La Iglesia Católica
Club Siglo XXI
I. INTRODUCCIÓN
Hablar de España y su futuro implica por exigencia de la más pura lógica situarse en el plano de la reflexión histórica.
El futuro pensado como tiempo de la existencia humana dice relación necesaria con el presente y éste a su vez con el pasado. El futuro es una modulación del tiempo humano tanto para la persona individualmente vista, como para una comunidad de personas. Si, además, en la reflexión sobre el futuro de España se incluye a la Iglesia Católica la necesidad de la perspectiva histórica se hace acuciante.
La pregunta por el futuro de España presupone la realidad histórica de España, su consistencia actual y su capacidad y posibilidades de su desarrollo futuro sin renunciar a su identidad y mucho menos a su existencia histórica. Si esa realidad que es España ha nacido y ha cuajado históricamente en tan estrecha e íntima relación con la historia de la Iglesia Católica hasta el punto que Julián Marías ha podido afirmar que “España se constituye animada por un proyecto histórico que es su identificación con el cristianismo, lo cual envolvía la afirmación de su condición europea y occidental”[1], es imposible prescindir de la Iglesia Católica para cualquier análisis de su realidad actual y mucho más de su horizonte futuro.
Se nos impone, pues, primero, una evocación histórica del pasado de España en el contexto de su relación con la Iglesia Católica, con una ponderación del momento presente de esa relación; para adentrarse, segundo, en una valoración de lo que puede y debe significar la aportación de la Iglesia Católica a ese futuro.
II. LA REALIDAD HISTÓRICA DE ESPAÑA.
1. Su persistente actualidad
Es indudable que nos encontramos ante una cuestión –o un tema– que sobrepasa el plano del interés socio-político y de lo cultural (aunque naturalmente lo incluya) para incidir en el planteamiento de las preguntas que afectan a lo más hondo de la existencia y del destino de los españoles.
Quizás no sea ocioso comenzar por la afirmación de que España es una realidad histórica dentro del conjunto de los países y naciones del mundo con una mayor antigüedad y densidad de contenidos vividos en común por sus miembros: los individuos y las comunidades humanas que la integran.
Ramón Menéndez Pidal ve ya a España constituida en “la Hispania Romana”: “dentro de la organización administrativa romana, España, aunque dividida en varias provincias, fue siempre considerada como una entidad superior que daba unidad a la división provincial. Y bajo el esplendor del Imperio, cuando por vez primera podemos conocer un pleno desarrollo cultural de España, observamos que entonces forma un conjunto semejante en su distribución de fuerzas y valores al que ofrece la España moderna en otro momento imperial, en el tiempo de su más tensa unificación durante los siglos de oro de su literatura”[2].
Julián Marías calificaría a la “Hispania Romana” de “unidad previa a la constitución de España en el sentido que esta palabra tiene para nosotros, pero que no por ello carece de realidad: lo que podríamos llamar el dónde de España”. Será el espacio donde llegará a haber una nación; “es la primera versión de España todavía no propiamente española”, …aunque formando una sociedad que podemos llamar hispánica[3] .
Sea cual sea la forma como se quiera caracterizar la realidad cultural, social, política y jurídica de “la Hispania Romana”, lo cierto es que con ella comienza un proceso de unidad, nunca interrumpido hasta hoy. Incluso las pruebas más duras a las que se vio sometida muy pronto en los años de la caída del Imperio Romano con la invasión de los pueblos del Norte y luego tres siglos más tarde con la ocupación musulmana, no sólo no lograron interrumpir o cambiar de trayectoria el proceso iniciado, sino que incluso lo reforzaron.
