Homilía en la Misa de Infantes

Plaça de la Mare de Deu, Valencia, 8.V.2005; 8,00 horas

(Ap 21,1-5a; Sal. Jdt 13, 18bcde.19; Rom 12,9-16b; Jn 19,25-27)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

De nuevo me es dado el compartir con vosotros la Fiesta de la Patrona de Valencia, la fe que la sustenta y la alimenta y la celebración de esta solemnísima Eucaristía “la Missa d’Infants”, que la sitúa en su más genuino contexto, el de la alabanza y Acción de Gracias a Dios y de la plegaria por las más verdaderas y actuales necesidades del hombre; sintonizando plenamente con vuestros sentimientos de gozo y esperanza que encontrarán en la procesión de la tarde por las calles de vuestra bellísima ciudad una de las expresiones más esplendorosas de la piedad mariana de España. Me acompañan mis Obispos Auxiliares y los Vicarios que forman el Consejo Episcopal de la Archidiócesis de Madrid que, impresionados por el relato de mi experiencia espiritual y pastoral de lo vivido con vosotros el año pasado en los actos del día de la Virgen de los Desamparados, “la Mare de Deus des Desamparats”, me manifestaron el deseo de poder conocer y compartir directamente esta Fiesta sin par: fiesta de la Iglesia y, por una simbiosis espiritual multisecular, fiesta igualmente del pueblo y de la sociedad valenciana.

Ello se ha hecho ya posible este año por la generosidad de vuestro querido Sr. Arzobispo, de sus Obispos Auxiliares y de los amigos sacerdotes del Cabildo y Presbiterio de la Archidiócesis Valenciana que conocen muy bien los múltiples vínculos de afecto fraterno y de comunión eclesial que unen a los fieles de ambas comunidades diocesanas de Valencia y Madrid, tan vivamente intercomunicadas entre sí a través de los más variados aspectos de su vida cristiana y ciudadana. ¡Un verdadero don de Dios para todos nosotros! sobre todo si se vive esa unión entre nuestras respectivas Archidiócesis en el seno de la Comunión Católica como es nuestro caso. Es decir, si nuestra relación se enraíza en la realidad de la única Iglesia de Jesucristo: Una, Santa, Católica y Apostólica: ¡Iglesia viva en el corazón de la humanidad con un vigor probablemente nunca conocido a lo largo de su bimilenaria historia! Así lo han puesto de manifiesto los acontecimientos de Roma que conmocionaron al mundo en las pasadas semanas del mes de abril: el fallecimiento de nuestro amadísimo Juan Pablo II, llamado ya por el pueblo “el Grande”, y la elección de nuestro nuevo Santo Padre, Benedicto XVI. ¡Que no les falten ni al uno ni al otro, por distintos y obvios motivos humanos y teológicos, en esta celebración eucarística y en las visitas de hoy a nuestra Madre de los Desamparados y en la procesión final, la memoria de nuestro amor agradecido y las súplicas de nuestra oración!

No abrigo, por lo demás, la menor duda de que el Papa que nos ha regalado el Señor para esta hora nueva de la historia de la Iglesia y de la humanidad, su Santidad Benedicto XVI, puede contar incondicionalmente con vosotros, los católicos de Valencia: con vuestro amor, con vuestra fe, con vuestra esperanza y con vuestras plegarias incesantes. ¡No dejaremos solo al Papa y, menos, ante los lobos que acechan al rebaño! Recordad como nos lo encarecía en la Homilía de la Eucaristía del comienzo solemne de su Pontificado: “Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos”. ¡Sí, roguemos por él para que sea el pastor y pescador de hombres que Cristo desea, y nosotros y el hombre de nuestro tiempo necesitamos! Que le ampare con toda su dulzura maternal la Virgen de los Desamparados en la forma como lo pedía en su primera presentación y bendición “urbi et orbi” desde la Logia de San Pedro, el pasado día 19 de abril: “Confío en vuestras oraciones. Con la alegría del Señor Resucitado y su constante ayuda trabajaremos junto con María, su Santísima Madre, que a nuestro lado está”.

“Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”

Toda celebración anual de la Fiesta de la Virgen de los Desamparados supone para Valencia y su Iglesia Diocesana un ineludible reto: renovar su acogida “en su casa”, en la casa de todos los cristianos de Valencia, porque si eso no ocurre en la casa de sus hijos e hijas de siempre ¿cómo la van a recibir los que en la sociedad y en su vida personal la han alejado de sus puertas y de sus corazones? La acogida ha de ser cristianamente auténtica y, por tanto, rica en frutos de evangelización.

Se trata, en primer lugar, de recibirla de nuevo como MADRE en la plenitud de su maternidad, por lo tanto: como la Madre del Hijo de Dios, el Redentor del hombre, del modo que lo hiciera Juan al pie de la Cruz salvadora. No hay que olvidarlo: ella es la Madre del Dios que nos salva y, precisamente, por esa sublime razón, nuestra Madre: ¡la Madre de los hombres! Desde el primer instante de la Encarnación y, sobre todo, desde la Pascua de su Hijo Jesús, María Santísima, la Virgen Inmaculada, colabora de modo inimitable y absolutamente singular en el restablecimiento de nuestra vida sobrenatural; o, lo que es lo mismo, en el nacimiento y crecimiento del sí de la Fe a Jesucristo y a su Evangelio de salvación.

No hay mayor situación de desamparo para una persona y para un pueblo que la de la pérdida de la fe, sobre todo si se minimiza el daño y se intenta pasar de largo ante sus efectos deshumanizadores, porque es entonces cuando el interior de las personas y de las sociedades se convierten en un desierto inhóspito  sin horizonte alguno de esperanza. A ese desierto de las almas, que han perdido la fe en Dios, se refería incisivamente Benedicto XVI en la citada Homilía del 24 de abril en la Plaza de San Pedro: “La santa inquietud de Cristo ha de animar al Pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores”. Efectivamente, perdida la fe, el hombre se queda sin luz que ayude a su razón a encontrar la verdad plena, la de su dignidad y la de los caminos de su salvación. ¡En este tipo de existencia, vacía interiormente, es imposible que alumbre la esperanza!

¡Abrid pues las puertas de vuestras casas de par en par, queridos diocesanos de Valencia, a la Madre de Dios de los Desamparados, sin cortapisa alguna! ¡Abridlas a la que es la Madre de vuestra fe y de la fe de vuestros hijos! Lo necesitan urgentemente; lo necesitan también urgentemente los otros niños y jóvenes de España y de Europa. No nos engañemos: muchas y poderosas son hoy en día las fuerzas sociales, políticas y culturales que pretenden arrebatarles la fe de sus padres o, al menos, entorpecer al máximo su debida trasmisión, ya en el seno de la familia y, muy especialmente, en la escuela. ¿Por qué tanta cicatería jurídica, por ejemplo, a la hora de abrir camino a la enseñanza de la religión católica en ese ámbito tan decisivo para la formación de la persona que son los centros de educación primaria y secundaria? ¿Por qué hacer tan difícil a los padres ¡casi imposible! la educación de sus hijos en esa dimensión tan básica de la formación moral y religiosa de sus hijos de acuerdo con sus convicciones, y de la cual son ellos los primeros y fundamentales responsables con anterioridad al Estado y a cualquier otra instancia humana?

Vosotros, queridos hermanos de Valencia, sabéis muy bien por la experiencia multisecular de vuestra piedad mariana de dónde puede veniros el auxilio en tal desamparo y cuál es la fórmula para alcanzarlo, pues lo cantáis tan bellamente en vuestro himno:

“En tèrres valencianes
la fe per Vos no mòr,
i vòstra Image Santa
portem sempre en lo còr”

¡Portad, sí, en vuestro corazón y en el corazón de vuestros hijos la Imagen Santa de María de los Desamparados con tal fervor y convicción que se note en la vida privada y en la vida pública! Los efectos familiares, éticos, culturales y socio-políticos no se harán esperar.

