Homilía en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Explanada de la Catedral de La Almudena, 2.VI.2002; 19’00 horas

(Gen 14,18-; Sal 109,1.2.3.4; 2 Cor 11,23-26; Lc 9,11b-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

«Glorifica al Señor Jerusalén, alaba a tu Dios Sión» , cantábamos con júbilo con el salmista, después de la primera lectura del libro del Deuteronomio. Nuestras razones para la alabanza jubilosa y para el cántico gozoso de la Gloria de Dios son mucho más hondas y definitivas que las que sentían los hijos de Israel al rememorar la liberación de la esclavitud de Egipto. Las superan radicalmente. El Señor nos ha liberado para siempre de lo que es raíz y causa de toda esclavitud -el pecado- y de su inseparable y tremenda consecuencia: la muerte -la temporal y la eterna-, en virtud del sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de su Hijo en la Cruz, que se actualiza sacramentalmente en la Eucaristía a lo largo de toda la geografía del mundo y por todos los tiempos hasta que Él vuelva en Gloria y Majestad: «cuando… devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza», «un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz» (Cfr. 1 Cor 15,24; Pref. de la Solemnidad de Cristo Rey).

Toda celebración del «Corpus Christi» es recordación y vivencia litúrgica, centrada expresamente en ese Sacramento, «memorial» de la Pasión de Cristo, presencia substancial de los sagrados misterios de su Cuerpo y de Su Sangre, para que «experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención». «El participar de su Mesa -dice San Agustín- es lo mismo que comenzar a tener vida» (Sobre la Ciudad de Dios, 17,20). Sucede también así, hoy, en esta solemnísima Eucaristía de la explanada de La Almudena, a la que seguirá la procesión con el Santísimo Sacramento por las calles del viejo Madrid en medio del fervor de la fe, de la aclamación esperanzada y de la plegaria suplicante del pueblo cristiano, de todos los que sentimos en las actuales circunstancias cómo necesita el mundo experimentar los frutos de la redención, y cuánto urge por ello que se renueve en la Iglesia la verdadera veneración del Misterio Eucarístico, fuente y culmen de toda su vida y misión.

El Fruto del Perdón y de la Paz

Hace ya largo tiempo que en España, con especial incidencia en Madrid -en esta ciudad querida, hogar de tantos españoles-, sufrimos el azote tremendo del terrorismo, nacido del odio y de la negación desafiante de Dios y de su Ley de aquellos que no quieren guardar sus preceptos con una obstinación de mente -¡la de la dura cerviz!- y una crueldad de corazón ante la que palidecen la de los israelitas en sus rebeliones periódicas contra Yahvé en los cuarenta años de desierto y, luego, en la tierra prometida. Sigue latente su amenaza de agresión indiscriminada y de violencia máxima contra la vida y los bienes más elementales de las personas y de la sociedad. Atentan de forma directa y brutal contra la paz. Desde el 11 de septiembre pasado se ha impuesto el convencimiento de que el fenómeno del terrorismo se ha universalizado: puede actuar y golpear en cualquier parte del mundo. Su sombra siniestra se extiende por todos los continentes. La situación en Tierra Santa muestra hasta qué grado de extrema gravedad -de acciones asesinas masivas y de reacciones igualmente aniquiladoras- pueden llevar los sentimientos desatados de odio y de venganza en contra de la ley santa de Dios -del «no matarás»-. Sin que falten, por otro lado, en nuestras propias sociedades europeas brotes de peligrosísima violencia, a la que tan fácilmente pueden sucumbir jóvenes desarraigados o marginados.