La España visigoda, primero, y la España de los ocho siglos de la Reconquista, después, fue perfilándose cada vez más como un proyecto compartido y vivido en común por los pueblos de la Península. La conciencia de la “España perdida” y de la necesidad de recuperarla constituyó la fuerza y el hilo conductor de ese increíblemente largo periodo de tiempo que fue recorriendo lo que se llamó pronto la España Cristiana, desde el núcleo inicial de las montañas de Asturias hasta la unión de los Reinos de Castilla y Aragón en 1474 en la persona de sus Reyes, Doña Isabel y Don Fernando. La perseverancia en el mantenimiento del objetivo último y la voluntad política de conseguirlo no conoce parangón alguno en la historia comparada de Europa y del mundo mediterráneo de aquel tiempo. No se dio ni un solo caso en las provincias y territorios del Imperio Romano invadidos por el Islam que no sucumbieran primero militarmente y luego social, cultural y políticamente a su poder, salvo España.
“La España gótica”, en brillante caracterización de Ramón Menéndez Pidal, se mantuvo como un ideal siempre añorado: “… la destrucción del reino godo, seguida de tan prolongada disgregación, no consiguió borrar de los espíritus el concepto unitario; lo oscurecieron, lo relegaron en la vida política, pero no en la esfera de las ideas y de las aspiraciones. Porque los reinos medievales no vinieron a romper la unidad gótica de un modo arbitrario, sino a remediar la ruina de esa unidad”. El pequeño Reino de Asturias “no se contenta con menos sino con negar que el Islam pueda quedar instalado a perpetuidad en España”. Todos los Reinos medievales surgidos después reconocerán “su unidad de empresa hispánica en la reconquista total”[4].
La unidad de los Reyes Católicos, inicialmente una unidad de “la Corona”, se irá convirtiendo rápida y progresivamente en una unidad cultural, religiosa, jurídica y administrativa según el modelo de Estado que se va abriendo paso en las ideas políticas del Renacimiento. La España de Fernando e Isabel se coloca a la cabeza de la evolución política de Europa en la formación de lo que se conocerá como el primer Estado Nacional. Julián Marías advertirá que entonces “nace una manera de sentirse, una nueva sociedad, un nuevo sentido del ‘nosotros’. Ya no es ‘nosotros los castellanos’, ni ‘nosotros los aragoneses’ (menos aún ‘nosotros los castellanos viejos’ o ‘nosotros los andaluces’ o ‘nosotros los catalanes’); va a ser ‘nosotros los españoles’, en un nosotros que los engloba a todos”: “la España perdida, que ha vuelto a reunirse y a encontrarse a sí misma”[5]. Proyectados simultáneamente hacia la tarea inmensa de incorporación de la América recién descubierta y hacia Europa y el Mediterráneo, sometidos a la amenaza turca -la nueva y temible forma del poder musulmán- y a los peligros de la disgregación interior y exterior, nacidos de la ruptura protestante, la España moderna consolidará y desarrollará su unidad humana y social en todos los órdenes de la vida. La España de los siglos XVI y XVII –y, aunque, en menor medida, también la del XVIII- aparece y actúa en el “viejo” y “el nuevo mundo”, en todos los teatros políticos y militares de la geografía del mundo, como la protagonista decisiva de la política universal. España pasa de ser la Nación, una Nación de Europa, a ser “una Supernación transeuropea”[6]. La España, que inaugura por primera vez en la historia la forma mundial de hacer política –“WELTPOLITIK”-, lo hará desde la perspectiva de los ideales medievales de la España Cristiana que la empujaron incesantemente a la unidad.
La realidad histórica de España seguirá manteniendo su unidad substancialmente en los últimos siglos de su historia contemporánea. Ni “la leyenda negra” que intentó, no sin éxito publicístico, desprestigiarla en Europa y dentro de España misma, a partir sobre todo de la Ilustración francesa; ni la pérdida de América, consumada en 1898; ni el surgir de “las dos Españas” en la experiencia colectiva de los españoles después de la Guerra de la Independencia, a lo largo de los dos últimos siglos; ni incluso su expresión más agudizada y dramática de la Guerra Civil de 1936-1939, ponen verdaderamente en cuestión la conciencia y la vivencia afectiva y efectiva de su valor permanente para el destino de los españoles, sea cual sea su ideología o visión personal de la vida y de la historia.
