obispos españoles queriendo contemplar el pasado siglo con una mirada de fe- del tiempo moderno ha sido tal vez el primer pecado de los hombres del siglo XX y trae consigo el secularismo, que seca las raíces de la esperanza (19); una autosuficiencia cimentada en mitos de escatologías intramundanas, en las que se ofrece una tenaz y ciega resistencia a ver en el hombre la «imagen y semejanza» de Dios, llegando a pensar que «Este, Dios, no tiene más brazos que los nuestros», o aún más, exigiéndole a la criatura, en sí finita, que sea por sí misma infinita. Bien lo ha expresado un conocido escritor de nuestros tiempos cuando escribe: «Siempre ha convertido el Estado en un infierno, el hecho de que el hombre quisiera convertirlo en su Paraíso» (20).

Muchos han deplorado estos sucesos dolorosos. Nuestra entraña cristiana se ha sentido hondamente herida al percibir que cuando se agrede al hombre se ofende a Dios (21). Bien lo ha expresado un autor cuando se dirigía, en el siglo II, a un mundo pagano con estas palabras: «Si me dices: ‘muéstrame tu Dios’, yo te replicaría: ‘muéstrame tú a tu hombre y yo te mostraré a mi Dios'» (22).

El terrorismo, lacra y pecado que alcanza dimensiones globales, delata una radical inhumanidad; es la perversa y odiosa expresión del desprecio al hombre mismo, la más brutal negación de la dignidad de la persona humana y del mandamiento inscrito en el corazón del hombre, voz que se puede llegar a velar o distorsionar aunque nunca acallar (23). Los actos terroristas manifiestan la más grave de las tentaciones: «manipular a Dios» y «malinterpretar» su Verdad y su Ley, olvidando la admirable y siempre permanente afirmación de san Agustín: «Y tu Ley es la Verdad y la Verdad eres Tú» (24).

En los últimos meses, y de un modo creciente, la prensa diaria se hacía eco de preocupantes afirmaciones, cuando no ataques, sobre Dios hasta el extremo de considerarle autor de los odios entre los hombres y valedor de la muerte y del terror. La opinión pública ha recibido muchas voces críticas que afirmaban la irracionalidad e inhumanidad de lo religioso y las religiones, olvidando que la religiosidad no es una merma del ser del hombre sino que le conduce a lo más alto de la condición humana: el umbral del Misterio (25).

Los Obispos españoles, en un momento de profunda crisis de la verdad y de la libertad, declarábamos, hace más de diez años en la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad, que, al lado de la pérdida de la vigencia social de criterios morales fundamentales, «se dan en nuestra sociedad creencias y convicciones que reflejan, a la vez que causan, el eclipse, la deformación o el embotamiento de la conciencia moral. Este embotamiento se traduce en una amoralidad práctica, socialmente reconocida y aceptada, ante la que los hombres y las mujeres de hoy, sobre todo los jóvenes, se encuentran inermes» (26). Es evidente que el derrumbamiento de la conciencia moral, que sigue a la negación de Dios, conlleva la abolición del hombre (27).

En la raíz de los lamentables sucesos terroristas hay una lógica perversa que es preciso denunciar (28), detrás de la cual se esconde la depravación de los auténticos medios y fines de la conducta moral y, no pocas veces, unos presupuestos pseudoespirituales que deben ser desenmascarados para que el terrorismo desaparezca. Hay que convencerse que no se logrará su erradicación si se desprecia la conciencia moral y si se la arranca de su lugar existencial propio: la entraña misma del ser y del corazón del hombre como criatura e imagen de Dios.

España sabe por propia experiencia del terrorismo y de la necesidad de acompañar la acción policial, judicial y legal del Estado con la renovación de la conciencia moral de los individuos y de la sociedad para que no se pervierta la verdad y la libertad y se pueda realizar el bien (29). No sólo la ciencia filosófica y teológica, sino también la experiencia moral y política de los pueblos pone de manifiesto que una libertad desligada de la verdad del hombre ya no es propiamente libertad (30), como tan bellamente expuso Su Santidad Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis splendor (31).

