Al comienzo de la Cuaresma del año 2002.
Mis queridos hermanos y amigos:
«Gratis lo recibisteis, dadlo gratis»
Así titula el Santo Padre su Mensaje para la Cuaresma del Año 2002. El texto está tomado del Evangelio de San Mateo. Es la primera de las instrucciones que el Señor imparte a «los 12» cuando los envía a predicar la Buena Noticia del Reino «a las ovejas descarriadas de Israel»: si curan los enfermos, si resucitan muertos, si limpian leprosos, si expulsan demonios, deben hacerlo gratis porque gratis lo recibieron (cf. Mt. 10,7-8).
Pero el don primario y fundamental, incluido en el anuncio de la Buena Nueva que Jesús les mandaba predicar como la noticia del Reino de los Cielos que había llegado con El, iba mucho más allá de los favores con los que acompañaban su predicación, por muy valiosos —casi de valor sobrehumano— que pudiesen parecer. Y la gratuidad de la que nacía ese don, y que postulaba al ser trasmitido, sobrepasaba paralelamente, de modo infinito, la pura gratuidad material y económica, con la que no debía ser confundido. El don era el del perdón de los pecados y el de la reconciliación con Dios Padre: el de la Vida Nueva del Espíritu Santo. Su origen: la entrega del Hijo, que se rebaja hasta tomar la forma de esclavo y asumir la muerte y una muerte de Cruz; en una palabra: la oblación del Hijo que da la vida voluntariamente por obediencia amorosa al Padre y a su designio de salvar al hombre, el cual desde la caída de los primeros padres es el «hijo pródigo» huido de la Casa del Padre (cf. Jn 10,18). Es decir: el don por excelencia, el don de la salvación eterna del hombre, brota de Jesucristo que, por sumo amor, va a sacrificar su vida voluntariamente, ya que como Él mismo dirá: «Nadie tiene mayor amor que el que de su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
La Cuaresma es el tiempo que recorre la Iglesia anualmente para prepararse a acoger de nuevo, interior y exteriormente, a través de la oración, del ayuno y de la limosna, con el corazón renovado por la penitencia, el Misterio de ese Amor de Dios, inefable e inconmensurable, que se nos ha dado en la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Amor redentor, sacerdotalmente vivido y consumado por el Señor, ofrecido al Padre en favor del hombre para su salvación. El don de ese amor, verdaderamente sobrenatural, lo hemos recibido ya los cristianos «gratis» por nuestro Bautismo y «gratis» debemos de trasmitirlo a nuestro hermanos: con nuestras palabras y con nuestras obras; es más, con toda nuestra vida. La existencia del cristiano es para ser dada y no para retenerla, y, mucho menos, para abusar de ella en contra de los más pequeños o con escándalo para ellos: …los pobres y sencillos de corazón.
En el contexto de la actual situación del mundo, marcada por la grave preocupación por la paz, amenazada por el terrorismo internacional y las posibles espirales de violencia; situación en la que, además, está actuando el menosprecio del derecho a la vida y a la dignidad del matrimonio y de la familia fundada en él con la fuerza social y política de lo que parece una imparable corriente cultural, vivir la Cuaresma de este año, como nos lo pide el Santo Padre, como una acogida del don de la Redención, cada vez más lúcida en la fe y más consecuente en la vida, es un imperativo por igual espiritual y pastoral, de una especial e inaplazable urgencia. Acogida, por supuesto, que habrá de ser compartida en el seno de la comunidad eclesial, en primer lugar, y ofrecida, luego, humilde pero nítidamente a toda la sociedad.
Dios nos pide conversión, sin dilaciones, con apremio. Nuestro «mensaje» cuaresmal para el mundo que nos rodea no puede ser otro que el de la posibilidad y necesidad de la conversión en la perspectiva del año 2002 que acaba de iniciar su andadura. Hagamos ver a todos y cada uno de nuestros prójimos, los más cercanos y los más lejanos: ¡el don de la salvación es un hecho irreversible, una gracia que se nos ofrece a todos con la actualidad, siempre nueva, de la Pascua del Señor que se avecina! En el tenor de nuestra respuesta al mandato del Señor —»Gratis lo recibisteis, dadlo gratis»— está depositado en una buena medida el fruto de esta Cuaresma: o de que sea un tiempo para una renacida esperanza, madura en obras de amor; o, por el contrario, un tiempo para el cobarde retraimiento, triste en su mezquindad y exponente de un inequívoco egoísmo. Depende de nosotros: de nuestro paso por la puerta de la conversión a una vida de gracia y santidad.
Si acudimos con la confianza del hijo pequeño al amparo y a la guía de María, la Virgen, nuestra Madre, la que acompañó a Jesús, su Hijo, el hijo de sus entrañas, el Primogénito de entre los hermanos, hasta el pie de la Cruz, callada y fielmente, con lo mejor de su amor maternal, el fruto de la conversión será seguro: florecerán la misericordia y la gracia, la justicia nueva, el consuelo, el amor y la paz en el corazón de la humanidad contemporánea: de las personas y de los pueblos.
Con todo afecto y mi bendición,