La realidad histórica de España que fue “durante tres siglos… de otro orden de magnitud que las demás naciones europeas”[7] sigue siendo hoy sentida y apreciada como propia e irrenunciable por la casi totalidad de los españoles y reconocida en su singularidad por la opinión pública de todo el mundo. En la Constitución Española de 1978 ha encontrado una reconocida formulación jurídica, fruto y cauce a la vez de la aproximación intelectual y de la reconciliación existencial de “las dos Españas”. La realidad histórica de España, su razón de ser, su dinamismo interior y exterior en la configuración de una sociedad y de una cultura digna de la persona humana, volvieron a abrirse camino hacia el futuro.
2. La Iglesia Católica en la configuración histórica de España
La implantación de la Iglesia en la Hispania Romana fue temprana. Lo indican así venerables tradiciones como “la jacobea” que se remonta a la primera mitad del primer milenio del cristianismo o “la paulina” que se enraíza en textos del propio San Pablo. Pero, sobre todo, lo evidencia el grado de organización territorial que la vertebra a finales del siglo III de nuestra era y la viva riqueza doctrinal, espiritual y moral de la que dan muestras sus fieles y pastores ante el reto de las persecuciones por parte de las autoridades del Imperio Romano y ante las exigencias de la evangelización de pueblos orgullosos de sus propias tradiciones religiosas y reacios a la presencia militar y político-jurídica de Roma a la que habían combatido con insólita e indomable fiereza.
El Concilio de Iliberis o Elvira, celebrado entre 298 y 310, y sus numerosos cánones reflejan una Iglesia “con conciencia firme de su misión”, en estrecho contacto con las religiones ibéricas y con la oficial romana. Corrigen defectos y refuerzan virtudes[8]. Es una Iglesia estrechamente unida a Roma y con una intensa relación con la Iglesia del Norte de África, que después del Edicto de Milán del 313 contribuye con creciente protagonismo de sus Obispos y miembros más insignes a la propagación del cristianismo dentro y fuera de las fronteras de la sociedad romana. Osio de Córdoba, al lado del Emperador Constantino en la nueva etapa de la libertad religiosa en el Imperio Romano, y el Papa San Dámaso, promoviendo la traducción latina de la Sagrada Escritura, “la Vulgata”, son dos figuras simbólicas de esa Iglesia fuerte y vigorosamente enraizada en el tejido humano y religioso de una “Hispania” copartícipe activa y fecunda de la vida de toda la Iglesia en Occidente y Oriente y factor decisivo de un proceso de cambio interior de la sociedad romana que terminará por transformarla radicalmente. La Iglesia “cristianiza” firme y progresivamente la vida, las costumbres, el derecho y la cultura de una nueva realidad social y política que une, anima y estructura desde dentro de sí misma a la sociedad hispano-romana y que la va a hacer capaz de asimilar e integrar en sus modelos y esquemas de convivencia y de existencia en común nada menos que el fenómeno de la invasión de “pueblos bárbaros”; y, además, con resultados de unidad política únicos.
Un nuevo marco político-jurídico, el Reino Visigodo, unirá y abrazará durante más de dos siglos los pueblos autóctonos de la península, la población hispano-romana -la más numerosa- y la minoría invasora y dirigente, y lo hará en torno a instituciones, leyes y usos inspirados y apoyados en la experiencia y la presencia de una Iglesia doctrinal, teológica y pastoralmente vigorosa y creativa. Los Concilios de Toledo y los Padres Hispanos de la Iglesia Visigoda, encabezados por San Isidoro de Sevilla, son los mejores testigos de esa etapa de la Historia de la España unida que se “perderá” y se “recuperará” en la gran epopeya de la Reconquista.
“Al considerar la historia española desde el siglo VIII hallamos la posibilidad -más aún la probabilidad, la casi necesidad- de que España hubiese sido un país musulmán como tantos otros, un eslabón de la gran cadena islámica”[9]. Pero no quiso serlo. Lo que parecía y era una minoría, la parte menor y con menos recursos en la península, eligió el camino y la opción de sus antepasados, mantenida viva por la Iglesia que, por otra parte, no desaparece nunca de la España dominada por el Islam, es decir, la opción cristiana ¡el camino de la recuperación de la España cristiana! En ella no faltarán ni los mártires, ni los santos. Impulsados por ese ideal van formándose desde dentro del alma popular y de la nueva sociedad que va brotando y madurando en esos territorios conquistados, los Reinos Cristianos, en un proceso ininterrumpido de incorporación convergente hacia la unidad política que se consumará el año 1492 con la conquista de Granada por los Reyes Católicos.