De ello se hizo eco de nuevo con firmes y nítidos acentos la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española el 19 de septiembre del presente año: «Con la misma rotundidad con que hemos condenado a ETA, condenamos estos crueles atentados, que constituyen también una gravísima ofensa a Dios, una violación de los derechos fundamentales a la vida, a la seguridad y a la libertad de las personas y de los pueblos y degradan a quienes los cometen, proyectan o encubren. El terrorismo, en cualquiera de sus formas, lugares y expresiones, no tiene jamás justificación, ni es camino para la consecución de fin alguno». Subrayando, sin embargo, «que sólo la conversión de los corazones, el trabajo y el compromiso por la paz y solidaridad entre los pueblos podrán conducirnos a una nueva civilización, más justa y fraterna, la civilización del amor» (32). Llamada de atención cuya vigencia viene confirmada por el actual curso de la guerra en Afganistán. Insistir en la necesidad de la protección de la población civil es un imperativo acuciante de la justicia y de la caridad cristiana.

II. El Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española para el próximo cuatrienio

La preocupación evangelizadora de la Conferencia Episcopal se ha reflejado en sus Planes de Pastoral, especialmente después de la inolvidable primera visita del Papa a España en el año 1982 (33). En ellos se describían los síntomas generales de una crisis espiritual y algunas causas que estaban en el origen de determinadas situaciones y comportamientos (34) que hacían urgente una reflexión sobre la identidad de la Iglesia en nuestra sociedad (35) con miras a impulsar una nueva evangelización y al fortalecimiento de la vida cristiana, a consolidar la comunión eclesial, a reavivar la participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia, a intensificar la solidaridad con los pobres y a estimular la acción misionera (36).

La Conferencia Episcopal Española, en continuidad con sus Planes e Instrucciones Pastorales anteriores, ha vuelto a hacer un examen de las causas más hondas de la crisis de la sociedad y del mundo en esta coyuntura singular de comienzo de siglo y de milenio, especialmente de las más visibles y notables en España, dentro del contexto europeo. De nuevo ha aparecido en ese trasfondo histórico la profunda crisis de Fe y de moral, en estrechísima interdependencia, como decisiva. El abandono, alejamiento y debilitamiento de la fe en Dios, erosionada por el secularismo, se manifiesta en el vacío espiritual y religioso del presente, en la interrupción de la transmisión de la fe y en las frecuentes descalificaciones y caricaturas del cristianismo y de sus manifestaciones (37). No deja de ser significativo, por el contrario, que aparezcan títulos como el recientemente traducido al español: «La tercera muerte de Dios» (38), a pesar del rotundo fracaso de los que barruntaban y predecían, hace más de treinta años, un futuro secular y posreligioso, siendo los mismos que reconocen ahora el fallo estrepitoso de aquellas predicciones (39). No es infrecuente constatar en nuestros días que la experiencia de que la vida se agota en lo que puede ser hecho, producido, demostrado por nosotros, no lleva sino al vacío. Y no son pocos los que lamentan que la pregunta sobre Dios desaparezca de la escena humana (40). En la Relación final de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos del 1985 -a los veinte años del Concilio Vaticano II- se advertía ya, con clarividencia de futuro, que «por todas partes en el mundo la transmisión de la fe y de los valores morales que proceden del Evangelio, a la generación próxima (a los jóvenes) está hoy en peligro. El conocimiento de la fe y el reconocimiento del orden moral se reducen frecuentemente a un mínimo» (41).

El proyecto de Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal para el próximo cuatrienio pone ante nuestra mirada el rostro arreligioso e incluso anticristiano de una cultura marcada por un humanismo inmanentista y trata de reconocer nuestras propias infidelidades, las de los hijos e hijas de la Iglesia, por haber «velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo» (42); no rehuyendo confesar los propios fallos y déficits. No se cierran los ojos al hecho de que también en el interior de la comunidad eclesial actualmente se dejan sentir las heridas provocadas por el fenómeno de la secularización y las oportunamente señaladas en la Declaración doctrinal Dominus Iesus: la debilidad y ruptura, en tantos casos, de la transmisión de la Buena Noticia cristiana a las generaciones jóvenes (43), el debilitamiento de la vida litúrgica y sacramental y del compromiso apostólico de los laicos. Pero tampoco se ignoran, ni mucho menos, las muestras de vigor en la enseñanza y educación en la fe, «con palabras y obras», de pastores y fieles, el testimonio no rara vez heroico de la vida de los cristianos y de la propia comunidad eclesial, la esperanzadora vitalidad de parroquias, asociaciones y nuevos movimientos laicales, el servicio de caridad a tantos pobres en al ámbito de la sanidad y de la beneficencia y la presencia misionera en todas las geografías de la tierra.

