Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
«Se llenaron todos del Espíritu Santo, y hablaban las maravillas de Dios» (Hch 2, 4.11). dios sigue obrando en nuestro mundo, y con una generosidad desbordante llena los corazones de sus hijos con el don del Espíritu Santo que envía a nuestros corazones.
Cuando estemos celebrando la Solemnidad de Pentecostés, habrá pasado un mes de la visita que el Santo Padre realizó a España. Días intensos, Pentecostés adelantado para la Iglesia en Madrid. El Espíritu Santo nos concedió vivir de un modo nuevo su presencia entre nosotros. El Santo Padre, con su visita, ha renovado nuestra entrega y nuestro deseo de servir fielmente a la Iglesia. Para todos los que tuvimos la oportunidad de participar en los diferentes actos, aunque fuera por televisión, ha supuesto una renovación interior, y un nuevo impulso a nuestro afán apostólico.
En el encuentro que el Santo Padre mantuvo en Cuatro Vientos, y junto al testimonio hermoso de los jóvenes que contaron su experiencia, él nos manifestó cómo, tras cincuenta y seis años de sacerdocio, el servicio a Dios y a los hombres merece la pena. Este testimonio, junto con el de los enfermos allí presentes, o el de los jóvenes que nos hablaron, fue una nueva manifestación de la presencia del Espíritu entre nosotros.
Estoy seguro que todos, como yo mismo, sentísteis aquellos días que un nuevo Pentecostés se estaba produciendo en nuestra diócesis. Con la llegada de cientos y cientos de miles de jóvenes y de adultos de todas las diócesis de España -¡más de un millón!-, con la riqueza manifestada en la pluralidad de vocaciones concretas que se descubrían por las calles de nuestra ciudad, hemos revivido aquella primera predicación de Pedro en Jerusalén y hemos oído hablar de las maravillas de Dios (cf. Hch 2,10). El sucesor de Pedro, visitando nuestra nación, ha provocado otro nuevo prodigio en el corazón de los que estábamos allí y hemos sido testigos de la acción del Espíritu Santo.
Esto ha suscitado en mi alma, como Pastor de la Diócesis, un profundo sentimiento de agradecimiento al Señor por todo lo que hemos vivido. Ahora, ante la fiesta de Pentecostés, pido de nuevo al Espíritu de Dios que llene los corazones de sus fieles y encienda en todos nosotros la llama de su amor. ¡Qué hermosa fiesta! La llegada del Espíritu Divino a los apóstoles reunidos en oración, junto con María, la madre del Señor, es el comienzo de la predicación apostólica. La Iglesia desde entonces lleva a los hombres y mujeres la Buena Nueva, el mensaje salvador de Cristo. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8,26) y nos anima a dar un testimonio veraz de nuestra fe.
Ese Espíritu nos impulsa a sembrar la paz de Dios en el corazón de los hombres: la paz que el mundo no puede dar, sino que procede del Corazón de Cristo. Esa paz que el mundo ansía, y que se ve quebrantada en tatas ocasiones por el pecado del hombre. La paz fue el saludo de Cristo resucitado a sus apóstoles. Es el saludo de los pastores de la Iglesia a los fieles: «La paz del Señor esté con vosotros». Pedimos al Señor que «la Iglesia sea, en medio de nuestro mundo, dividido por las guerras y discordias, instrumento de unidad, de concordia y de paz» (Plegaria Eucarística V/D).
Este ha sido también el mensaje de Juan Pablo II en su reciente visita: «la espiral de violencia, el terrorismo y la guerra provoca, todavía en nuestros días, odio y muerte. La paz -lo sabemos- es ante todo un don de lo Alto que debemos pedir con insistencia y que, además, debemos construir entre todos mediante una profunda conversión interior. Por eso, hoy quiero comprometeros a ser operadores y artífices de paz» (Juan Pablo II, Saludo inicial en el Aeródromo de Cuatro Vientos, 3).
La Comisión Episcopal de Apostolado Seglar ha elegido, para esta fiesta de Pentecostés, en la que celebramos el Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, un lema que hace referencia a esta inquietud del corazón del Papa y de la Iglesia. «Cristianos laicos, instrumentos de paz».
Los seglares estáis llamados a ser los sembradores de la paz que el Espíritu Santo ha puesto en vuestro corazón. La responsabilidad de la paz no recae solamente en quienes tienen autoridad en los gobiernos de las naciones. Cada uno en su lugar, en las familias, en los trabajos más dispares, en los lugares de descanso y convivencia, debe sembrar con su ejemplo y con su palabra, como verdadero testigo de la fe, la paz del Señor.