Lo que significó en este itinerario histórico de la configuración de España en la Edad Media la fe cristiana común, profesada en una Iglesia que se comunicaba y organizaba en una intensa unidad de aspiraciones pastorales, centradas en la renovación de la herencia doctrinal y evangelizadora del período visigótico, y con una creciente participación en las profundas reformas promovidas y guiadas por los Papas de la Reforma Gregoriana, lo pone de manifiesto el hecho jacobeo: el culto, la peregrinación y el Camino de Santiago que alcanza en la segunda fase de la Reconquista su período de máximo esplendor. “Santiago” alienta en los momentos más críticos de la recuperación definitiva de la España perdida; la mantiene vivamente unida a Europa, a la Cristiandad; la enseña a comprender y a respetar al otro que peregrina a su lado, buscando la meta final de la existencia. En aquella España convivían “cristianos, moros y judíos” en contextos distintos y con resultados en ocasiones brillantes -recuérdese la Escuela de Traductores de Toledo, por ejemplo-; aunque se trataba de una España cristiana, alimentada por la fe y la propuesta cristiana de la vida. Con su proverbial clarividencia, Julián Marías afirmará que “el proyecto histórico de España fue durante toda la Edad Media su condición cristiana”[10].
Y así continuará siéndolo en los dos siglos de su historia moderna, conocidos como “los siglos de Oro”, el XVI y el XVII, incluso con una fuerza modeladora del nuevo Estado y de la nueva sociedad que alumbra, que no conoce igual en la Europa contemporánea del Renacimiento. El valor de la salvación de las almas de los súbditos que le han sido confiados se convierte para los Reyes Católicos, especialmente para la Reina Isabel, en la razón final de su política interior y exterior. Y, luego, con grados de intensidad y autenticidad variados, sucede lo mismo con todos los Reyes de la Casa de Austria, especialmente con Felipe II. Reinhold Schneider, el escritor alemán de mediados del siglo XX, que tan genialmente interpretó su figura histórica a la luz sobre todo de “El Escorial”, dirá que lo que más le angustiaba al rey era que pudiesen perderse las almas por su culpa: “Este es el miedo inexpresable que le tortura: que las almas se puedan perder; que el pueblo que él debe conducir hacia el Señor, se aparte del camino” [11].
La fe católica inspirará unos principios antropológicos, éticos y jurídicos de una política que abre auténticos caminos para la valoración incondicional de la dignidad personal de todo hombre por su igual vocación de hijo de Dios, sea cual sea su raza, condición social y religión; y que asientan firme e irreversiblemente las bases doctrinales para una concepción del orden jurídico y del ejercicio de la autoridad, que se saben sometidos a las exigencias de un derecho superior y universal, “el derecho de gentes”, llamado a garantizar la realización de la justicia y la paz dentro del Estado y en el nuevo escenario mundial de las relaciones internacionales. Los Reyes no se consideraron nunca “lege naturali aut divino-positiva solutos” -no obligados por la ley natural o la ley positiva divina-. Es decir, no se consideraban Monarcas absolutos en el sentido “maquiavélico” de la expresión. Incluso se sometían, al encontrarse con los imperativos de la ley humana positiva, a la consulta de sus Consejos que cubrían con una bien trabada red organizativa los distintos campos territoriales y sectoriales de la gobernación de sus Reinos[12]. La visión cristiana renovada del hombre y del mundo, fruto de la renovación profunda de la Iglesia en la España del Renacimiento y del Barroco, modela y alienta un estilo de vida y, consiguientemente, de sociedad, eminentemente espiritual, abierto a la entrega generosa de uno mismo y a la misión. La Evangelización de América, la Escuela de Salamanca, la Mística de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz, la obra educativa de San Ignacio de Loyola, etc., han quedado como símbolos representativos de una época de la Historia de la Iglesia en España de trascendencia y valor universales.