El primer fruto de la Redención que nos ha venido por el Misterio de la Pascua de Cristo, de su «Paso» al Padre por la Cruz, en la que entregó su Carne y derramó su Sangre por nosotros, es el del perdón del pecado del hombre, que lo sana, lo llena de gracia y lo convierte en lo más íntimo de su corazón al amor de Dios y al amor incondicional del otro hombre, que es ya su hermano. Este primer fruto de la Redención se le da a la Iglesia mediante la celebración del Sacramento Eucarístico, en la Santa Misa, con tal capacidad de transformación de la vida propia y la de sus hijos que los dones que ella aporta -su pan y su vino- puedan ser convertidos, por la fuerza del Espíritu Santo, en la ofrenda eucarística misma, de modo que se pueda rogar al Padre que en la ofrenda de la Iglesia reconozca la víctima por cuya inmolación nos ha devuelto su amistad y para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo y llenos de su Espíritu Santo, nos transforme a todos los que participamos de ella en ofrenda permanente para que gocemos de su heredad junto con sus elegidos (cfr. Plegaria Eucarística III).

Dejarse transformar en ofrenda permanente con Cristo a través de la Eucaristía en la existencia diaria es la tarea siempre vigente y siempre nueva en su urgencia para cada momento de la historia, ante la que se encuentra el cristiano, sobre todo, si se presenta tan denso de gravedad como ahora, al comienzo del tercer milenio. ¿Cómo vamos a avanzar en la erradicación definitiva del terrorismo si no es por la vía de vidas transformadas por el compromiso sacrificado con el amor de Cristo, empeñadas en crear un ambiente personal y social donde no quepan ni el odio de los que matan, ni el de los que los inducen y apoyan? Porque es indudable, cuando se ofrece la vida en la Eucaristía dominical -y no digamos en la diaria-, se está en disposición de rodear con cercanía cálida y con protección constante a los amenazados por el terrorismo y de compartir compañía fiel con sus víctimas, orando constantemente por ellas. Entonces es cuando no se pierde la esperanza de que un día no lejano se conviertan los jóvenes protagonistas del terrorismo: de que haya verdaderamente Paz.

¡CRISTO EN TODAS LAS ALMAS Y EN EL MUNDO LA PAZ! reza el himno del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona, del que conmemoramos estos días su cincuenta aniversario.

Ante el cruelísimo azote del terrorismo y los peligros que acechan a la paz del mundo, podríamos suplicar el fruto primero de la Redención en este «Corpus» de Madrid y de España con las mismas palabras que el poeta, autor del himno, se expresó tan bellamente:

«De rodillas, Señor, ante el Sagrario,
que guarda cuanto queda de amor y de unidad,
venimos con las flores de un deseo,
para que nos las cambies en frutos de verdad».

A lo que podríamos añadir: para que nos los cambies en los frutos de la verdad imperecedera del amor divino: del amor de Jesucristo, Nuestro Redentor.

El Fruto de la Aceptación del Hermano

CARITAS ESPAÑOLA ha elegido para el Día Nacional de la Caridad, enmarcado en la Fiesta del Corpus Christi, el lema: «ACEPTA».

Por la aceptación de cada hombre, o para expresarlo sin dejar lugar a ninguna ambigüedad, de cada ser humano, como prójimo y, aún, como hermano, pasa la verdad de la caridad, o lo que es lo mismo, la concepción y la práctica verdadera del amor cristiano. Si hay algún problema humano fundamental con el que nos enfrentamos en la sociedad del progreso vertiginoso, aparentemente imparable en lo científico, en lo tecnológico, lo económico, etc. que es la nuestra, es el del reconocimiento de la dignidad inviolable de la persona humana en cada hombre, como imagen de Dios, sin previas condiciones ni clasificaciones del tipo que sean: las determinadas por el momento inicial de su existencia indefensa, dependiendo toda ella de otros, o las que provienen de su declive o decrepitud por enfermedad o edad, tan dependiente también de los otros; ni las de la raza, la religión, la nación o la filiación política o social etc. Los problemas están ahí. Los conocemos y experimentamos día a día en la vida, frágil y acechada, de los que nacen, de los enfermos y ancianos, de los emigrantes… ¡Acéptalos como hermanos! No se puede celebrar el CORPUS CHRISTI del año 2002 sin un firme propósito de responder a los que se desprende de la verdad de la Eucaristía con la aceptación de los más débiles de entre los que conviven con nosotros, como HERMANOS. Las consecuencias prácticas de esta aceptación son evidentes.

