En la Actualidad de España
Mis queridos hermanos y amigos:
Dos nuevos Santos madrileños se inscriben este año en el catálogo más excelente de las glorias de la Iglesia, que no son otras que la de aquellos de sus hijos que en sus vidas siguieron e imitaron a Jesucristo, su Cabeza y Esposo, con fidelidad heroica. Son Alonso de Orozco, de la Orden de San Agustín, canonizado el pasado día 19 de mayo por el Papa Juan Pablo II, y el Beato Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, que fallecía el 26 de junio de 1976 en Roma, y que será canonizado, Dios mediante, el próximo seis de octubre. Ninguno de ellos nació en Madrid; pero ambos vivieron los tramos más trascendentales de su vocación y acción sacerdotal y apostólica en la Capital de España. Alonso de Orozco, en la segunda mitad del siglo XVI, precisamente cuando la Villa madrileña se convierte en Villa y Corte por la decisión de Felipe II de asentar en ella definitivamente la sede de la Corona Española y de sus Reinos. Josemaría Escrivá, en dos dramáticas décadas de la primera mitad del siglo XX, antes y después de nuestra Guerra Civil. Uno y otro centraron su vida en Cristo, en su contemplación amorosa, cultivada en una intensa experiencia de oración eucarística: «Si no tratas a Cristo en la oración y en el Pan, ¿cómo le vas a dar a conocer?» (Camino, 105), decía el Beato Josemaría Escrivá; y «más te vale una hora de oración que un día de lección, porque en la lección tienes por maestro al libro; en la oración al Espíritu Santo» (Vergel de Oración III, 2001), recordaba genialmente San Alonso de Orozco. Así se explican luego sus biografías humanas y espirituales, ricas en frutos de caridad pastoral y de entrega silenciosa e incesante a los más pobres del Madrid que les tocó vivir:
* El Madrid, de su primer gran desarrollo urbano, social y político, al que acuden súbditos de un Rey, en cuyos dominios no se ponía el sol, en busca de toda suerte de empleo, oportunidades de éxito y de triunfo mundanos o con el ansia de la pura subsistencia, en el caso de San Alonso de Orozco, el Predicador Real, que atendía y aconsejaba espiritualmente con una dedicación incansable al Rey y a la Corte. Eran muchos los pobres de aquel Madrid pujante, ciudad primera de la España abierta a todos los mares del mundo, en los que se volcaba el alma sacerdotal del fraile agustino. El pueblo de Madrid comenzaría a llamarle muy pronto, ya en vida, «el Santo de San Felipe», por el nombre del Convento donde tenía su domicilio en la esquina entre la Calle Mayor y la Puerta del Sol: el «Convento de San Felipe el Real».
* El Madrid de la crisis social y política y de los nuevos horizontes intelectuales y culturales de la primera mitad del siglo XX, el de las vísperas de aquél inmenso dolor de la contienda entre hermanos que fue nuestra Guerra del 36 al 39, en el caso del próximo Santo Josemaría Escrivá. Grande y polivalente era también la geografía de su pobreza. El joven Sacerdote, venido de Barbastro y Zaragoza, no cesó de ir al encuentro de los más pobres y necesitados en las barriadas y lugares más típicos donde se concentraba su miseria; a la vez que no vacilaba en acercarse a los jóvenes universitarios y universitarias para entusiasmarles con el camino de la santidad, abierto para el que descubre el amor del Corazón de Cristo, en cualquier elección de vida, estado o profesión por muy secular o por muy humilde que pudiera parecer a los ojos del mundo.
Dos biografías de Santos unidos por el vínculo siempre antiguo y siempre nuevo de la perfección de la caridad: del amor sacerdotal de Jesucristo, Salvador del hombre, asumido y practicado con perseverancia creciente hasta sus últimas consecuencias, del amor divino del que nace siempre «la nueva imaginación de la caridad» (Juan Pablo II) para cada momento histórico. La lección de los Santos para la Iglesia y para la humanidad es al final en cualquier época de la historia la lección del Amor creador y redentor de Dios, manifestado y ofrecido en Jesucristo, Nuestro Señor, para la salvación del hombre.
Esa es también la lección de los dos Santos madrileños para la España de hoy, sobre la que pesa el gravísimo problema de la permanente amenaza terrorista de ETA. Cuando en una sociedad se instala una organización que programa y realiza sistemáticamente el terror mediante el asesinato o la destrucción de bienes esenciales para la convivencia, la caridad cristiana se siente interpelada hasta lo más hondo de sí misma. Los constante e inmediatamente amenazados por el terrorismo organizado de ETA, los que fueron y son sus víctimas, se constituyen para todo cristiano, sea cual sea su vocación y misión dentro de la Iglesia, en una versión nueva, extraordinariamente actual, de la figura del pobre del Evangelio en el que se manifiesta el rostro de Cristo, al que hay que proteger, cuidar y amar eficazmente con el compromiso privado y público de las palabras y de las obras, empeñadas en su defensa y servicio incondicional por encima de cualquier otra consideración humana, del tipo que sea, que habrá de pasar necesariamente a un último plano, mientras no se erradique totalmente la amenaza terrorista. Los católicos españoles, estén donde estén, -en Madrid, en el País Vasco… en cualquier parte de España- tienen aquí una urgente prueba de toque de la autenticidad de su fe y de su amor a Cristo. En este contexto, el de nuestras responsabilidades cristianas respecto a las víctimas del terrorismo y a los amenazados por él, nos es de aplicación apremiante y sin demora -como una inaplazable llamada a la conciencia- el aviso de la primera Carta de San Juan a los cristianos de la primera hora: «Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3,18).
¡Quiera Nuestra Señora, la del «Amor hermoso», la Madre de la Gracia y de la Esperanza, de la que fueron tan tiernamente devotos San Alonso de Orozco y el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, auxiliarnos poderosamente para que nos adentremos sin vacilaciones por esa vía de la conversión al amor de su Hijo plena y sin fisuras!
Con todo afecto y mi bendición,