La realidad histórica cristiana de España desde entonces hasta hoy mismo aparece marcada de forma inconfundible por el signo de “lo católico”. El tiempo de la decadencia, las diferencias de juicio entre los españoles respecto a sus causas, la teoría de las dos Españas, que prende en la conciencia de sectores importantes e influyentes de la sociedad española con incidencia popular creciente a partir del siglo XVIII, no sin encontrar fundamento en “errores históricos” ¡“los errores de España”! -la expulsión de los judíos y moriscos, la Inquisición, el repliegue universitario e intelectual…-[13], por no calificarlos de “pecados” de los cristianos españoles -sin excluir, ni mucho menos, a los hombres de Iglesia-, no impiden que la luz de la fe católica, la forma cristiana de la existencia y la presencia de la Iglesia católica continúen siendo esenciales en la configuración histórica de la realidad de España durante los siglos XIX y XX, siglos de divisiones dolorosas, de persecuciones y guerras fratricidas de todos conocidas, y que culminaron en la trágica experiencia de 1936-1939.
Es curioso al respecto constatar cómo todos los numerosos textos constitucionales españoles presentados en ese período histórico –aprobados o no-, desde la Constitución de Cádiz de 1812 hasta la vigente de 1978, excepto el proyecto de la Constitución federal de 1873 que no llegó a tener vigencia, y la Constitución de 1931 de la Segunda República, reconocieron positivamente el valor singular de la Iglesia Católica en la ordenación del Estado y de la sociedad, incluso con la fórmula de Religión oficial. Y cómo, paralelamente, la regulación jurídica de las relaciones Iglesia Estado se encauzó siempre por la vía concordataria: desde el Concordato de 1763, pasando por el de 1851 -que ni siquiera los gobiernos de la II República llegaron a “denunciar” formalmente- y el de 1953, hasta llegar a los Acuerdos de 1976 y 1978. De hecho, y a pesar de los efectos devastadores de las medidas desamortizadoras del siglo XIX en lo material, lo cultural y lo pastoral, la Iglesia y los católicos españoles, en su inmensa mayoría, aportaron a su país en las condiciones más dramáticas de su pueblo, internas y externas, y en las de la sociedad contemporánea, luz sobre la verdad del hombre y vidas entregadas al servicio de los más pobres y necesitados: necesitados de respuesta religiosa, de educación integral, de atención sanitaria, de pan y de trabajo…, de condiciones mínimas para el bien de las familias; vidas dispuestas siempre a la reconciliación y la paz. Y lo hicieron con nueva y muchas veces heroica dedicación y generosidad, en la Patria y fuera de ella, especialmente en las zonas más pobres y hambrientas del planeta.
3. El presente: España y la Iglesia Católica
Conscientes de la instantaneidad fugaz del presente en el desgranarse del tiempo, podemos, sin embargo, concebirlo y caracterizarlo como el marco social, político y cultural vigente en la vida de un pueblo o de una gran comunidad humana hasta el punto de condicionar decisivamente –“nolens, volens”, quiérase o no- toda su existencia actual y su destino futuro: el de las familias y de las personas que la integran.
El presente actual de España puede enmarcarse con toda legitimidad histórica en el período de tiempo que da comienzo con la transición política de la década de los setenta y concluye con la aprobación de la Constitución de 1978 que la culmina; pero que, a la vez, abre un nuevo capítulo de su Historia no cerrado todavía.
Los objetivos y las aspiraciones básicas, que inspiraron y presidieron la conducta de la inmensa mayoría de la sociedad española en los años claves de la década de los setenta y ochenta, podrían resumirse en el deseo crecientemente sentido de una reconciliación de todos los españoles, superando para siempre el trauma de “las dos Españas” y las tentaciones de ruptura interna y de disgregación nacional a través de la instauración de un Estado democrático de derecho en la forma de Monarquía parlamentaria y vertebrado en Comunidades Autónomas. Un orden político-jurídico que facilitase, por tanto, la realización de una sociedad libre y solidaria, abierta y sensible a los valores humanos, espirituales y religiosos, insertos en su gran y compleja tradición histórica. Los resultados de esos esfuerzos y compromisos, compartidos con noble y leal generosidad por muchos, están a la vista y merecen la gratitud de las personas de buena voluntad, máxime cuando se han desarrollado bajo la amenaza permanente de un terrorismo implacable.