Ahí radica la grandeza de la vocación cristiana vivida por los seglares. Sin miedos ni complejos, con libertad de espíritu, implantan en el mundo el Reino de Cristo: «reino eterno y universal; el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz» (Prefacio de la solemnidad de Cristo Rey). Ser sembradores de paz, tal como nos recordaba Su Santidad, implica la conversión del corazón. Tenemos que vivir esa paz nosotros. Para poder entregarla debemos nosotros mismos poseer esa paz interior, que es fruto de nuestro deseo de agradar a Dios en todas las cosas y de vivir en justicia y amor con los demás. Esa paz del corazón la han tenido los hombres y mujeres que nos precedieron en nuestro peregrinar por la tierra, a pesar de las dificultades y contrariedades que tuvieron que soportar. Esa paz la tienen hoy quienes viven con rectitud de corazón, los que buscan la voluntad de Dios y la cumplen. Los bautizados buscan esa voluntad en los ámbitos y compromisos en los que se desenvuelve su vida cotidiana. Allí, viviendo las virtudes humanas y cristianas, conforman su vida con el querer de Dios y buscan realmente la santidad personal.
Conviviendo con los demás en la vida ordinaria serán capaces de transmitir la paz a los hombres. Si siempre ha debido ser así, cuánto más en nuestros días en los que los hombres viven con angustia y tensión muchas de sus ocupaciones. La vida de familia está a veces llena de dificultades, de situaciones dolorosas y complejas: «en contraste con su vocación originaria de paz la familia es, por desgracia y no raramente, lugar de tensiones y agresiones o bien víctima indefensa de las numerosas formas de violencia que marcan a nuestra sociedad» (Juan Pablo II, Mensaje, 1 de enero de 1994). El trabajo provoca en muchos también desencanto y nervios y el mismo descanso se ha transformado en un momento para hacer muchas cosas que ni sosiegan ni alivian, en muchas ocasiones, las tensiones interiores. Ser sembradores de paz y de alegría significa que el seglar está como la levadura en la masa, ofreciendo al mundo, a los más cercanos, la solución de sus angustias y la respuesta a sus interrogantes.
Como el Santo Padre nos ha recordado hace apenas un mes, es la vida interior, la relación con Cristo, la única fórmula para poder transmitir a la sociedad la paz que el mundo no puede dar pero de la que están tan necesitados nuestros coetáneos.
En este día de Pentecostés en el que recordamos el valor y la dignidad del apostolado de los seglares, quiero hacer un llamamiento a todos los fieles de la Diócesis de Madrid a tomar en serio la necesidad de evangelizar, de transmitir con entusiasmo y perseverancia el Evangelio de Cristo. Sólo acercando a los hombres el amor de Dios, seremos capaces de construir esa civilización del amor, en la que el hombre, todo hombre, viva conforme a su dignidad de hijo de Dios y se pueda ir consolidando la paz en el mundo.
Las asociaciones y movimientos que han ido surgiendo a lo largo de los siglos de la vida de la Iglesia han nacido, en muchas ocasiones, con esa vocación evangelizadora desde dentro del mundo. Por ello han sido tan importantes en el desarrollo de la cultura de la paz en el mundo y sociedad contemporáneas. La Iglesia no sólo las mira con afecto sino que las propone como verdaderos vehículos de transmisión de la fe en Cristo Jesús.
Al comienzo de su pontificado el Santo Padre le especificaba a la Acción Católica cuál debía ser ese talante peculiar de sus militantes en su testimonio cristiano: «¿Qué debe hacer la Acción Católica?» Llevar la sonrisa de la amistad y de la bondad a todos y a todas partes. El error y el mal deben ser siempre condenados y combatidos; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado. Las recriminaciones, las críticas amargas y polémicas, las lamentaciones sirven de poco; debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestra época. Un ansia de amor debe brotar continuamente del corazón de la Acción Católica» (Juan Pablo II, 30-XII-78).
Por su específica vinculación con las Diócesis, la Acción Católica está siempre presente en el corazón del Obispo que encomienda a sus militantes el trabajo apostólico de modo orgánico y organizado. Ante el reto de la llamada del Santo Padre a la evangelización, los miembros de esta asociación deben sentir no sólo la responsabilidad de ser apóstoles sino también la alegría de saberse llamados de un modo peculiar a implantar la Iglesia en el corazón del mundo y de la sociedad en estos comienzos del siglo XXI: ¡un magnífico servicio a la paz en este comienzo de siglo y de milenio, tan conmocionado por la violencia terrorista y por las guerras!
Animo en este día hermoso de Pentecostés a que todos valoremos el esfuerzo de los militantes de Acción Católica y de tantos otros movimientos eclesiales, por sacar adelante los proyectos de la Iglesia, así como a redescubrir el valor del apostolado asociado de tal modo que entre todos lo fomentemos en nuestras parroquias como instrumento de formación, de profundización en la fe y de vivencia apostólica de niños, jóvenes y personas adultas.
Pido a nuestra Señora de la Almudena que la solemnidad de Pentecostés reavive en todos nosotros, y muy especialmente en los miembros de la Acción Católica y de los otros movimientos eclesiales, el deseo de santidad y de apostolado que el Santo Padre Juan Pablo II dejó en su viaje a España.
Con todo afecto y mi bendición