Si muchas son las dificultades y los retos mayor es la tarea y misión de la Iglesia que no se arredra, pues tiene sobradas razones para la esperanza porque confía y espera en su Señor (44). El nuevo Plan Pastoral cuatrienal quiere posar su mirada en aquellos focos de auténtica renovación en los que madura y fructifica la auténtica reforma conciliar; en primer lugar, en lo que significa e implica el encuentro con la persona y el Misterio de Cristo, para que contemplando el rostro del Hijo doliente y resucitado, podamos caminar desde Él, siendo testigos de su amor, alcanzar la santidad (45), abandonar la idolatría (46), anunciar el amor del Padre revelado en Jesucristo y proclamar, desde la fe, la resurrección y la esperanza de la vida eterna (47). Por eso el Plan Pastoral que se presenta al estudio y aprobación de esta Asamblea Plenaria no duda, en clara sintonía con la Carta Apostólica del Santo Padre Juan Pablo II Novo millennio ineunte, en titularse Una Iglesia esperanzada ¡Mar adentro! (Lc 5,4) para que resuenen «en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús invitó al Apóstol Pedro a ‘remar mar adentro’ para pescar», ya que únicamente confiando en las palabras de Cristo echaremos las redes (48) y revivaremos el sentimiento del Apóstol Pablo: «¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (49).

III. Nuestro servicio al Evangelio de la esperanza en la sociedad española actual

El actual ordenamiento político de la sociedad española está configurado y marcado por el Estado de derecho. Su base es la Constitución Española de 1978, una ley constitucional inspirada en los principios del respeto a la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales y en el de la participación democrática, libre, plural y responsable en función y al servicio del bien común (50) y con la clave de arco institucional de la Monarquía (51).

En más de una ocasión la Conferencia Episcopal Española expresó su estima y reconocimiento leal a los que se entregan al bien de la «res» publica (52).

La Visita de sus Majestades los Reyes, 25 años después de la firma del primer Acuerdo Parcial entre la Santa Sede y el Estado Español de 28 de julio de 1976, que consagraba el gesto de renuncia del derecho de presentación del Jefe del Estado en el nombramiento de los Obispos, nos ofrece una extraordinaria oportunidad para reconocer la deuda de gratitud que le debemos al abrirse el espacio adecuado de libertad para la Iglesia que requerían su misma doctrina, actualizada en el Concilio Vaticano II (53), por una parte, y las circunstancias de los tiempos, por otra. Este espacio de libertad se desarrolló en una línea de positiva comprensión y cooperación mutuas en los ulteriores Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español de 3 de enero de 1979, firmados y ratificados apenas un mes después del referéndum del 6 de diciembre de 1978 en virtud del cual quedaba reconocida y aceptada por el pueblo la nueva Constitución Española (54).

Este reconocimiento agradecido se extiende al servicio prestado por la Monarquía el mostrar en la práctica de todos los días que no sólo no son irreconciliables la tradición católica, la profesión católica de la fe de la inmensa mayoría de los españoles y los principios de libertad política, social y cultural formulados con toda nitidez en la doctrina conciliar sobre la libertad religiosa, sino que, por el contrario, con su conciliación sale favorecido el bien común (55).

Desde el referido espacio de libertad, respetado y vivido sin restricciones político-jurídicas y sin desnaturalizaciones pastorales, la Iglesia en España -sus Obispos con todos sus fieles- quiere estar presente en la vida pública con el servicio del Evangelio de la Vida y de la Esperanza y permaneciendo fiel al mandato del Señor. Que no es otro que anunciar a Jesucristo con los viejos y nuevos métodos, por los cauces privados y públicos conformes con la naturaleza de su misión; celebrar los Misterios de la Salvación, prestar el servicio del amor de Cristo (56), testimoniando y llevando a todos los dones de Dios: su gracia, su perdón, su amor comprometido con la sociedad española y con todos los que en ella más lo necesitan.

