Esperando al Papa
Mis queridos hermanos y amigos:
Se acerca la Semana Santa con la perenne actualidad del Misterio de la Pasión, Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, el momento supremo de su oblación sacerdotal al Padre por nosotros y por nuestra salvación. La Iglesia nos prepara, para celebrarla fructuosamente, con la bellísima oración colecta de este último domingo de Cuaresma, en la que pedimos al Señor que nos ayude con su gracia para vivir «siempre de aquel mismo amor que movió a su Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo». Desde aquellos días de la Jerusalén teñida por la sangre de Jesús, el Nazareno, estremecida en los cimientos mismos de la ciudad que tiembla y se sobrecoge después de su muerte en la Cruz, hasta esta Semana Santa del año 2003 que los hace presentes y nuevos para la Iglesia y el mundo de comienzos del siglo XXI, nunca ha estado en juego otra cosa que el que el hombre se deje transformar por el amor misericordioso y redentor de Dios, o, viéndolo desde la perspectiva de la libertad del hombre, que el que éste aprendiese a amar con el mismo corazón del Hijo de Dios, traspasado por la lanza del soldado romano en la Cruz en la que había sido clavado. ¡Qué urgente es tomar conciencia de esta oferta del Amor de Dios, insuperable e inaudita en su forma y en su contenido, en estos instantes tan cruciales de la historia del mundo! ¿O es que se volverán a repetir de nuevo las actitudes de los huidos que abandonaron a Jesús en aquella hora trascendental de la humanidad, de los cobardes que le negaron y de los cínicos que le traicionaron? Mucho pecaron los que rodeaban al Maestro en esas circunstancias decisivas para la salvación: unos por comisión -sus perseguidores y verdugos- y, otros, por omisión -sus discípulos y amigos-, sin excluir al pueblo que después de haberle aclamado fervorosamente a su entrada en la Ciudad Santa, en las vísperas de las Fiestas de Pascua, reniega de él ante Pilatos y los Sumos Sacerdotes. Y, sin embargo, mucho más hemos pecado -y pecamos- nosotros cuando persistimos en la dureza del corazón, en la ruptura con la ley del amor a Dios y al prójimo y, lo que es más tremendo, en la negación a confesar su Nombre delante de los hombres; precisamente nosotros los que le hemos conocido, como resucitado y ascendido a la derecha de la Majestad de Dios, siendo bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No, no nos quedan disculpas.
Son muchas las señales que podían observarse desde hace tiempo en el panorama actual de la humanidad, que apuntaban a una crisis profunda de civilización, de cultura y, en definitiva, de espíritu al afrontar el nuevo siglo y el nuevo milenio. El Santo Padre las interpretaba en su Carta Encíclica «Novo Millenio Ineunte» certeramente, en clave pastoral para la Iglesia y con clarividencia profética para el mundo. Programas y estilos de vida personal y social, los de los países más ricos y desarrollados técnicamente, centrados en el goce de la riqueza y el bienestar material al coste que sea, aún el de la implantación sistemática de «una cultura de la muerte» que cuestiona los derechos y las instituciones más fundamentales para el hombre -los de la vida, los del matrimonio y de la familia-, las vemos situadas frente a extremadas carencias de los bienes más elementales para la subsistencia, la salud, la educación y la dignidad de la persona humana, que padecen una gran mayoría de los pueblos de la tierra, envueltos incluso en la tragedia interna de las guerras sin fin. No puede uno imaginarse mejor caldo de cultivo de los odios encendidos y los egoísmos impenetrables en los que prende y crece como connaturalmente la semilla del terrorismo y de la guerra. Hay que recuperar «el hombre», es preciso afirmar su dignidad inviolable con toda la plenitud de su valor natural y sobrenatural de hijo de Dios. Cristo le ha amado hasta dar la vida por él entregándose a la muerte y una muerte de Cruz. La Semana Santa que se avecina, con el trasfondo de la guerra en Irak de la que pedimos con insistente plegaria su pronto fin, representa una nueva llamada de la gracia dirigida a la conciencia cristiana, de todos y cada uno de nosotros para que nos abramos al amor redentor, reconciliador y misericordioso del Salvador del mundo, dispuestos a ser testigos de ese Amor en todas las circunstancias de la vida.
No hay tiempo que perder en la preparación de la próxima la visita apostólica del Papa. Nos vendrá como un regalo excepcional de Pascua: como uno de sus signos más gozosos. Con él sentiremos renovado el aliento de la esperanza en el triunfo de la gracia del Resucitado y de su Cruz gloriosa. Juan Pablo II nos confirmará de nuevo en la fe y en la comunión de toda la Iglesia que encara el siglo XXI de la mano de la Virgen María, Madre de la Esperanza pascual, con el «duc in altum»: «¡remad mar adentro!» que él tanto nos inculca. La cosecha es nuestra: es la cosecha de amor y de paz -la Paz de Dios- de las nuevas generaciones de jóvenes de Madrid y de España. La santidad florecerá de nuevo en sus almas como el mejor fruto de esta Pascua florida del año 2003, bendecida con la visita de Juan Pablo II, el Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia Universal, nuestro Pastor, que nos interpelará y enviará en nombre de Jesucristo glorioso, Rey del Universo y Principie de la Paz, diciéndonos: ¡seréis mis testigos!».
Con todo afecto y mi bendición,