Consagración de España al Inmaculado Corazón de María.

Para que nos valga en esta hora crucial de nuestra historia

Mis queridos hermanos y amigos:

Hoy, en Zaragoza, en la Plaza del Pilar, en el marco de una solemnísima celebración eucarística, los Obispos Españoles vamos a consagrar a España al Inmaculado Corazón de María, cumpliendo el acuerdo de la Asamblea Plenaria de la CEE de 25 de noviembre del pasado año, 2004. Queremos expresar de este modo espiritual y eclesialmente tan significativo, en el santuario mariano por excelencia de España y como momento central del Año de la Inmaculada, nuestro propósito de confiar de nuevo el amor inmaculado de María Santísima el presente y el futuro de nuestras diócesis y de todos los hijos de nuestra patria común.

No es la primera vez que los Pastores de las Iglesias Particulares de España la consagran a la Virgen Inmaculada y en el mismo lugar, Zaragoza, en donde se venera a María como Virgen del Pilar, la advocación mariana que nos remonta a los mismo albores de la evangelización de los españoles. Ya en 1954 fue consagrada España al Corazón Inmaculado de María en el contexto del magno congreso con el que culminaba en las diócesis españolas la celebración del Año Mariano convocado por el Papa Pío XII, de insigne memoria, con motivo de la conmemoración del primer centenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María. Eran años aquellos, al comienzo de la segunda mitad del siglo XX, difíciles y esperanzados a la vez para la Iglesia y para el mundo. Por un lado, se estaba sometiendo a la Iglesia Católica a una persecución implacable al otro lado del “telón de acero” que atravesaba Europa desde el Mar Báltico hasta el Adriático, en los países comunistas del centro y del este europeo dominados por la Unión Soviética. No sin razón se acuñó la expresión de “la Iglesia del silencio” como retrato fiel de la situación de opresión por la que estaba atravesando. Pero, por otro, se estaba viviendo en la otra Europa y en el mundo, salido de la terrible tragedia de la Segunda Guerra Mundial, secreta e invisiblemente sostenido por el martirio de tantos hermanos, como un tiempo nuevo de redescubrimiento fresco y creador del Evangelio de Jesucristo y de su fuerza humanizadora, única e insustituible, de la sociedad, del Estado y de la comunidad internacional. Sobre todo Europa y la América de raíces cristianas caían en la cuenta de lo que significaba el valor de la inviolable dignidad de la persona humana y del reconocimiento de sus derechos fundamentales para llevar a la práctica la realización de un nuevo orden político y de una cultura universal, basada sobre el sólido fundamento de la libertad, la justicia, la solidaridad y el amor o caridad social. Ante el temor de una nueva guerra, siempre latente en la situación de “guerra fría” en la que se encontraba la humanidad, se alzaba el ideal de la paz no sólo como algo posible y realizable sino, incluso, como la apuesta verdaderamente victoriosa del futuro.

¡Un nuevo e inusitado fervor espiritual y ardor apostólico comenzaba a vibrar en la Iglesia! ¡Un renovado empeño de cristianización de las realidades temporales se abría camino, superando la sociedad de clases y el subdesarrollo de los países coloniales, confiando que también serían vencidas las nuevas y terribles formas de totalitarismo político, instauradas por los regímenes comunistas! ¿Cómo llevar adelante, ese gran impulso de una historia, guiada por el Espíritu, y con qué energías humanas y espirituales, sino se acudía con actitud humilde y confiada a la fuente de la gracia sobrenatural, al Corazón Divino de Cristo y a la Mediadora de su gracia y de su amor, a su Madre Santísima, la Virgen Inmaculada? Así lo hizo el Papa Pío XII, puesta su mirada de “Pastor Angélico” en el bien de la Iglesia Universal y en el destino de la humanidad. Así lo hicieron los Obispos Españoles con sus comunidades diocesanas, buscando consolidar el bien y la paz de España. Su fórmula, la consagración a María, a su Inmaculado Corazón. La había dado a conocer y la había pedido Ella a través de sus mensajes a los videntes de Fátima. La fórmula, aparentemente sencilla y susceptible de ser interpretada de modo ritualista y puramente sentimental, encerraba una gran belleza y hondura espiritual y un exigente dinamismo apostólico. Una Iglesia en la que sus pastores, consagrados y fieles laicos, personal y comunitariamente, consagran su vida al Corazón Inmaculado de María, significa que está abriéndose hasta lo más hondo de su ser a su influencia divina y humanamente maternal, en su vida de fe, esperanza y caridad. Una sociedad, consagrada al amor inmaculado de María, equivale a ponerse en disposición de dejarse impregnar, sin reserva alguna, de misericordia, de perdón, de esperanza, de amor y de paz o, lo que es lo mismo, a ponerse en condiciones de vivir un verdadero proceso de regeneración moral y espiritual al servicio de bien integral de la persona humana y de las instituciones naturales básicas en las que ésta nace, se forma y desarrolla digna y plenamente, a saber, el matrimonio y la familia.

El momento histórico de nuestra consagración a María Inmaculada, en esta mañana primaveral de la Zaragoza mariana y de la España que venera desde tiempos inmemoriales su Virgen del Pilar, es también igualmente nuevo ¡casi inédito! en dificultades y en esperanzas. El olvido de las raíces cristianas se manifiesta grande y radical en sectores considerables de la sociedad española; las consecuencias en el orden del respeto y amor al hombre desde el primer momento de existencia en el vientre de su madre hasta su muerte natural y los efectos sobre los sentimientos de solidaridad entre todos los españoles son gravemente negativos. Y viceversa, el aliento del Espíritu Santo, como en un renovado Pentecostés, recorre toda la geografía espiritual y cristiana de España, tocando y transformando el corazón de muchos jóvenes, identificados con Juan Pablo II y su llamada a la nueva Evangelización, hasta el punto de una entrega al Señor sin condiciones y paliativos de ningún género. ¡No hay duda! Se ha encendido una llama de esperanza que ilumina el horizonte actual de nuestro pueblo.

Urgía, por tanto, confiar esta hora de España, tan grávida de temores y esperanzas, al Corazón Inmaculado de María, sabiendo que con Ella se puede vencer al Maligno, “la serpiente”, asumiendo el exigente reto de la Nueva Evangelización. Consagrándonos a Ella en España, en “la tierra de María” -como gustaba llamarla Juan Pablo II-, estamos seguros que alumbrará con nuevo fulgor y con nuevo y encendido calor la luz y la llama del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. ¡El alma y el futuro de España serán cristianas en plenitud, es decir, católicas, o no serán! Urgía encomendarse a la Virgen con desprendida y filial confianza, siguiendo el ejemplo de Santa Teresa de Jesús cuando murió su madre: “Acuérdome que, cuando murió mi madre -cuenta ella-, quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido…” (Libro de la Vida, 1,7).

¡También nos valdrá a nosotros en esta hora tan crucial de nuestra historia!

Con todo afecto y mi bendición,

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