La reflexión de esta Asamblea Plenaria incidirá, además, en dos importantes campos de la presencia y actuación pastorales de la Iglesia en la sociedad, a saber: en el de los «Medios de Comunicación Social» y en el de la «Enseñanza».

La Iglesia no debe dejar de estar presente en todo el ancho y amplio campo de los «mass media» sin perder el ritmo de su prodigioso desarrollo tecnológico. Los Documentos eclesiales, desde el Decreto conciliar Inter. mirifica (4 de diciembre de 1963) y el Catecismo de la Iglesia Católica (57) hasta las Instrucciones Pastorales del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales Communio et Progressio (1975) (58), Aetatis Novae (1992) (59) y los Documentos de carácter ético: Pornografía y Violencia en las Comunicaciones Sociales (1989) (60), Ética en la publicidad (1997) (61), Ética en las comunicaciones sociales (2000) (62) y la anunciada Ética en Internet, resaltan no sólo la necesaria presencia institucional de la Iglesia en el espacio de las comunicaciones sociales sino también cómo se realiza una acción evangelizadora de gran valor mediante la aportación de los profesionales católicos que dejan en los mismos una impronta propia y singular, derivada de su compromiso cristiano y de su específica vocación apostólica.

Otro ámbito de presencia que la Iglesia quiere reafirmar y renovar es el de la Enseñanza a través de la clase de Religión y Moral Católica, al servicio de los padres de familia que libremente lo soliciten, y, por supuesto, también de la Escuela Católica. La regulación de esta enseñanza en el Acuerdo de la Santa Sede y el Estado Español de 3 de enero de 1979, respeta y garantiza fielmente el derecho fundamental de los padres que establece y les reconoce la Constitución Española en lo referente a la educación religiosa y moral de sus hijos en el espacio escolar (63).

Se ha pretendido oponer de nuevo, a propósito de sucesos recientes que están en la mente de todos, el principio de la no confesionalidad del Estado al actual régimen jurídico de la clase de religión en lo que respecta al nombramiento de los Profesores en los centros escolares de titularidad pública. Ya la Comisión Permanente (64) y la Comisión Episcopal de Enseñanza (65) de la Conferencia Episcopal han informado a este propósito clara y ampliamente tanto sobre el pensamiento de la Iglesia en esta materia, cuanto sobre lo referente a lo que preceptúa la legislación vigente. Pero no es ocioso reiterar una vez más que la verdadera laicidad del Estado exige de éste el respeto escrupuloso del derecho a la libertad religiosa de las personas y de los padres de familia en todos los ámbitos de la vida y, de una manera especialmente delicada, en el ámbito de la enseñanza. Un respeto escrupuloso y positivo que habrá de facilitar la apertura de ese espacio, tan vital para la formación integral de la persona humana, al ejercicio institucionalmente libre de esos derechos. El Estado que obstaculizase o limitase bien directamente -por la vía de la ley o de la normativa administrativa- o bien indirectamente -por la vía de las restricciones o condicionamientos económicos o de financiación de las familias- las posibilidades de la enseñanza y formación religiosa y moral libre, conformada según la elección de los padres de acuerdo con la Iglesia y las instituciones religiosas legalmente reconocidas, en el sistema educativo y sus instituciones, estaría invadiendo un campo que no le es propio y dañaría, de este modo, gravemente, los derechos fundamentales de las personas.

El «progreso» en el sistema educativo vendrá por el camino que abra la enseñanza y la formación de los alumnos a aquellas exigencias pedagógicas que fluyen de la necesidad de respuesta integral y existencial -teórica y práctica- a los problemas de la trascendencia y a las cuestiones últimas que afectan al hombre y a su destino. Y, por ende, no por la vuelta regresiva a los modelos laicistas intransigentes -propios del siglo XIX-, que paradójicamente no conducirían a otro resultado que a la negación de la libertad de enseñanza, con el daño irreparable, consiguientemente, para el ejercicio responsable de la libertad misma, al contribuir a que se consolide socialmente lo que R. Guardini denominó el modelo de «el hombre incompleto», y al despejar las vías del triunfo educativo a la «cultura no humana sobre la cultura humana» (66).

