¡Levantaos! ¡Vamos!
Mis queridos hermanos y amigos:
Si hay alguna certeza básica que la Iglesia adquiere año tras año al terminar las celebraciones del tiempo pascual, coronadas por las dos grandes solemnidades del Domingo de la Santísima Trinidad y del día del “Corpus Christi”, es la del amor inagotable del Corazón de Cristo que la sustenta y alimenta incesantemente en su peregrinación por este mundo y por el cual el hombre ha sido salvado. Hemos vuelto a verificar y celebrar en este año de tantos acontecimientos dramáticos -alguno de los más graves, ocurrido en nuestra ciudad- que el amor de Dios es más grande que todos los pecados y debilidades de los hombres al darnos a su Hijo unigénito, “el cual con amor admirable se entregó por nosotros y elevado en la cruz, hizo que de la herida de su costado, brotaran con el agua y la sangre los sacramentos de la Iglesia” (pref. Misa del Sagrado Corazón de Jesús). Esa certeza del amor de Dios, revelado y protagonizado por Jesucristo en su Misterio Pascual, la poseemos interiormente por “el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Hemos sido amados, somos amados y seremos amados por Cristo con infinita ternura y misericordia siempre ¿porqué dejarse atrapar y desalentar por el miedo al futuro, ante las incógnitas de todo tipo que parecen pesar sobre la humanidad actual? Las incertidumbres finales y decisivas, las que afectan al destino de cada persona y de la humanidad en general, las referentes a la victoria sobre la muerte y su raíz causal, el pecado, han quedado despejadas definitivamente por el triunfo de ese amor en la Resurrección. No es aducible ya ninguna razón válida que nos impida plantear nuestra vida como un proyecto y camino de esperanza y santidad. La gracia de Dios habita en nuestros corazones, nos ha trasformado en hombres nuevos, que son capaces de buscar perdón y ofrecer perdón, que a su amor -al amor inefable e inagotable del Corazón de Jesús- responden con amor, que lo siembran a su alrededor a manos llenas, abriendo surcos de verdadera esperanza en su entorno más próximo y en toda la sociedad. Son muchas hoy las personas de toda edad y condición que ansían ser amadas de verdad, queridas y perdonadas. Cansadas y tocadas de un sentimiento difuso de infelicidad, a su parecer insuperable, necesitan recibir la noticia veraz y auténtica del Evangelio de la redención, de la gracia y de las bienaventuranzas. El espectro de tales vidas, largo y complejo, es bien conocido: va desde los niños y adolescentes, inmersos en las crisis matrimoniales de sus padres, hasta los mayores solos y abandonados por los suyos, por los amigos y la sociedad en general, sin que, siquiera, lo noten y lo alivien sus hermanos en la fe y en la Iglesia.
Al reconocimiento agradecido y vivido de la certeza del amor de Jesús nos corresponde, por tanto, un compromiso personal y eclesial de vida que estamos llamados a renovar una vez más, después de la Pascua, en el ambiente espiritual de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús de este año. Habría que preguntarse, imaginando a “Cristo Nuestro Señor delante y puesto en cruz”, según la invitación que hace San Ignacio de Loyola en el libro de “Los Ejercicios Espirituales” (núm. 53), “lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo”. En la contestación que le debe la comunidad diocesana de Madrid mirando, sobre todo, al presente y a su inmediato futuro, hay un claro y nítido deber: el de prepararse para una nueva y exigente tarea de trasmisión de la fe a las nuevas generaciones y a todos nuestros conciudadanos que se encuentran frecuentemente con poco o nulo acceso a la Buena Noticia del Evangelio de la Salvación. El III Sínodo Diocesano nos reclama a todos, pastores, consagrados y fieles laicos, el renovar nuestra personal actitud de conversión y de generosa, perseverante e ilusionada participación y acompañamiento del Sínodo en este momento tan decisivo para que pueda ser convertido en una real y acogida “oportunidad de gracia” para la nueva evangelización de Madrid: el de la celebración de la Asamblea Sinodal en el próximo curso. Si acertamos a prepararla y vivirla como una respuesta humilde, confiada y esperanzada de amor apostólico al amor del Señor por parte de todos los hijos de la Iglesia, los frutos evangelizadores vendrán pronto y abundantes: alumbrará el Evangelio de la Esperanza.
¡Levantaos! ¡Vamos!: es la llamada, honda de aliento espiritual y vibrante de vigor apostólico, que el Santo Padre acaba de dirigir a toda la Iglesia desde la rica perspectiva pastoral de su larga, densa y entregada experiencia de Obispo y Vicario de Cristo al servicio del Pueblo de Dios en la encrucijada de dos siglos, XX y XXI, tan marcados por el signo de los grandes cambios sociales, culturales y políticos que nos conmocionan a todos. En sus palabras resuenan hoy para nosotros, especialmente para los jóvenes de la Iglesia, las mismas del Señor a sus discípulos, sobre todo las del envío de Pedro y de los Doce en la despedida de su Ascensión a los Cielos: “Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Respondamos ya y sin vacilaciones con una fórmula realizable de inmediato: la de la peregrinación de los jóvenes de Europa al Sepulcro del Apóstol Santiago en la primera semana de agosto, dispuestos a ser testigos del Evangelio que es Jesucristo, viviente en su Iglesia para la esperanza de la nueva Europa. ¡Los jóvenes de Madrid se aprestan ya a emprender la marcha, valientes en su Sí a Cristo y en el testimonio de su amor a los hermanos!
A la Virgen de la Almudena, nuestra Madre, la del primer y decisivo “Sí” a la voluntad del Padre, confiamos nuestros propósitos, y suplicamos su cuidado comprensivo y amoroso para sus jóvenes peregrinos del Camino de Santiago. ¡Que lo vivan como un itinerario espiritual de encuentro con el Señor y de respuesta a su llamada a ser sus testigos, “testigos del amor”!
Con todo afecto y mi bendición,