Mis queridos hermanos y amigos:
El comienzo del curso escolar trae ciertamente al primer plano de la atención pública a “la escuela”, a esa institución, avalada por los siglos, decisiva para el futuro de las nuevas generaciones; pero también, con no menor viveza, la otra institución, todavía más básica ¡esencial! para un desarrollo y crecimiento físico, humano y espiritual del niño y del joven acorde con la dignidad de la persona humana y con su destino temporal y eterno: la familia y el matrimonio en que se funda. Si ya no es aconsejable la permanente experimentación política y jurídica con ese instrumento pedagógico tan importante para la educación del hombre en la fase inicial y fundante de su vida que es “la escuela”; mucho menos se debe experimentar con el matrimonio y la familia que constituyen el marco primero y más íntimo del nacimiento de la vida humana ¡del ser humano! y de su maduración personal en el amor, por el amor y para el amor.
La concepción del poder, típica de nuestra época, a la que ya Romano Guardini hace poco más de medio siglo dedicaba uno de sus más luminosos tratados (Die Macht, 2ª Edición 1989), se orienta crecientemente a configurarse como la facultad de disponer de la existencia del hombre totalmente, aun en sus aspectos más intrínsecamente constituyentes de su personalidad, sin más límites que los del éxito económico, el triunfo social o la hegemonía cultural. A lo largo de todo el siglo XX −constata Guardini, ese gran maestro de la Europa contemporánea− se advierte un proceso en el uso del poder caracterizado por un alejamiento, mal disimulado, de las grandes y fundamentales exigencias morales que han alentado lo mejor de la historia europea de los dos últimos milenios. La tendencia no parece haber cambiado al alborear el tercer milenio de nuestra era; se acentúa incluso su relativismo ético, a pesar de todos los esfuerzos por consolidar una sociedad libre, democrática y solidaria y del propósito de la edificación de un verdadero Estado de derecho. ¡La verdad de la persona humana, de sus derechos y deberes fundamentales, y la de las instituciones básicas en las que nace, crece y se desarrolla, está, sin embargo, entrañada en el mismo ser del hombre, diseñado y creado por Dios! No se encuentra a disposición o al arbitrio del uso que quiera hacer de ella individual o institucionalmente cualquier poder humano. Antes bien ha de ser respetada escrupulosamente, cuidada, promovida y facilitada en su realización con todos los recursos de los que disponen una sociedad y una comunidad política, justamente ordenadas y sinceramente preocupadas por un progreso digno de tal nombre.
El matrimonio formado por el varón y la mujer, unidos en el amor mutuo, fiel y abierto a la vida y a la educación amorosa de sus hijos, núcleo generador de la primera célula social que se constituye y vive por el amor gratuito, experimentado como filiación y fraternidad, no puede ni debe ser discriminado, ni obstaculizado, sino promovido y favorecido sin recorte alguno por todas las fuerzas e instituciones sociales, singularmente por el Estado y la comunidad política y, por supuesto, por la Iglesia y los cristianos. Las perspectivas de nuestra sociedad no mejorarán con un incremento espectacular del número de divorcios y de niños y adolescentes inmersos en crisis matrimoniales y familiares dramáticas, y, mucho menos, si no cede y cesa esa sostenida ola abortiva que se ceba de una manera especialmente cruel en las adolescentes y pre-adolescentes.
¡Los jóvenes dispuestos a aceptar y vivir con gozo la vocación del matrimonio según el modelo inscrito por Dios en el ser humano −¡varón y mujer!− son la inmensa mayoría! Necesitan de la ayuda eficaz y pronta de la sociedad y de todas las instituciones implicadas para poder conciliar profesión con vida matrimonial y familiar; compromiso laboral con maternidad y paternidad responsables, y para tener acceso a los recursos imprescindibles para crear y sostener dignamente una familia: el trabajo y la vivienda, especialmente. ¡No les puede faltar la cercanía afectiva y efectiva de la Iglesia! Es aquí donde debe empeñarse al comienzo de este nuevo curso 2004-2005 el compromiso privado y público de los católicos. Se trata de una de las exigencias más urgentes y veraces del cumplimiento de los mandamientos de Dios y de que puedan ser vividos en su plenitud: la que resulta del amor a Él y al prójimo. Será una de las aportaciones al bien común más valiosas e insustituibles que se puede y se debe esperar de nosotros delante de Dios y de los hombres. Su proyecto salvador sobre el hombre, que incluye al matrimonio y a la familia como cauces imprescindibles para su realización en la Iglesia y en la sociedad, no representa un ideal imposible y, de ningún modo, una quimera de soñadores románticos sin pies en el suelo de la realidad social actual que pisan; sino todo lo contrario, por Jesucristo y su Evangelio, vivido y experimentado en la comunión de la Iglesia, es don al alcance inmediato de todos; y, por supuesto, de los jóvenes de nuestro tiempo. Cuando lo conocen a fondo, se abrazan a él y se entusiasman con él con generosidad admirable. Son muchos los jóvenes matrimonios que tratan de llevarlo a la vida como una de las más bellas empresas de amor que puedan ser imaginadas. Si acertamos, con ellos, a ser testigos auténticos del Evangelio del matrimonio y de la familia para la juventud de nuestro tiempo, nos convertiremos en los más fecundos portadores de esperanza en la hora presente, tan cargada de riesgos y peligros para el futuro de las nuevas generaciones.
A la Madre de la Esperanza y de la Gracia, a la Virgen María, encomendamos, sobre todo, a los matrimonios y familias madrileños. A ella, la Madre de la Iglesia y de los hombres ¡Virgen de la Almudena!, nos confiamos.
Con todo afecto y mi bendición,