La Iglesia y los católicos en general contribuyeron con todo su empeño al logro de ese gran proyecto de reconciliación nacional en los momentos más críticos de su gestación y elaboración, y, luego, a lo largo de todo el camino social y político, recorrido hasta hoy. El Concilio Vaticano II había preparado providencialmente a la Iglesia para esta tarea a través, sobre todo, de la Declaración “Dignitatis humanae” sobre la libertad religiosa, y de la Constitución Pastoral “Gaudium et spes” sobre la Iglesia en el mundo actual. Los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 (con la anticipación del de 1976) y su desarrollo legal y administrativo ulterior, situaron las relaciones Iglesia-Estado en el contexto del derecho a la libertad religiosa, entendido y aplicado sin reserva alguna como el cauce positivo no sólo para la profesión, la enseñanza y la práctica religiosa de la fe, sino también para la presencia de la Iglesia en todos aquellos puntos neurálgicos de la sociedad donde se requería servicio a la persona humana, a sus derechos más fundamentales y a la familia, a la vez que compromiso solidario y entregado con los más necesitados. Presencia planteada siempre en las coordenadas del diálogo democrático y respetuosa de la autonomía de los seglares católicos en el ejercicio de sus responsabilidades propias e intransferibles en la vida civil: personal, familiar, cultural y socio-política.
Naturalmente no faltaron ni faltan las sombras en la realización de ese nuevo y gran proyecto histórico puesto a andar en el último tercio del siglo XX y que nos abría, por otro lado, las puertas de la Unión Europea. No se aclaran suficientemente en la discusión política y en el comportamiento social lo que podríamos llamar -con la frase que presidió y constituyó el tema del diálogo entre Jürgen Habermas y Joseph Rtazinger (el actual Papa Benedicto XVI) el 19 de enero del pasado año 2004 en la Academia Católica de Baviera en Munich- “los presupuestos pre-políticos, éticos, del Estado libre y democrático de derecho”; se debilita la comprensión de los contenidos políticos y sociales de la categoría central de solidaridad en la configuración de la unidad de España y de los españoles; se diluye la conciencia del valor insustituible del verdadero matrimonio y de la familia para el futuro de la persona y de la sociedad con unas consecuencias demográficas irreparables; la integración del fenómeno de la emigración, con sentido de la dignidad de la persona humana y con respeto al bien común, se hace crecientemente difícil…
¿Cómo afrontar el futuro de España en esta situación? ¿Cuál puede y debe de ser la aportación de la Iglesia Católica?
III. LA IGLESIA CATÓLICA EN EL FUTURO DE ESPAÑA.
Si no se olvida lo importante que es para la pervivencia y el desarrollo fructífero de una sociedad el superar una concepción puramente utilitarista del sentido y del valor de sí misma, la tarea y la responsabilidad de la Iglesia Católica en el futuro de España es evidente. Es bueno aquí, en este contexto, recordar -aunque sólo sea por vía de mención- la diferencia entre “Gesellschaft” -sociedad- y “Gemeinschaft” -comunidad- elaborada por la filosofía social alemana en el siglo XIX y madurada en el primer tercio del siglo XX[14]. Porque una sociedad que no se funda en una comunidad de ideales de vida y de valores morales fundamentales compartidos, de convicciones básicas sobre el sentido de la existencia y sobre sus expresiones espirituales y/o religiosas, difícilmente podrá conseguir que la cooperación solidaria y la conciencia de la responsabilidad ciudadana se despierten y se mantengan vivas al servicio del bien común. En el diálogo antes citado de Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger[15] había coincidencia en afirmar la urgencia de establecer en la conciencia de la sociedad de la Europa postmoderna la convicción de la necesidad de valores humanos fundamentales comunes, previos a la constitución de la comunidad política y del Estado. El Cardenal Ratzinger denunciaría a este respecto tres meses más tarde, en la homilía memorable de la apertura del Cónclave que le llevaría a la Sede de Pedro, los intentos muy poderosos e incitantes de instalar en el mundo global de comienzos del Tercer Milenio “la dictadura del relativismo” bajo el pretexto de las exigencias culturales y políticas del principio de secularización de la vida pública[16].
