Homilía en la Solemne Eucaristía de la Fiesta de San Juan María Vianney

Sanctuaire d’Ars, 4.VIII.2003, 10:00h.

(Ez 3,16-21; Sal 102; 1Co 1,26-29; Mt 9,35-10,1

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

“Yo te mostraré el camino del cielo”

Apenas llegado a Ars, su nuevo destino, el último pueblo de la diócesis con apenas 250 habitantes, Juan Maria Vianney, el nuevo cura, se encontraría un día invernal de febrero de 1818 con un muchacho y pequeño pastorcillo, a quien le revelaría con una sola y sencilla frase lo que hoy llamaríamos la clave de su programa pastoral: “Je te montrerai le chemin du ciel”. Toda la trayectoria personal de aquel sacerdote humilde, con apenas tres años de experiencia ministerial, había estado marcada por ese objetivo: encontrar en la vida el camino del cielo y seguirlo incondicionalmente, venciendo obstáculos de toda índole: particulares, familiares y vocacionales, a primera vista insuperables. Y, cuando lo encuentra, quiere por la vía del sacerdocio ministerial hacer partícipes del hallazgo gozoso a los demás. En la vida del Santo Cura de Ars se hizo patente para sus feligreses, primero, y para la Iglesia y los hombres de su tiempo, luego, la realización evangélica del pastor que prolongando y haciendo viva y actual la presencia del Señor “al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor” (cfr. MT. 9,36). La irradiación pastoral de su ministerio parroquial ejercido en una remota aldea de la Francia de su tiempo no pudo ser mayor. Cuarenta largos años de confesionario, frecuentado por millares y millares de personas de toda condición y procedencia social y cultural, lo atestiguan abundantemente. El secreto de aquella fecundidad apostólica sin precedentes se encerraba en ese programa de vida expresado con tanta y tan genial concisión evangélica: mostrar el camino del cielo a todos y a cada uno de los hombres que se acercasen a él.
En el ambiente social y cultural post-revolucionario
Hablar del cielo en el ambiente social y cultural de la Francia y de la Europa post-revolucionaria, fascinada cada vez más por los ideales de un progreso material entendido y explicado como el verdadero horizonte para un futuro feliz del hombre, arrinconando a Dios y a toda la herencia cristiana en el baúl de los recuerdos, era un empeño humanamente muy difícil, aunque cada vez más urgente desde el punto de vista pastoral. Para la gran crisis de fe y de existencia cristiana por la que atravesaba la nueva sociedad supuestamente de los ciudadanos libres e iguales, nacida de los ideales de la Revolución, sólo cabría una respuesta: la de la propuesta nítida del Evangelio de la salvación que únicamente viene y puede venir de Dios. Esa sería la respuesta de San Juan Maria Vianney, el Santo Cura de Ars, que con su apostolado de párroco rural, entregado sin descanso a la salvación de las almas, abría un capítulo nuevo de la auténtica renovación de la Iglesia y, de un modo especialmente significativo, del sacerdote secular: de su figura espiritual y de su ministerio pastoral. Lo que iba a permitir una superación creciente de esas grandes crisis internas y externas con las que la Iglesia tuvo que enfrentarse después del gran embite revolucionario y de la secularización que se imponía en todos los países de Europa. Nuevos carismas, nuevas formas de vida consagrada; el surgimiento de un apostolado seglar, comprometido con la libertad de la Iglesia dentro de los esquemas políticos, culturales y socio-económicos, introducidos por el liberalismo rampante; un acercamiento nuevo al panorama cada vez más grave de la pobreza en amplias capas de la población urbana… todo ello irá viendo la luz a lo largo de la historia de la Iglesia del s. XIX, cada vez más unida en torno al Primado del Romano Pontífice. La semilla de los mártires y la de los santos, como la sembrada por el Cura de Ars, muy ya al comienzo de la nueva era histórica, daba sus frutos.
La gran propuesta de la vida que nace de la conversión a Dios
Juan Maria Vianney se había concentrado en la gran propuesta de la vida que nace de la conversión a Dios que nos ha revelado su infinita misericordia y su amor desbordante a los pecadores en el Misterio de la Encarnación y Pascua de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación y la del mundo entero. El la había hecho el centro de gravedad espiritual de su historia personal desde los años de su primera comunión clandestina y las peripecias del servicio militar hasta el largo y paciente camino de su vocación y formación sacerdotal al lado de Don Balley, con una perseverancia admirable y con una actitud de apertura incondicional y penitente a la presencia y acción de la gracia. Luego el Señor lo escogerá a él, precisamente a él, el seminarista de vocación tardía, venido de familia aldeana, pobre y rústica, pero de admirable reciedumbre de fe y caridad cristiana; sin formación escolar previa, al que le cuestan los estudios eclesiásticos de la época mucho más de lo normalmente exigido por los responsables académicos de su seminario diocesano; sí, a él le eligirá el Buen Pastor para descubrir a la Iglesia de su tiempo dentro y fuera de Francia, desde una desconocida parroquia rural, la perenne novedad de la riqueza insondable del amor misericordioso de Cristo manifestada en el Sacramento de la Penitencia. Al cuidadoso cultivo de la pastoral de este sacramento, practicada con exquisito celo y amor por cada penitente, dedicará la práctica totalidad de su tiempo y de su ministerio sacerdotal. Su estilo será el del sacrificio sin límites, identificándose con Jesucristo Crucificado hasta el último aliento de su existencia terrena. Aquí radicaba el nervio de su propuesta espiritual y sacerdotal: en su concepción y configuración del itinerario de la vida como camino del cielo.
