Homilía en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Pza. de Oriente; 22.VI.2003; 19:00 horas

(Ex 24,3-8; Sal 115; Hb 9,11-15; Mc 14,12-16.22-26)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

I. LA IGLESIA VIVE DE LA EUCARISTÍA.

La Iglesia Universal y cada Iglesia Particular. Nuestra Iglesia Diocesana de Madrid vive también de la Eucaristía. Y, por el contrario, cuando en la Iglesia, sea cual sea el lugar en el que se encuentre encarnada, se olvida, minusvalora o relativiza el Santísimo Sacramento de la Eucaristía instituido por Jesucristo Nuestro Señor como «sacrificio, presencia y banquete», se abre el camino al debilitamiento progresivo e imparable de la vida cristiana, a la rápida desaparición del vigor apostólico, e, incluso, a la pérdida de toda capacidad de Evangelización.
El Santo Padre ha querido en su última Carta Encíclica sobre la Eucaristía -«Ecclesia de Eucaristia»- volver a recordar la verdad plena e íntegra del Misterio Eucarístico que es Sacramento de Nuestra Fe por antonomasia, dado que en él se contiene todo el don y misterio de nuestra Salvación: el don de Cristo en su totalidad. Porque el don eucarístico del Señor «es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación» (EexE. 11). No es extraño pues que el Papa haya querido, como él mismo dice, suscitar de este modo «el asombro eucarístico» de toda la comunidad eclesial, a fin de ahondar de verdad en el programa que ha dejado a la Iglesia «con la Carta Apostólica NOVO MILLENIO INEUNTE y con su coronamiento mariano ROSARIUM VIRGINIS MARIAE», cuya esencia e inspiración fundamental consiste en «contemplar el rostro de Cristo y contemplarlo con María», y así «remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización» (EexE. 6).
Nuestra Iglesia diocesana necesita compartir intensamente «este asombro». Yo diría, lo precisa con urgencia ante la tarea de la preparación de su Tercer Sínodo Diocesano que nos reclama con fuerza un compromiso neta y limpiamente evangelizador. Puesto que, o es vivido y sentido como «un proceso de conversión verdaderamente espiritual» que nace y se alimenta de esa auténtica y plena experiencia y piedad eucarísticas, o no llegará nunca a fructificar en un nuevo capítulo de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones y a la sociedad madrileña de hoy. ¿Es que hay otra vía alternativa a la de caminar juntos al encuentro y contemplación del rostro eucarístico de Cristo a la hora de afrontar y vencer la tentación y la seducción ejercidas por la cultura imperante del agnosticismo materialista, centrado en el puro y duro ideal del pasarlo bien a toda costa, caiga quien caiga? Ciertamente no.

LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO, «EL CORPUS», nos ofrece este año en Madrid una oportunidad singular para proclamar la verdad plena de la Eucaristía y ofrecerla y proponerla públicamente- aunque no imponerla- a nuestros hermanos y conciudadanos.
Hace poco más de un mes, el Santo Padre nos dirigía una vibrante llamada a ser «testigos» del Evangelio, el que hemos heredado a través de una historia excepcional de raíces cristianas, cultivadas con primor por nuestros mayores durante muchos siglos -casi dos milenios- sin separarse nunca del seno de la Iglesia Católica. La llamada resonaba en el corazón de la ciudad de Madrid y la interpelaba directamente, pero para ser sus testigos dentro y fuera de España, ejercitando el testimonio tanto dentro de las comunidades cristianas como en medio de la sociedad. ¡Todo un desafío pastoral y apostólico para la Iglesia en España y, no en último lugar, para nosotros, la Iglesia diocesana de Madrid! Para sus Pastores, sus sacerdotes, los consagrados, los fieles laicos, los matrimonios y las familias cristianas.
Nuestra celebración del «Corpus» de este año debe ya decididamente orientar e impulsar nuestra respuesta en la línea correcta teológicamente y fecunda espiritual y pastoralmente, y que no puede ser otra que la de una síntesis de fe y de vida, alentada y animada por «el asombro eucarístico» del que habla Juan Pablo II. Veamos de nuevo con los ojos de una fe eucarística, desplegada en toda la riqueza de sus contenidos sacramentales lo que significa vivir de la Eucaristía; tratemos de llevar a la práctica personal y pastoral de todos los días lo que la Iglesia ha ido descubriendo y desvelando en el Misterio del Sacramento Eucarístico hasta el mismo Vaticano II a través de sus espléndidas perspectivas eclesiales y litúrgicas; y acertaremos. El Papa resume genialmente lo que implica vivir la plena experiencia eucarística de este modo:
«El Misterio Eucarístico -sacrificio, presencia, banquete- no consiente reducciones ni instrumentalizaciones, debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada» (EexE. 61).
Se comprenden y asimilan bien pronto las palabras del Papa si se atiende y secunda sin vacilaciones su invitación de acudir a «la Escuela de María, ‘Mujer Eucarística'», la que verdaderamente sabe introducir a los hijos en el conocimiento pleno del Hijo, siguiendo una exquisita pedagogía, la de su amor materno: divino y humano a la vez.

LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA.
Es cierto que en los relatos evangélicos no se menciona la presencia de María junto a su Hijo cuando instituye el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Pero sí se la ve acompañando a los Apóstoles y cómo está y permanece con ellos en el Cenáculo de Jerusalén cuando unidos en la oración esperan la venida del Espíritu obedeciendo el mandato del Señor Resucitado. Y hay que suponer, además, que su presencia no faltó nunca en las primeras celebraciones eucarísticas de la comunidad cristiana naciente, reunida en torno a los Doce para escuchar sus enseñanzas «y partir el pan». Sin duda, Ella, con la misma discreción con la que estuvo al lado su Hijo en el tiempo de su vida mortal, iluminaría y alentaría sencilla y humildemente la vivencia plena del amor fraterno, especialmente con los más pobres, en el interior y en el exterior de la comunidad de los discípulos que crecía sin cesar. Sin embargo, lo más importante es su relación con la Eucaristía a partir de su actitud personal, tal como la expone el Papa al afirmar de María con extraordinaria lucidez teológica que «es mujer ‘eucarística’ con toda su vida» (EexE. 53).
Desde su «fiat» a lo que le pide el Señor, ofreciendo su seno virginal para la Encarnación del Verbo; a partir de su firme confianza en la gracia de su Hijo en la Bodas de Caná -«haced lo que Él os diga»-; y hasta el «Stabat Mater» al pie de la Cruz…, se dibujan los rasgos más hondos y sublimes de cómo debemos de vivir la Eucaristía. Detengámonos con Ella, sin prisas, en el momento supremo del sacrificio del Hijo, acompañémosla piadosamente en el instante en que Jesús hace al Padre la oblación de su Cuerpo y de su Sangre en la Cruz, y veremos cómo se rasga espiritualmente su corazón de madre al mismo tiempo que queda herido mortalmente el Corazón Divino de su Hijo, y cómo acepta así, sin reserva alguna, ser la Madre de todos los hombres. ¿Cabe otra fórmula de sumarse al sacrificio de Cristo y a su amor redentor, ofreciendo nuestras vidas diariamente con Él al Padre, implorando su misericordia y abriendo el corazón a su gracia en la lucha contra el pecado y el maligno, que no sea la de comulgar su Cuerpo y su Sangre como alimento de santidad para la vida eterna y vigor del Espíritu Santo para el testimonio comprometido del amor fraterno preferentemente con los pobres y pecadores? No, no hay otro itinerario para acercarse al Sacramento del «Amor de los Amores» que el de María, Virgen Dolorosa y Madre del Señor y Salvador, Asumpta al Cielo, «la Mujer Eucarística» de la que nos ha hablado el Papa.
Estemos pues seguros: si acudimos a la Virgen María, Virgen de La Almudena, con la actitud evangélica del niño que busca el regazo de su Madre, dejándose llevar y amar por Ella, encontraremos a Cristo en la expresión sacramental más plena y actual de su amor redentor. Con María encontraremos todos los días a Jesús Sacramentado en «la fracción del Pan» y en los sagrarios de nuestras Iglesias como aquel que nos invita a entrar en el misterio de su amor misericordioso, a fin de que lo sepamos reflejar y testimoniar en todos los aspectos de la vida con la reparación de los pecados y el amor sencillo y auténtico a los más pobres de alma y de cuerpo. Y, sobre todo, lograremos celebrar este «CORPUS» tan singular del Madrid del año 2003, el de la Visita Apostólica de Juan Pablo II, como un providencial paso para experimentar cada uno de nosotros y toda la Iglesia Diocesana la riqueza salvífica del Santísimo Sacramento de la Eucaristía con nueva y fresca verdad, con renovada y comprometida fidelidad a la llamada a «ser sus testigos», testigos del Evangelio, del que tanto necesitan y al que tanto añoran los hombres de nuestro tiempo.

A m é n .

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