Mis queridos hermanos y amigos:
El derecho a la vida es un derecho fundamental del hombre. Se podría incluso afirmar que en el orden práctico es el primero de todos los derechos, puesto que en el caso de su negación y quebrantamiento todos los demás se quedarían sin sujeto de atribución, es decir, inútiles y burlados. Por ello, resulta especialmente dramático que el reconocimiento doctrinal del derecho a la vida y su respeto incondicional en cualquier ámbito de la conducta humana, individual o social, comience a ser más cuestionado y su futuro se presente más incierto precisamente cuando parecía que había llegado la hora histórica de la general aceptación de los derechos humanos.
Todavía somos muchos quienes nos tocó vivir la experiencia más o menos directa de las grandes guerras y genocidios del siglo XX. La lección de la historia nos ha movido a descubrir con una nueva sensibilidad intelectual, moral y religiosa al hombre, persona individual, dotado de una dignidad inviolable, marcado por una íntima vocación social. En este empeño, la luz del Evangelio se mostraba singularmente clarificadora: ¡todo hombre es creatura de Dios, está llamado a ser y a vivir como hijo suyo, todo hombre es tu hermano!. Pero de nuevo han vuelto a actuar como factores cada vez más funestos para un justo y solidario orden social en paz y libertad los condicionamientos nacidos del egoísmo y de las pasiones más oscuras, convertidas unas veces en odio y en otras en impasible calculadora indiferencia. Asistimos a una nueva subordinación del valor inviolable de la vida del prójimo a intereses de todo tipo -político, social, económico, etc.-, de cuya radical indignidad deberíamos avergonzarnos y arrepentirnos todos los que formamos la actual generación de ciudadanos de este planeta que puede llamarse y considerarse con toda razón «una aldea global».
En la actual crisis del planteamiento ético y jurídico del derecho a la vida s esconde, además, un aspecto de particular gravedad: el de las vacilaciones teóricas y prácticas y de las consiguientes reservas respecto a quien es titular de ese derecho: ¿el ser humano desde que es concebido en el seno materno hasta el final de sus días, independientemente de su estado, de su evolución biológica, de su salud y de sus capacidades físicas o psíquicas? Las corrientes proabortistas y eugenesias, cada vez más dominantes en nuestra sociedad, afirman abiertamente que no: el embrión, el «no nacido» con minusvalías, el anciano y enfermo terminal(…), no gozarían de ese derecho según sus más conocidos representantes, de una forma integral, la que no es susceptible d erecorte alguno. ¿El derecho a la vida de la persona, del ser humano, -vale preguntarse- queda pues a disposición del poder del hombre? La respuesta, según la lógica más elemental de lo que ellos dicen, no admite duda alguna: ¡Sí! En este medio-ambiente cultural que se ha ido creando y cultivando a través de múltiples cauces de formación e información en nuestra sociedad, y que Juan Pablo II ha calificado como «cultura de la muerte», el hombre se vuelve a quedar sólo, sometido a los poderes de este mundo, sin garantías últimas, no manipulables, de sus derechos y valores más esenciales para la consecución de una realización digna de su destino: de su bien temporal y eterno.
Cuando se vuelve la mirada del alma al interior de la conciencia y la vista histórica a nuestra herencia cristiana -que se ha extendido desde el principio, y se continúa extendiendo, más allá de los límites de lo europeo, hasta implantarse en todos los rincones del orbe- aparece como una instancia inapelable al Mandamiento de Dios, el «No Matarás», que Jesús interpreta y renueva con una hondura humano-divina sin par, extrayendo de él las más finas conclusiones prácticas, nacidas del ejemplo sublime de su amor. No basta con realizar la acción física de quitar la vida al hermano; es que tampoco se puede desear, ni programar, ni consentir su muerte; no es posible la inhibición cuando la vemos diariamente amenazada… Incluso más, no es tolerable la ofensa, la injuria, ningún comportamiento de palabra o de obra que implique agresión al prójimo. Antes bien hay que amarlo como Cristo nos amó; y al pobre, al amenazado, al indefenso: con especial ternura.
Se impone un serio y urgente examen de conciencia en la comunidad eclesial, entre los cristianos, sobre nuestro grado de vivencia de las exigencias privadas y públicas que se contienen en el Mandamiento y Evangelio de la Vida de cuyo cumplimiento nítido y pleno depende la esencia del amor cristiano: «está o cae» con él. Ayer por la noche, en la Catedral de Santa María la Almudena, hemos orado «por la vida». En nuestra Vigilia de súplica y plegaria junto a la Virgen hemos escuchado la invitación apremiante a responder más fiel y generosamente a la voluntad del Señor que busca y reclama testigos valientes del Evangelio de la Vida para nuestro tiempo: un tiempo de olvido creciente y radical de Dios. ¿Cómo va a acertar nuestra época con el camino de la salvación del hombre, que anhela la vida, dando la espalda a su Mandamiento y a su Gracia?
A Ella, a la madre de Dios y Madre nuestra, le confiamos nuestra plegaria por la conversión de los corazones a su Hijo Jesucristo Resucitado, a fin de que el hombre actual, el que está junto a nosotros en las andaduras del presente y del futuro de la historia, logre y obtenga la vida definitivamente, en el tiempo y en la eternidad: la verdadera vida.
Con todo mi afecto y mi bendición