En las deliberaciones de esta Asamblea Plenaria reflexionaremos de nuevo sobre la problemática de la clase de religión y de su profesorado, tanto el de las Escuelas públicas como el de las Escuelas de iniciativa social, al que el Comunicado de la Comisión Permanente del pasado mes de septiembre (67) expresa su reconocimiento por la dedicación, interés y trabajo, realizado, en no pocas ocasiones, en medio de circunstancias cultural y religiosamente difíciles, y al que debemos gratitud sincera y apoyo tanto en los procesos de su formación específica como en el mejoramiento de las condiciones profesionales de su no fácil tarea en bien de la educación cristiana y humana de las jóvenes generaciones.

IV. La Iglesia y los recursos económicos

En las Asambleas Plenarias de otoño se estudian y aprueban, como ya es habitual, los presupuestos de la Conferencia Episcopal Española para el próximo ejercicio y los Criterios de distribución del Fondo Común Interdiocesano. Los acontecimientos conocidos y su forma de ser transmitidos y comentados en los Medios de comunicación social, confieren un especial y público interés al tema.

Conviene, por tanto, aclarar sumariamente la doctrina teológica y canónica sobre la naturaleza y el destino de los bienes y recursos económicos de la Iglesia, actualizada en el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis (68) y en el nuevo Código de Derecho Canónico, como una contribución a la verdad y a la objetiva información y formación de los fieles y de la opinión pública en general. Es obvio que la Iglesia necesita de medios materiales para el cumplimiento de sus fines, que adquiere y administra a la luz y a tenor de las normas canónicas, inspiradas en las exigencias del Evangelio. Los bienes eclesiásticos no son instrumentos para su enriquecimiento personal e institucional sino para el fiel cumplimiento de su misión al servicio de la fe, del culto y de la caridad.

La Iglesia en España se sostiene y vive en un tanto por ciento muy elevado, no inferior al 70%, por las limosnas y aportaciones directas de los fieles y por lo que se recauda por la vía de la deducción tributaria, acordada con el Estado, que la complementa; no de su modesto patrimonio rentable. La mayor parte, con mucho, de esos bienes rentables tienen naturaleza fundacional y están al servicio mayor y prioritario de los pobres y, en considerable menor proporción, al servicio de la educación y de la cultura. Su administración se ha cuidado y cuida con responsabilidad y prudencia, de acuerdo con las normas del derecho que les afecta _canónico y civil_, al igual que la administración de los recursos corrientes (69). Esta administración, en la que el asesoramiento y participación directa de seglares competentes y generosos es predominante y creciente, procura responder a las nuevas exigencias de nuestro tiempo. Así lo ven y lo han visto la mayoría de los fieles que conocen y viven de cerca la realidad de sus Diócesis y Parroquias y de otras instituciones de la Iglesia. En ellos confiamos. Por nuestra parte trataremos de mejorar los instrumentos de asesoramiento y participación.

V. Otros temas del orden del día

Además de los temas anteriormente indicados procederemos a la elección de los tres representantes en el próximo Simposio de Obispos europeos, y escucharemos a los hermanos Obispos de otras Conferencias Episcopales que asisten como invitados a esta Asamblea Plenaria. El señor Rector de la Pontificia Universidad de Salamanca, por su parte, informará sobre la marcha de esta institución académica. Finalmente se nos ofrecerá información acerca de las actividades eclesiales de los organismos de coordinación de las Conferencias Episcopales europeas y se someterán a la correspondiente aprobación propuestas hechas por el Apostolado de la Oración y otras asociaciones.

