Mis queridos hermanos y amigos:
Cuando los ritmos de la naturaleza anuncian un nuevo año, la Iglesia se dispone a «salir al encuentro de Cristo que viene» convocando a todos sus fieles a la celebración del Adviento: el tiempo litúrgico de la renovada espera de la venida del Señor. No se trata ni de su primera ni de su definitiva venida, sino de la actualización de aquel su venir al mundo a través de la Encarnación en el seno de su Madre Santísima hace ya más de dos mil años con el fin de abrir al hombre el camino definitivo de la Salvación. Esperar y acoger a Jesucristo como nuestro Salvador con el anhelo interior del alma, que se abre más y más a la acción de su amor y gracia, ha sido el objeto de todos los Advientos del pasado y es también lo que da sentido al Adviento del año 2002 como una oportunidad irrepetible de conversión.
Siempre le fue necesario a la Iglesia mantener vivo el deseo y el ansia de la salvación entre sus hijos para que no desperdicien la gracia que les fue concedida; pero también para que, a través de su testimonio de palabra y de vida en medio del mundo, se despierte en el seno mismo de la familia humana el convencimiento de la necesidad de la salvación que sólo puede venir de Dios. Si a los cristianos se les enfría o entibiece la voluntad de buscar la salvación y, mucho más, si le vuelven la espalda a ese bien supremo, declarando expresa o tácitamente que no les importa lo mas mínimo ¿cómo va a poder entrar Cristo en sus vidas realizando en ellos su obra salvadora? ¿Y cómo de una comunidad eclesial entretejida de vidas superficial o aparentemente cristianas van a surgir llamamientos e impulsos convincentes y dinámicos para la conversión de los no creyentes y los alejados y menos aún las fuerzas interiores de una verdadera reforma de la sociedad digna de este nombre?
Hay un factor extraordinariamente activo en la cultura hoy dominante que dificulta grandemente el que se comprenda, sienta y acepte la necesidad de la salvación, incluso en el interior de la Iglesia: el desconocimiento o -el no reconocimiento- de la causa última del mal que aflige al hombre en su peregrinar por este mundo, acompañado siempre por la pesadilla de la muerte; o, con otras palabras, la moda social de ignorar cuales son sus raíces más íntimas que no son otras que las de su pecado. Mientras que no se quiera admitir que la naturaleza verdadera del mal del hombre pertenece al orden de las realidades morales, espirituales y teológicas, no habrá salida para él, que, por otro lado, suspira por la vida y se afana por la felicidad. Al hombre contemporáneo parece costarle mucho más que al de otras épocas el admitir clara y sinceramente que la historia de sus males comienza con la ruptura primera con Dios y que se prolonga en el presente -y proseguirá así en el futuro- con su negativa persistente a dejarse reconciliar por El y con El, incluso cuando viene a su encuentro en el modo y momento entrañablemente cercano e inefable del envío del su Hijo Unigénito en carne humana, asumiendo la forma del humilde siervo que da la vida por sus hermanos. El rechazo de Cristo eleva hasta unos límites de suma gravedad las culpas de los pueblos de la tierraantes de su venida y las del mismo Pueblo elegido de Israel, recordadas tantas veces por sus profetas.
He aquí pues la tarea espiritual y pastoral, primera y urgente, para este Adviento que hoy inauguramos con espíritu de oración y de penitencia, inmersos ya en el examen de conciencia personal y comunitario que late en la fase preparatoria del TercerSínodo Diocesano de Madrid: despertar y purificar nuestra conciencia, confesando que somos pecadores sin hipocresías y, sobre todo, sin el orgullo de pretender superar nuestros pecados con solo nuestras fuerzas, antes bien esperando confiada y gozosamente al Salvador, a Cristo, el Señor y corriendo a su encuentro. Sólo así podremos hablar al hombre y hermano que tenemos al lado con la verdad que no engaña ni defrauda; podremos hablarle de laesperanza, de la esperanza ya firme que sabe estar y mantenerse en vela sin miedo al futuro, con el acierto del que ha encontrado la luz para el día a día de la vida; acierto garantizado por la buena noticia del Señor que se acerca a todos los tiempos y lugares donde el hombre construye su historia y se juega su destino temporal y eterno.
Recurramos a María, que nos lo ha traído y trae constantemente con amor maternal, y el nuevo y feliz encuentro con el Hijo, Jesús, se logrará.
¡Un santo, piadoso y esperanzado tiempo de Adviento!
Con todo afecto y mi bendición,