Al iniciarse el curso pastoral 2002/2003

Es la hora del Sínodo Diocesano

Mis queridos hermanos y amigos:

Ha llegado la hora del Sínodo Diocesano de Madrid.

Será el tercero en la joven historia de una Archidiócesis que nacía en el tramo final del siglo XIX de la Iglesia particular toledana por imperativos pastorales apremiantes. Madrid y su entorno se habían convertido para entonces en una realidad social, cultural, humana y religiosa de una enorme complejidad llena de retos para la Iglesia y para los cristianos. Hoy, poco más de un siglo después, esos retos siguen vivos, es más, se han ido desvelando en toda su gravedad y urgencia a lo largo de los procesos culturales y sociales de comienzos del siglo XXI, marcados por el secularismo radical de la sociedad europea. La descristianización de importantes sectores de la sociedad madrileña es un hecho patente. La increencia y la concepción materialista del hombre constituyen la inspiración teórica y práctica de la vida de muchos madrileños. ¡Es preciso evangelizar de nuevo!

La Iglesia Universal, que en el Concilio Vaticano II había sentido ya esta necesidad como primordial para ella misma y el ejercicio de su misión en todo el mundo, ha venido insistiendo, sobre todo, a través del Magisterio de Pablo VI y, muy singularmente, de Juan Pablo II en que no hay tiempo que perder si queremos ser obedientes a la voz insistente del Espíritu que nos dice: ¡evangelizad con nuevo ardor, con renovado estilo, con el método, nunca gastado y siempre nuevo, de saber ser sus testigos con obras y palabras! El modelo del «mártir», la imagen del Apóstol, la función y el ministerio modélico y vinculante de Pedro y los Doce vuelven a nuestra memoria con una actualidad vivísima. Entre las propuestas pastorales sugeridas e indicadas por el Concilio Vaticano II para responder a esta llamada inequívoca del Señor, recogidas luego en las normas canónicas de la Iglesia que lo aplican, se encuentra la del Sínodo como una forma extraordinaria de oración, de deliberación y conversión en común, ejercitada en la comunión con el Pastor de la Iglesia diocesana, que lo convoca, preside y guía, acompañado de sus presbíteros y diáconos junto con todos los fieles laicos y consagrados, llamados a participar en el acontecimiento sinodal de acuerdo con su propia vocación y carisma.

El elemento sinodal, aplicado en la vida de la Iglesia particular, ha servido siempre desde sus orígenes como posibilidad excepcional, abierta por el Señor, para emprender con nuevo vigor espiritual y apostólico y con una purificada y rejuvenecida caridad el camino de su propia renovación y santificación internas, mirando al hombre de su tiempo, sobre todo cuando padece de la carencia de la gracia de Cristo, de la falta del anuncio de su Evangelio y de la ausencia del testimonio del amor fraterno. Seamos honrados con nosotros mismos y con Nuestro Señor: ¿No es este nuestro caso? ¿No es esta la situación real en la que se encuentran muchos de nuestros hermanos en Madrid? ¿Es responsable continuar con el ritmo autosuficiente en tantos casos y, en otros, tan rutinario, de nuestro servicio pastoral; y, lo que es más inexcusable, con la forma de vivir nuestra propia vocación personal en la Iglesia y en el mundo?

El tiempo del «mundo» y de las fuerzas que van en dirección contraria al Evangelio es muy firme, a veces da la sensación de arrollador. A la Iglesia Diocesana le toca vivir el tiempo nuevo de la esperanza que se apoya en Jesucristo, Su Señor y Salvador, Crucificado y Resucitado por nuestra Salvación, como el capítulo definitivamente victorioso y último de la gracia y el amor misericordioso de Dios; con serena firmeza, sin vacilación alguna, con el gozo de saber que «la paciencia todo lo alcanza», cuando se tiene a Dios tal como se nos ha revelado y dado en el Misterio Pascual del Señor. En el día de Pentecostés ha comenzado el tiempo pleno de Dios en la historia humana. La efusión del Espíritu Santo, prometido por Jesús, sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo de Jerusalén, les impulsa a cumplir su mandato de ir a evangelizar y bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin interrupción alguna, hasta el final de la historia. El tiempo pascual, el tiempo de Pentecostés, es el tiempo del futuro definitivo, el de la salvación y la vida imperecedera, el que no pasará jamás. También hoy y aquí en Madrid. Es nuestro tiempo: el tiempo y la hora del Sínodo Diocesano.

El Señor nos espera a todos en el camino sinodal, que ha quedado abierto en su etapa preparatoria, «como el que está a nuestra puerta y llama». No pasemos de largo y mucho menos tratemos de abrir otras sendas fuera de la comunión de la Iglesia y de sus Pastores. Contribuyamos antes bien con MARÍA, la Estrella de la Evangelización, Madre de la Iglesia, a levantar, a portar y a encarnar este SIGNO de Esperanza de nuestra Iglesia Diocesana en el Madrid de comienzos de siglo y de milenio para vivirla en su verdadera fuente, la que no defrauda, que no es otra que el Evangelio de la Verdad y de la Gracia: Jesucristo, el Enmanuel, «el Dios-con-nosotros».

Con todo afecto y mi bendición,

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