Sintiéndonos íntimamente unidos a toda la familia humana, a su gozo y esperanza, a las tristeza y angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y afligidos, pues son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo para los que nada hay verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón (70), expresamos nuestro deseo de avanzar en esta Asamblea Plenaria en el servicio de los Obispos españoles al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo para que todos puedan acogerlo como la auténtica y verdadera esperanza del mundo. Con el auxilio de lo Alto y en la comunión de los santos no nos faltará la fuerza en el camino, pues «el ánimo no desfallecía ni la esperanza -escribe Santa Teresa de Ávila- que el Señor había dado lo uno, daría lo otro» (71). No podemos, por último, dejar de manifestar nuestra alegría y dar gracias al Señor por la beatificación de un hermano nuestro, el Beato Manuel González, que tan ejemplarmente supo vivir el encuentro con Cristo resucitado en la Eucaristía, puerta santa que da acceso a la comunión con Dios (72) y singular presencia del Señor hasta el fin de los tiempos, anticipo de la Gloria, alimento de la esperanza de la vida eterna.

¡Que Santa María, Reina de los Apóstoles y Estrella de la Evangelización, a la que cantamos en los himnos litúrgicos como dulcedo et spes nostra, mater spei, vele por nosotros y nos acompañe en nuestros trabajos!

Leyenda

1 Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici sobre vocación y misión de los laicos en al Iglesia y en el mundo (30.12.1988).

2 Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual (25.3.1992).

3 Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo (25.3.1996).

4 Cf. Juan Pablo II, Homilía en la clausura de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (27.10.2001), en: Ecclesia LXI (2001) 1665.

5 Cf. Juan Pablo II, Ibid.; cf. Mensaje del Sínodo de los Obispos al Pueblo de Dios, en: Ecclesia LXI (2001) 1660-1666.

6 Cf. Juan Pablo II, Homilía con ocasión de la apertura de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30.9.2001), en: Ecclesia LXI (2001) 1496-1497.

7 Cf. Juan Pablo II, Homilía en la clausura de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (27.10.2001), en: Ecclesia LXI (2001) 1665-1666.

8 Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes divinitus, 38: «Todos los Obispos, como miembros del Cuerpo episcopal, sucesor del Colegio de los Apóstoles, han sido consagrados no sólo para una diócesis determinada, sino para la salvación de todo el mundo. A ellos, con Pedro y bajo Pedro, les afecta primaria e inmediatamente el mandato de Cristo de predicar el Evangelio a toda criatura».

9 A modo de ejemplo, cf. G. Philips, L´Église et son mystère, Paris 1967. Añádanse los Documentos de la Comisión Teológica Internacional, especialmente: El sacerdocio católico (1970); La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica (1973); Magisterio y Teología (1975); cf. Comisión Teológica Internacional, Documentos 1969-1996. Veinticinco años de servicio a la teología en la Iglesia, edición preparada por C. Pozo, B.A.C., Madrid 1998.

10 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 21; Constitución Dei Verbum, 7; Decreto Christus Dominus, 3.

11 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 21.

12 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum, 12.

13 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 19.

14 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 22.

15 Cf. San Ireneo, Adversus haereses III,2,2; III,3,1; IV,26,2.

16 Cf. Concilio Vaticano II. Constitución Lumen Gentium, 23.

17 Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 8.

18 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 21; cf. A. Mª. Rouco-Varela, El Gobierno de la Diócesis. Ponencia con motivo de la Peregrinación a la Tumba de san Pedro y encuentro de reflexión para los nuevos Obispos nombrados desde el primero de enero del 2000 hasta junio del 2001, en: Boletín Oficial de las Diócesis de la Provincia Eclesiástica de Madrid 8 (2001) 747-765.

19 Cf. Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX (26 de noviembre de 1999), Edice, Madrid 1999, n. 12-13.

20 La expresión es de Hörderlin, cf. H. Kuhn, Der Staat, München 1967, 38.; cf. J. Ratzinger, Una mirada a Europa. Iglesia y modernidad en la Europa de las revoluciones, Madrid 1993, 40.172.

21 Cf. A. Vergote, «Amarás al Señor tu Dios». La identidad cristiana, Santander 1999.

22 Teófilo de Antioquía, Los tres libros a Autólico, I,1,2, en: Padres Apologistas griegos (s. II), ed. D. Ruiz Bueno, Madrid 1954, 768-769.

23 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1776-1802; Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 16: «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella». Cf. Sófocles, Antígona 431-457.

24 Cf. San Agustín, Confesiones IV,IX,14.

25 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 19-21; Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, 33.