¿Pero es que podemos ignorar que el pan que partimos en la Eucaristía, como nos lo enseña PABLO, es uno, es la comunión con el Cuerpo de Cristo; y el Cáliz de la bendición que bendecimos, es también uno, comunión con la sangre de Cristo? Si somos uno con Cristo «formamos un solo cuerpo» que vive del amor de su Corazón y difunde amor, el amor que busca y acepta al hombre hermano para incorporarlo a esa comunión de bienes espirituales y materiales que se constituyen en la Iglesia de Cristo. De nuevo, nos sale del alma la plegaria, formulada con la letra del himno eucarístico de Barcelona:

«Como estás, mi Señor, en la custodia
igual que la palmera que alegra el arenal,
queremos que, en el centro de la vida,
reine sobre las cosas tu ardiente caridad»

Venerar los Sagrados Misterios del Cuerpo y de la Sangre de Cristo

Se experimentan los frutos de la redención cuando se veneran en la Eucaristía los sagrados misterios del Cuerpo y de la Sangre de Cristo como se corresponde con la verdad de lo que nos da a conocer la fe y con la llamada del amor divino que allí se encierra. El camino de la fe y de la piedad eucarísticas necesita ser recorrido de nuevo en la liturgia y en la vida espiritual y pastoral de la Iglesia bebiendo de las mejores aguas de la tradición y del Concilio Vaticano II que la refresca y renueva. Para la preparación de la celebración eucarística, y para la participación en ella, habrá que subrayar en la catequesis y en el estilo celebrativo que su centro es el Sacrificio de Cristo, que lo que se reparte y distribuye son su Carne y su Sangre, ofrecidas en la Cruz al Padre por nuestra salvación. Se impone una meditada lectura y asimilación plena, sin interpretaciones recortadas o diluyentes de su sentido verdadero, de la «sacra pagina» del Discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, como nos lo transmite Juan en su Evangelio que acabamos de proclamar, que se corona en la inequívoca y rotunda afirmación: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que como mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él». Porque de otro modo, como nos lo asegura el mismo Señor, no tendremos vida en nosotros: «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».

Sí, necesitamos poner acentos de verdadera veneración en nuestras celebraciones eucarísticas, si queremos que fluya vida cristiana y maduren los frutos del perdón, de la misericordia, del amor y la paz dentro de nuestras comunidades eclesiales y resulten transformadores de la sociedad y la humanidad de nuestros días, sobre todo la de rostro doliente y pobre. La veneración para que alcance plena totalidad no puede ser puntual, limitada al momento celebrativo, sino que ha de ser constante, día y noche, en torno al Tabernáculo, expresada en la oración de adoración, de acción de gracias, de reparación y de súplica, que en forma silenciosa o en el culto litúrgico de la comunidad y de los fieles se dirige a Jesucristo Sacramentado. ¡Cuánto lo anhelan los hombres, especialmente, los jóvenes de hoy, ansiosos de amistades auténticas: ¡de la amistad de Dios! Lo decía bien el poeta de nuestro himno:

«Como siervos sedientos que van hacia la fuente,
vamos hacia tu encuentro, sabiendo que vendrás».

Y un antiguo poeta hispano -San Prudencio-:

«Tú eres nuestra comida y nuestro pan,
Tú la eterna dulzura;
no puede sentir hambre
quien recibe tu alimento»
(Cathemericon 9, 61)

Sí, el Señor viene a nuestro encuentro en la Eucaristía y desde el Sagrario, a través de esa presencia tan real y tan discreta como es la de las especies eucarísticas convertidas sustancialmente en su Cuerpo y su Sangre, inmoladas por nuestro amor. Pidámosle a su Madre y la nuestra, María, la que nos lo engendró y dio en la Cruz, la que nos lo sigue dando con cercanía y vigilante amor de madre, que nos lleve a su encuentro, para que se haga realidad recuperada y robustecida, realidad viva y vivida en Madrid, en España y en el mundo:

«Cristo en todas las almas, y en el mundo la paz»

Amén.

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