Mis queridos hermanos y amigos:
La esperanza ha sido una de las palabras más utilizadas en los debates y en las propuestas políticas y culturales de las últimas décadas en nuestras sociedades europeas. Estrechamente vinculada a las teorías y programas de liberación diseñados como una respuesta a la situación de los pueblos y países del llamado Tercer Mundo, subdesarrollados y sumidos en una desoladora pobreza, su uso y aplicación se refería, sin embargo, y en primer lugar, a la comprensión de lo que se llamaba el proceso de superación de la sociedad burguesa en todo el mundo e, incluso, de la existencia del individuo mismo necesitado -supuestamente- de liberación de toda norma y tradición que le atase en el ejercicio soberano de su personalidad. Se llegó hasta el límite dialéctico de presentar esta esperanza como el principio por excelencia que debe seguir toda la experiencia histórica y la conducta individual y comunitaria del hombre. Mirar al futuro habría de ser la máxima decisiva de nuestro obrar y, aún, de nuestro propio ser. “Principio-Esperanza” así titulaba un famoso filósofo marxista, Ernst Bloch, de la primera mitad del siglo XX, un libro suyo, famoso y emblemático: ¡lo que trajese el futuro siempre sería bueno; de lo bueno sería causa única el hombre, la sociedad, el Estado; lo que es bueno no trasciende el plano de lo meramente material y terreno!
Curiosamente en todo ese discurso inmanente sobre la esperanza que gira en torno al progreso materialista del hombre se pasa de largo ante el hecho inesquivable de la muerte y ante el ansia y la necesidad de lo espiritual intrínseca a la naturaleza humana. Se cierran los ojos ante la dimensión de eternidad que late en las entrañas más íntimas del ser y se olvida que la felicidad está en estrecha relación con la vocación de la persona humana para la verdad, la bondad y el amor que anida en su corazón. En el fondo se ignora la capacidad de la libertad del hombre para obrar el bien y para consentir el mal que le seduce y tienta, y, sobre todo, su innata limitación para ser la autora e instancia suprema del bien. En una palabra, se desconoce a Dios, el creador de todo y al Señor de la historia. Se monta así una falsa teoría de la esperanza que ha defraudado y defraudará siempre al hombre por superficial, vacía e impotente para alcanzar lo que promete, la felicidad, la verdadera felicidad: la que no pasa, la felicidad que se expande y difunde a los demás; la felicidad que cuanto más se comparte, más crece y llena el corazón y las vidas de las personas.
El tiempo de Adviento, cuando avanza ya hacia a la Fiesta de la Natividad del Señor, invita a orientar la esperanza hacia los bienes imperecederos y, sobre todo, a proyectarla hacia el único que los puede prometer y garantizar: a Dios que ha creado al hombre y que ha venido a salvarlo de su pecado, de su ruptura interior, de su esclavitud a mano y por causa del deseo de los bienes perecederos y efímeros que le encandilan, pierden y pervierten. ¡El Señor está cerca, va a nacer de nuevo entre los hombres! ¡Viene a salvarlos! ¡Viene a salvarnos: a nosotros, los hijos de este tiempo histórico que ha iniciado el Tercer Milenio de la era cristiana, en Madrid, en España, en Europa… en todo el mundo! Viene a compartir todo lo nuestro menos el pecado: nuestra naturaleza, nuestro destino y nuestra historia; para abrir en las almas y en los pueblos el camino del Reino de Dios: de su ley y de su gracia. Está a punto de resonar plena y definitivamente la Palabra -“el Logos”- de Dios en la noche de la historia humana, oscurecida por las tinieblas de su ruptura con Él. Su luz, una luz nueva e inmarcesible va a revelarnos sus infinitos e inconcebibles designios de amor misericordioso para con el hombre. Pronto va a producirse en el mundo un culto radicalmente nuevo y radicalmente renovador, redentor, el de la oblación ofrecida a Dios por su Hijo, hijo también de María, que abrirá para el hombre pecador y mortal esa fuente del amor infinito y de la gloria sin fin que Dios nos ha querido desvelar y manifestar inefablemente: el Misterio de su Santísima Trinidad, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Apresurémonos una vez más, con la urgencia que requieren las frustraciones y desesperanzas que aquejan dramáticamente a tantos contemporáneos, a ir al encuentro del Salvador: practicando la penitencia, intensificando la oración y las buenas obras y alimentando así la verdadera esperanza que sabe aguardar con paciencia, como el labrador, “el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía”. ¡Encomendémonos a la Virgen Inmaculada, la que ha engendrado y de la que nace el Niño Jesús: Virgen de la Esperanza! ¡No nos engañemos una vez más a nosotros mismos y a nuestros prójimos con dilaciones del estilo: “ya le abriré mañana”! La inminente Asamblea de nuestro III Sínodo Diocesano de Madrid nos ofrece una extraordinaria oportunidad para acoger y hacer fructificar entre los madrileños y en la sociedad de Madrid la gracia, el don y la virtud de la verdadera esperanza.
Con todo afecto y mi bendición,