Más cerca de los que están lejos
Mis queridos hermanos y amigos:
Juan Pablo II ha instaurado el día mundial del enfermo haciéndolo coincidir con la Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes. La aparición de la Virgen a Bernardeta Soubirous en la cueva de Massabielle cerca de Lourdes en un día húmedo y frío del Sudoeste francés de febrero de 1858, que por deseo expreso de la Virgen manifestado en la tercera aparición, se reiterará quince días más, significaba una muestra de excepcional y extraordinaria cercanía para con el hombre enfermo de un siglo y de una época, la nuestra, marcada por una dramática perplejidad ante el fenómeno del mal y de la muerte, a la que se ha pretendido y continúa pretendiendo vencer con la pura y desnuda aplicación de la capacidad y de las solas fuerzas humanas, por cierto sin llegar a obtener los resultados esperados. A las nuevas enfermedades del cuerpo se suman las del interior del hombre -las psicológicas- y las del alma. Muy entrelazadas unas y otras. Los planteamientos científicos en los campos de la salud, la forma social de abordar los problemas del enfermo y las modas culturales a la hora de presentar a las nuevas generaciones el siempre lacerante enigma de la enfermedad, se han movido en estos siglos del progreso tecnológico, a primera vista imparable, en un contexto de lejanía cuando no de ignorancia de Dios y de su Ley. En claro contraste con este optimismo inmanentista el hecho más frecuente es que el enfermo contemporáneo se encuentra y se siente cada vez más sólo. Sólo y alejado de la presencia cálida y amorosa de los suyos y del entorno social en el que han discurrido su vida y su trabajo, los momentos de tristeza y las oportunidades para la esperanza. Su soledad se torna especialmente dolorosa cuando busca el sentido y la explicación última de lo que le está ocurriendo, de sus sufrimientos corporales y espirituales; sin hallar a nadie a su lado que le hable de Dios y de su Evangelio: el de su Hijo hecho hombre, carne y sangre, por nosotros y crucificado por nuestra salvación. Se dan incluso -no pocas veces- circunstancias en las que hasta los propios familiares y allegados no sólo se callan o les confunden a esa hora de las últimas y definitivas preguntas, sino que además impiden que otros lo hagan, cerrando el paso al sacerdote, al amigo y hermano de la comunidad parroquial u otra a la que han pertenecido y pertenecen.
La Santísima Virgen, la Madre de Dios y Madre nuestra, en virtud de una delicadísima muestra del amor misericordioso de su Hijo Jesucristo para con los hombres de nuestro tiempo, rompía esa soledad y lejanía que tanto les acecha en la enfermedad y en la desgracia, en las situaciones de dolor y cuando se aproxima la hora de la muerte. MARÍA, la Señora, “vestida de blanco con un cinturón azul celeste y sobre cada uno de sus pies una rosa amarilla, del mismo color que las cuentas de su rosario” se le aparece a una niña casi adolescente, incapaz por el asombro de llevar su mano a la frente para hacer la señal de la Cruz, para invitarla a beber del agua de la nueva fuente que surgía prodigiosamente en el lugar de las apariciones, rezar el rosario rogando por la conversión de los pecadores y llamar la atención a los sacerdotes con insistencia para que construyesen allí una capilla, la cual, y a la pregunta porfiada de la muchacha, responde con los brazos y los ojos levantados al cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Hacía escasamente cuatro años que el Papa, el Beato Pio IX, proclamaba, no sin polémicas y objeciones venidas de los círculos laicistas de la época, que María había sido concebida sin mancha de pecado original, por un privilegio singularísimo y en previsión de los méritos de su Hijo. MARÍA ofrecía cercana, conmovedoramente a todo aquél que quisiera escucharla, el camino de la conversión del corazón y el agua de la misericordia y del amor divino como medicina imprescindible para la curación íntegra del enfermo contemporáneo: de su alma y de su cuerpo.
Desde entonces, desde aquella fecha lejana del 11 de febrero de 1858, casi ciento cincuenta años, los enfermos, venidos de todos los países de la tierra, han encontrado en Lourdes a esa Madre de amor y ternura misericordiosa, que les ha mostrado a Su Hijo, Crucificado y Resucitado, presente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, para que les bendiga y conforte en su enfermedad, proporcionándoles lo que hombre alguno pudiera jamás, el don-raíz de la salud -un corazón nuevo- y, a veces, como en sus tiempos de Galilea, prodigiosamente, también sus efectos más palpables: la salud del cuerpo. Y, junto a Ella, rodeándola como hijos queridos, han podido además experimentar el amor activo y próximo de muchos hermanos en la fe y su fiel cercanía; la certeza, en una palabra, de no haber sido abandonados por la familia de los hijos de Dios.
¡Cuánto consuelo, amor, fortaleza y esperanza han brotado desde Lourdes para los enfermos y sus acompañantes en este casi siglo y medio transcurrido después de las Apariciones a Bernardeta Soubirous! ¡Qué lección más viva y más alentadora para que no cejemos nosotros, los cristianos, aquí y ahora en Madrid, en acercarnos a los enfermos y a sus familiares y amigos -alejados muchas veces también ellos de la verdad y de la vida de Dios-, con afecto fraterno, acompañándoles en el camino de la confianza paciente y de la gozosa esperanza en la salvación que sólo viene de Jesucristo, su Hijo, Nuestro Señor!
Con todo afecto y mi bendición,