También hoy urge hablar del “camino del cielo”
También hoy, en la Iglesia y en la sociedad de comienzos del tercer milenio, urge hablar del “camino del cielo” como la forma fecunda y salvadora de abordar el sentido de la existencia del hombre y de su historia. Si el contexto histórico-espiritual del s. XIX estaba marcado por una impregnación secularista de la sociedad y de la cultura que no querían conocer otro futuro que el del éxito intramundano -¡la felicidad es cosa exclusivamente de este mundo!-, mucho más radical y profundamente ocurre ahora con la situación cultural de las sociedades europeas actuales. “El principio esperanza” planteado desde las simples coordenadas de este mundo y de su historia -leída frecuentemente en clave marxista- sigue apuntando exclusivamente a “la tierra” con exclusión explícita del cielo como fin del hombre y razón última de su existencia. Se ha llegado incluso dentro de la Iglesia a medir primariamente el valor de lo cristiano y la calidad de su servicio pastoral por su grado de eficacia temporal en el campo de las realidades socio-políticas; hasta el punto de desconocer -no raras veces- la categoría “del cielo”, bajo el pretexto de sus posibles efectos alienadores, en los mismos procesos catequéticos de la formación y la práctica de la vida cristiana. A pesar de que el Concilio Vaticano II había sido claro y extraordinariamente lúcido al respecto: “Se nos advierte sanamente que de nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo -dice el Concilio en su Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de nuestro tiempo-. No obstante la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en la que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios… El Reino está ya presente en esta tierra misteriosamente; se consumará cuando venga el Señor” (GSp, 3a). Pero la tentación del secularismo era, y es, sobremaneramente fuerte fuera y dentro de la comunidad eclesial.
Por ello se ha convertido en urgencia inaplazable el recuperar la verdad plena y gozosamente vivida del Evangelio de Jesucristo, Redentor del hombre, fuente de toda esperanza. Juan Pablo II iba a establecerlo como objetivo y eje magisterial y pastoral de su Pontificado desde el mismo día de su elección como Sucesor de Pedro. Todavía no se puede rememorar sin emoción su “abrid las puertas a Cristo”, dirigido como un grito lleno de amor a la Iglesia y al mundo desde la logia de la Basílica de San Pedro en aquella jornada memorable y tan trascendental para la historia contemporánea de la Iglesia. El Gran Jubileo del Año 2000 se desvelaría veintidós años más tarde como el momento culminante de aquel proceso eclesial de abrir de par en par el corazón de la Iglesia al corazón de Cristo, iniciado por el Sucesor de Pedro el día de su elección como nuevo Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal. No hace muchos días, el pasado 28 de junio, el Papa entregaba a la Iglesia en Europa su Exhortación Apostólica “Ecclesia in Europa” en el marco único de la Basílica de San Pedro al finalizar el oficio solemnísimo de las Vísperas de la Fiesta de los Príncipes de los Apóstoles Pedro y Pablo. ¿Cómo no ver en su programa del Evangelio de la Esperanza, que hay que confesar, proclamar y servir con toda fidelidad al Señor, “viviente en su Iglesia”, como un eco concretado para la emergente sociedad europea actual de aquel primer impulso apostólico del “no tengáis miedo, abrid las puertas de toda vuestra existencia a Cristo”? Las huellas del año jubilar en la Exhortación pontificia son evidentes. El Papa, al presentar su programa pastoral para la Europa de hoy, no vacilará en afirmar que “Jesucristo es la esperanza de toda persona porque da la vida eterna”, ni dudará en reclamar nuestra conversión pronta y honda: “Jesucristo llama a nuestras Iglesias en Europa a la conversión” (cfr. Eccl. Eur. 21 y 23).
San Juan Maria Vianney “centinela de la esperanza”
San Juan Maria Vianney, el aparentemente poco dotado desde el punto de vista intelectual, el débil, el nada valioso a los ojos del mundo, se nos presenta hoy en el día de su Fiesta, celebrada en el Santuario donde reposan sus restos, como un “centinela de la esperanza” para el nuevo Pueblo de Dios en el umbral de un inédito, grave, pero a la vez esperanzado período de su peregrinación terrena. “Centinela”, que advierte y anima sobre todo a los sacerdotes diocesanos a elegir como hilo conductor, espiritual y pastoral, de sus vidas la conversión a la gracia de Cristo, vivida fiel y progresivamente, haciendo suya día a día la vocación a la santidad a través, sobre todo, de una acendrada vida interior y de una dedicación al ministerio del Sacramento de la Penitencia como lo enseña la Iglesia y como lo ha practicado él, el Santo Cura de Ars.
De este modo, contando con su intercesión, y bajo el amparo de María Madre de la Iglesia, estaremos dispuestos, con la valentía humilde y decidida de la caridad de Cristo que nos urge, a ser testigos del Evangelio de la Esperanza para Europa y el mundo. Y porque “en estos tiempos son menester amigos fuertes de Dios para sustentar a los flacos” (cfr. Santa Teresa de Jesús, Vida, 15,5), le suplicamos a María Inmaculada, Virgen de Lourdes: “María, Madre de la Esperanza: ¡camina con nosotros!… ¡vela por nosotros!… ¡protege la humanidad del tercer milenio! (Cfr. Eccl. Eur. 125).

A m é n.

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