El primer servicio que la Iglesia Católica debe prestar al pueblo y a la sociedad española hoy y de cara a su futuro, es el de ser activamente fiel a su misión de anunciar, celebrar y servir al Evangelio, privada y públicamente; es decir, el de ser ella misma en el contexto de un diálogo respetuoso y abierto con toda la sociedad y de un compromiso permanente con el principio de solidaridad entendido y aplicado al problema de la unidad de España con toda la hondura de las exigencias de la caridad cristiana. O lo que es lo mismo, el de ser “signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana”, como lo enseña y expresa con nueva y rica precisión filosófico-jurídica y teológica el Concilio Vaticano II[17]. Ese Evangelio es el que ha transmitido y tratado de encarnar la Iglesia a lo largo de toda la Historia de España, cierto, en medio de las debilidades y pecados frecuentes de sus hijos, pero también a través de la vida de sus incontables mártires y santos. La historia del siglo XIX y XX de España es una de las más fecundas desde el punto de vista de la santidad y del martirio. Es la Noticia de Jesucristo, Redentor del hombre, la Buena Noticia de la esperanza. Evangelio que ha entusiasmado a generaciones enteras de españoles hasta el punto de convertirlos en sus misioneros más allá de las fronteras patrias: en el Nuevo Mundo descubierto por ellos mismos en un momento estelar de su historia, y en “todos los mundos” en los que se ha dividido el planeta en el tiempo presente. Entusiasmo que dura y pervive hoy intacto; contagioso para las nuevas generaciones.
De ese Evangelio brota un convencimiento íntimo sobre la verdad del ser humano en su relación con Dios, decisiva para que la sociedad pueda volver a comprender y afirmar los derechos fundamentales de la persona humana en toda su integridad, comenzando por el derecho a la vida desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, el de la libertad religiosa, el de formar una familia sobre el fundamento del verdadero matrimonio, y siguiendo por el derecho de los padres a elegir la educación moral y religiosa de sus hijos, hasta el derecho al trabajo y los otros derechos sociales, económicos y culturales, reconocidos por los Tratados Internacionales vigentes. Y decisiva, por supuesto, para que se pueda captar en toda su hondura el significado y contenido del bien común. Esa verdad sobre el hombre la concretaba Juan Pablo II en su obra póstuma, “Memoria e Identidad”, teniendo en cuenta la perspectiva filosofico-teológica de la Ilustración racionalista, del modo siguiente: “…el gran drama de la Historia de la Salvación desapareció de la mente ilustrada. El hombre se había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización, solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien existiría y continuaría actuando ‘etsi Deus non daretur’, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado”[18]. El recuerdo de la experiencia nazi estaba viva en el recuerdo de Juan Pablo II al escribir este texto. Y, de ese Evangelio, surgirá y se alimentará la aportación indispensable de la Iglesia para la edificación diaria de la sociedad en forma libre, justa y solidaria de acuerdo con su Doctrina Social. Es el Evangelio de la misericordia y del amor de Cristo que obliga a hacerse cargo con amor de todo hombre hermano, especialmente del más indigente de alma y de cuerpo.