26 Cf. Conferencia Episcopal Española, «La Verdad os hará libres» (Jn 8,32), (20 de noviembre de 1990), Edice, Madrid 1990, 8.18.

27 Mensaje de Su Santidad Juan Pablo II para la celebración de la Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 2000, 7.

28 Juan Pablo II, Homilía con ocasión de la Beatificación de los Mártires españoles el 11 de marzo de 2001: «Desde hace varias décadas estáis siendo probados por una serie horrenda de violencias y asesinatos que han causado numerosas víctimas y grandes sufrimientos. En la raíz de tan lamentables sucesos hay una lógica perversa que es preciso denunciar. El terrorismo nace del odio y a su vez lo alimenta, es radicalmente injusto y acrecienta las situaciones de injusticia, pues ofende gravemente a Dios y a la dignidad y los derechos de las personas. ¡Con el terror el hombre siempre sale perdiendo! Ningún motivo, ninguna causa o ideología pueden justificarlo. Sólo la paz construye los pueblos. El terror es enemigo de la humanidad!».

29 Cf. R. Guardini, Ética. Lecciones en la Universidad de Munich, B.A.C., Madrid 1993, 83-108.

30 Cf. A.M. Rouco Varela, Carta Pastoral La Iglesia en España ante el siglo XXI, (15 de marzo de 2001), Madrid 2001, 14.

31 Cf. Comentarios a la «Veritatis splendor», edición dirigida por G. Del Pozo Abejón, B.A.C., Madrid 1994.

32 Comunicado de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, (19 de septiembre de 2001), 1.

33 Cf. Conferencia Episcopal Española, La visita del Papa y el servicio a la fe de nuestro pueblo (1983); Testigos del Dios vivo (1985); Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras (Plan de acción pastoral de la CEE para el 1987-1990); Impulsar una nueva evangelización (Plan pastoral para el trienio 1990-1993); La Verdad os hará libres (1990); Para que el mundo crea (Plan de acción pastoral para la Conferencia Episcopal 1994-1997); Proclamar el Año de Gracia del Señor (Plan de acción pastoral de la CEE 1997-2000).

34 Cf. Conferencia Episcopal Española, La Verdad os hará libres, Edice, Madrid 1990; id., Proclamar el Año de Gracia del Señor (Isaías 61,2; Lucas 4,19), Edice, Madrid 1997.

35 Cf. Conferencia Episcopal Española, Testigos del Dios vivo. Reflexión sobre la misión e identidad de la Iglesia en nuestra sociedad, (28 de junio de 1985), Edice, Madrid 1985.

36 Cf. Conferencia Episcopal Española, Impulsar una nueva evangelización, Edice, Madrid 1991; Para que el mundo crea (Juan 17,21), Edice, Madrid 1994.

37 Cf. Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura por siempre. Mirada de fe al siglo XX, (26 de noviembre de 1999), Edice, Madrid 1999, n.4;

38 Cf. A. Glucksmann, La troisième mort de Dieu, Paris 2000 (trad. Española, La tercera muerte de Dios, Barcelona 2001).

39 Es conocida la propuesta de H.G. Cox, en su The Secular City, New York 1965, y su más reciente obra, Fire from Heaven. The Rise of Pentecostal Spituality and the Reshaping of Religión in the Twenty-First Century, Massachuchets 1965, p. XV, en donde afirma que hoy es la «secularidad» y no la espiritualidad lo que puede hallarse cercana a la extinción.

40 Cf. J. Ratzinger, Gott und die Welt. Glauben und Leben in unserer Zeit, Stuttgart-München 2001.

41 Relación final del Sínodo: La Iglesia bajo la Palabra de Dios celebra los misterios de Cristo para la salvación del mundo, en: Documentos sinodales, Edibesa, Madrid 1996, II, 396-397.

42 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 19; cf. Conferencia Episcopal Española, Dios es Amor. Instrucción Pastoral en los umbrales del tercer Milenio, (27 de noviembre de 1998), Edice, Madrid 1998, n. 10-11.

43 Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX, Edice, Madrid 1999, p. 19: «La transmisión de la fe y de los valores cristianos a las generaciones jóvenes constituye uno de los desafíos más fundamentales que nos encontramos en esta coyuntura histórica».