Recibirla como Madre de las Madres

En el momento en que la portéis y acojáis así, como la Madre de la fe de vuestros hijos, vuestra atención se verá obligada inmediatamente a fijarse en sus madres de la tierra: en nuestras madres. Si cupiera alguna vacilación intelectual o moral ¡que no cabe! en la tesis o afirmación del papel inigualable e intransferible de la madre natural en la generación y en la formación del hombre de acuerdo con su vocación de imagen e hijo de Dios, la maternidad divina de María la disiparía totalmente. ¡No hay duda! abrid de verdad las puertas de vuestras casas a la Madre de Dios de los Desamparados, para que os ampare a vosotros y a vuestros hijos en la realización lograda de su destino temporal y eterno, y comprobaréis cómo se os muestra como la Madre de vuestras madres. Ellas precisan como nunca de su amparo para poder ser madres con toda la belleza de la donación de su entero ser a los hijos de sus entrañas, como lo hizo María con Jesús, y para poder ejercer su maternidad con la ternura de aquel amor gratuito que sólo las madres conocen y que el niño anhela y precisa para crecer y desarrollarse como persona, capaz de amar. La función de la madre es insustituible en la historia del niño, para que pueda saberse y reconocerse como hijo, es decir, como persona, fruto de un amor gratuito: de Dios Creador y de sus padres; más exactamente, de su madre y de su padre, sus cooperadores necesarios al engendrar la nueva vida. Romper esa triple relación de maternidad, paternidad y filiación por cualquiera de sus partes, falsificarla a través de parejas del mismo sexo, sólo puede ocurrir más allá de causas inculpables a costa, en primer lugar, del más débil, del niño; pero, luego, también de las vidas frustradas de sus padres y de la desestructuración y grave perturbación de las familias. Las consecuencias sociales de la generalización de esas rupturas y falsificaciones matrimoniales y familiares están a la vista de todos aquellos que no quieran ignorar la realidad de unas sociedades como la nuestra, avejentada y sin niños, abocada a una crisis demográfica sin precedentes.

¡Qué difícil se lo estamos poniendo en todos los ámbitos de la vida social a las jóvenes que quieren ser madres!: en el ámbito laboral, en el económico, el cultural y moral y no, en último lugar, en el político y jurídico… Todas son dificultades para aquellos jóvenes esposos que se disponen a contraer matrimonio y fundar una familia según el modelo que se desprende de la naturaleza del hombre querida por Dios. En el caso de las familias numerosas son de tal magnitud que sólo pueden ser superadas con el espíritu de la heroicidad. Parece como si la madre cuando entrega y emplea su vida en el cuidado y en la educación de sus hijos, estuviese dedicada a un lujo o diversión que no merece la más mínima retribución o reconocimiento económico y social, ni en el presente ni en la previsión social de su futuro. ¡La donación mutua de los esposos que fructifica en la nueva vida del hijo, fruto del amor fiel de la entrega incondicional del padre y de la madre, no tiene precio!

¡Amparo de la Virgen, Madre de Dios, para la fe de nuestros hijos! ¡Amparo suyo para sus madres, para nuestras madres! ¡Que esa sea nuestra petición y plegaria más sentida en esta Eucaristía y en nuestra oración de hoy y de siempre! Si así lo hacemos, podremos cantar sin hipocresía alguna que “la Mare de Deu des Desamparats” es “el orgullo de nuestra raza”; porque estaremos seguros de que nuestra caridad no será una farsa y de que se nos abrirá el acceso a esa “Jerusalén celestial” descendida del cielo, “Morada de Dios con los hombres”, anunciada en el libro del Apocalipsis: Valencia podrá decirla de nuevo con verdad y corazón sincero:

“Valencia, qu’es ta filla, al rebre ta mirada,
sa tradició recòrda i anyora temps pasats,
i al vóret, Vèrge Santa, com Reyna coronada,
en goig diu: Tením Mare, no estém desamparats”

Amén.

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