En el pórtico de la Semana Santa

Calvario, Cruz y amor salvador

Mis queridos hermanos y amigos:

El itinerario de la Cuaresma llega a su fin en esta su quinta semana que iniciamos hoy y que concluye con el próximo Domingo de Ramos. Itinerario para la penitencia por nuestros pecados y para la conversión. La oración, el ayuno y la limosna lo han acompañado con mayor o menor cuota de compromiso personal en la vida y acción pastoral de la Iglesia y en medio de nuestro diario quehacer. Superar la fuerza del maligno, de las apuestas y tentaciones del mundo, la propia proclividad al pecado y a su poder seductor constituyeron, como siempre que la comunidad eclesial se encamina a la celebración de la Pascua de su Señor Crucificado y Resucitado por nuestra salvación, el objetivo primordial del tiempo cuaresmal. ¡Está en juego nuestra salvación y la del mundo y, por ello, no podemos permitirnos la ligereza o la culpable desidia de despreciar o ignorar la gracia que de nuevo se nos ofrece desde la Cruz del Redentor! Los acontecimientos de la vida -los de la propia y los que afectan a nuestros hermanos: a nuestra ciudad, a nuestra patria, a la humanidad entera- nos apremian a reconocer con la elocuencia inexorable de los signos de los tiempos cuál es el camino para llegar a la conversión y que no es otro que el marcado por el Calvario, la Cruz y el Amor misericordioso.

El terrible atentado del pasado 11 de marzo, perpetrado alevosamente en el corazón mismo de nuestra ciudad de Madrid, y la forma como han reaccionado los más directos afectados por él y toda la población madrileña, nos ha revelado, por una parte, hasta dónde puede llegar el poder destructivo del pecado cuando se apodera del interior del hombre y le corrompe el alma y, por otra, cuán fuerte es la fuerza del amor cuando dispone y mueve a las personas para la donación y entrega de lo mejor de sí mismas hasta el punto del sacrificio de su propia integridad física y de su vida. Por el Calvario de Atocha, del Pozo de Tío Raimundo y de Santa Eugenia pasó el Maligno con el poder que le es propio del odio orgulloso que se levanta contra Dios y su Cristo, pero, al final, y, dejando unas huellas imborrables de bien y de bondad que llevan a la vida eterna y bienaventurada, ha pasado Jesús, Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, hecho hombre por la salvación del hombre, cargado con la Cruz, para presentar al Padre la oblación de su Cuerpo y de su Sangre como ofrenda de amor infinitamente reparador al que Aquél responde con el río inagotable de la misericordia divina -del amor misericordioso- que llena la faz de la tierra venciendo en su raíz el poder del mal el día glorioso de la Resurrección.

¿Sabremos entender y asumir lo que nos reclama la voluntad amorosa de Dios el concluir e por tibieza y superficial cobardía al itinerario cuaresmal, próxima ya la Semana Santa y la Solemnidad de la Pascua? No hay tiempo que perder para el cristiano que se ha situado permanentemente en el pecado mortal con una vida de espaldas a la ley y a la gracia de Dios, el que prefiere pasar de largo ante el Cristo del Calvario negándose a entrar en el misterio amoroso de la Cruz. Tampoco lo hay para el cristiano que no se decide de una vez a tomar la Cruz con Cristo y ofrecer su vida con El por tibieza y superficial cobardía, el cristiano al que le da miedo avanzar por el camino de la santidad que no es otro que el de la perfección de la caridad. De nuevo hay que repetirlo: nos jugamos nuestra salvación y la del mundo contemporáneo. Juan Pablo II invitaba a la Iglesia al iniciarse el tercer milenio a vivir un gran y hondo proceso de conversión mirando y siguiendo a Cristo, su Señor y Salvador, proponiéndonos el objetivo de la santidad como la vocación universal a la que está llamado todo cristiano. En la Exhortación Postsinodal “Iglesia en Europa” insistía en la urgencia de tomar el camino derecho de la conversión como el decisivo para la suerte de la Europa del siglo XXI. Y, en Cuatro Vientos, recordaba a los jóvenes de España que es imprescindible atravesar el umbral del alma y adentrarse en la vida interior donde se ora, se conoce y se contempla a Cristo como clave para un futuro personal pleno de sentido y contenido para el tiempo y la eternidad -el futuro de las Bienaventuranzas- y como instrumento esencial para transformarse en artífices de paz en una hora de la humanidad, tan atribulada y convulsionada por las amenazas de la guerra y del terrorismo internacional. En su Mensaje para la XIX Jornada Mundial de la Juventud que celebraremos el próximo domingo de Ramos, les insiste de nuevo en que busquen a Jesús, que quieran verle, estar y quedarse con Él.

Se trata, en una palabra, para todos nosotros, de aprender a vivir de aquél mismo amor que movió al Hijo de Dios a entregarse a la muerte por la salvación del mundo como una perenne novedad salvadora. Con María Santísima, junto a Ella al pie de la Cruz como Juan, lo conseguiremos.

Con todo afecto y mi bendición,

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