44 Cf. Conferencia Episcopal Española, Ibid., n. 22.

45 Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6.1.2001).

46 Cf. Conferencia Episcopal Española, Dios es Amor. Instrucción Pastoral en los umbrales del tercer milenio, Edice, Madrid 1998, n. 12.

47 Cf. Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Esperamos la resurrección y la vida eterna, (26 de noviembre de 1995), Edice, Madrid 1996.

48 Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, (6 de enero de 2001), 1.

49 1 Cor 9,16; Cf. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 40.

50 Cf. Constitución Española, Art. 16,1.

51 Cf. Conferencia Episcopal Española, Moral y sociedad democrática, Instrucción Pastoral, (14 de febrero de 1996), Edice, Madrid 1996, n. 34; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 75; Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus annus (1 de mayo de 1991), n. 44.

52 Cf. Conferencia Episcopal Española, «La Verdad os hará libres» (Jn 8,32), Instrucción Pastoral sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad (20.XI.1990), Edice, Madrid 1990, n. 60-64; id., Moral y sociedad democrática. Instrucción Pastoral, (14 de febrero de 1996), Edice, Madrid 1996, n. 34; Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 75: «La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la «res» pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades».

53 Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae (7 de diciembre de 1965).

54 Cf. Conferencia Episcopal Española, Moral y sociedad democrática. Instrucción Pastoral, (14 de febrero de 1996), Edice, Madrid 1996, n. 7; A. Mª. Rouco Varela, Carta Pastoral La Iglesia en España ante el siglo XXI. Retos y tareas, Madrid 2001, 10-14; id., Ubicación jurídico-social de la Iglesia en la España de hoy, en: O. González de Cardedal (ed.), La Iglesia en España 1950-2000, Madrid 1999,61-89.

55 Cf. A. Mª. Rouco Varela, Discurso Inaugural de la LXXV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Madrid 20 24 de noviembre de 2000, p. 12-13: «Una efemérides memorable: el 25 Aniversario de la proclamación de su Majestad D. Juan Carlos I como Rey de España».

56 Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Dives in misericordia (30 de noviembre 1980).

57 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2493-2499.

58 Cf. Pontificia Consejo para las Comunicaciones Sociales, Instrucción Pastoral Communio et Progressio, ed. Paulinas, Madrid 1971.

59 Cf. Pontificia Consejo para las Comunicaciones Sociales, Instrucción Pastoral Aetatis Novae sobre las Comunicaciones Sociales en el vigésimo aniversario de Communio et Progressio, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1992.

60 Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Pornografía y Violencia, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1989.

61 Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en la publicidad, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997.

62 Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las Comunicaciones Sociales, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2000; cf. Juan Pablo II y los medios de comunicación social, Pamplona 1991.

63 Cf. Constitución Española, Art. 27,3.

64 Cf. Comunicado de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española,(19 de septiembre de 2001), n. 2.

65 Cf. Nota y Declaración de la Comisión Episcopal de Enseñanza sobre la propuesta de dos profesoras de Religión, (5.9.2001), en: Ecclesia LXI (2001) 1353-1354.

66 Cf. R. Guardini, Sorge und den Menschen 1, Mainz-Paderborn 1988, 8ª ed., 25-38.39-66.244-245.

67 Cf. Comunicado de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, (19 de septiembre de 2001), n. 2.

68 Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 17: «Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, por su naturaleza, han de administrarlos los sacerdotes según la norma de las leyes eclesiásticas, ayudados en lo posible por laicos expertos. Deben destinarlos siempre a los fines para cuya consecución le es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, a saber: para la organización del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar obras de apostolado o de caridad, sobre todo para con los pobres».

69 Cf. Comunicado de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, (19 de septiembre de 2001), 3.

70 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 1.

71 Libro de las Fundaciones, 2,6 (Obras completas, B.A.C., Madrid 1972,525).

72 Cf. Conferencia Episcopal Española, La Eucaristía, alimento del pueblo peregrino. Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española ante el Congreso Eucarístico Nacional de Santiago de Compostela y el Gran Jubileo del 2000, (4 de marzo de 1999), Edice, Madrid 1999.

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