La Iglesia ha de estar muy cerca de las nuevas pobrezas, frecuentemente nacidas como efecto de la crisis del matrimonio y de las familias; de las derivadas de una concepción y de una práctica económica que busca solamente y a toda costa la ganancia y el éxito propio; y de las que resultan de la relativización de todos los valores morales. Y no podrá olvidar en ningún momento el abrirse ella misma y a mover eficazmente la voluntad y comportamiento de sus hijos, a la acogida e integración digna de los emigrantes, hermanos nuestros, siendo conscientes de la implicación de este problema con la problemática de la familia y de su crisis en España. Y, finalmente, de ese Evangelio debe renacer la conciencia de la responsabilidad de la Iglesia respecto al mundo del pensamiento, de la ciencia, del arte y de la cultura en general, en un tiempo de relaciones intensas con la cultura, el pensamiento filosófico y la teología europeas, profundamente afectadas por el llamado “pensamiento débil”. Responsabilidad que compromete a sus instituciones académicas y a todos sus hijos. Del Evangelio ha de brotar una nueva luz e impulso para proponer la cultura de la Verdad y el valor insuperable de una hermenéutica que posibilite el diálogo interdisciplinar, el desarrollo de las ciencias y las propuestas estéticas en el mundo de la literatura y de las artes en el marco intelectual y ético de la búsqueda de la Verdad.
En una palabra, la Iglesia quiere estar presente en el futuro de la realidad histórica de la España contemporánea con la misma dedicación, el mismo amor y con la misma pasión por el Evangelio con que lo ha estado en los mejores momentos de su historia bimilenaria.
Y lo que no dejará de hacer nunca es orar por España, para que conserve viva la herencia de la fe y la herencia de la cultura florecida en el tronco de la tradición cristiana, y mantenga viva la unidad solidaria de todas sus gentes, de todos los españoles, con el espíritu con el que Juan Pablo II invitaba a todos los católicos italianos en el mensaje dirigido a la Conferencia Episcopal Italiana el 6 de enero de 1994, momentos difíciles para Italia, al proponerles “una gran oración” por Italia: por la guarda efectiva de su identidad cristiana y de su unidad[19] y con el mismo espíritu con que nos instaba a los católicos españoles a ser testigos del Evangelio y fieles a las raíces católicas de nuestra historia común en España y en Europa en su inolvidable y última visita los días dos y tres de mayo del 2003. Él mismo llamó a España repetidas veces “Tierra de María”. A ella habremos de confiar “esa gran oración por España” que tanto se necesita en estos momentos tan cruciales de nuestra historia que estamos viviendo.
[1] Cf. Julián Marías, España Inteligible, Madrid 2002, 416.
[2] Ramón Menéndez Pidal, Los Españoles en la Historia. Introducción a la Historia de España. T. I, vol. 1, Madrid 19542, LIV.
[3] Julián Marías, España Inteligible, Madrid 2002, 57-59.
[4] Ramón Menéndez Pidal, Los Españoles en la Historia. Introducción a la Historia de España. T. I, vol. 1, Madrid 19542, LVII y ss.
[5] Julián Marías, España Inteligible, 155 y s.
[6] Julián Marías, España Inteligible, 169.
[7] Cf. Julián Marías, España Inteligible, 401.
[8] Melquíades Andrés Martín, Ensayo sobre el Cristianismo Español, Madrid 2005, 12.
[9] Julián Marías, España Inteligible, Madrid 2002, 121.
[10] Ibid. 135.
[11] Cfr. Reinhold Schneider, Philipp II oder Religion und Macht, Frankfurt/M. -Hamburg, 1960,56: „Das ist namenlose Angst, die ihn foltert: dass Seelen verlorengehen könnten; dass das Volk, das er dem Herrn entgegenführen soll, abirrt vom Weg“. Cfr. Antonio Mª Rouco Varela, Estado e Iglesia en la España del siglo XVI, Madrid 2001, 48-54. (Traducción del original alemán: “Staat und Kirche im Spanien des 16“. Jahrhunderts, München 1965).
[12] Cfr. Antonio Mª Rocuo Varela, Conciencia y poder en la doctrina católica. Algunos reflexiones teológicas en la España de los 90, en: Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Año XLVIII, N. 73, 341-357.
[13] Cfr. Julián Marías, España Inteligible, 227 ss; 393 ss; Ramón Menéndez Pidal, ibid. XLII ss; LXXI ss.
[14] Cfr. Ferdinand Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft, Darmstadt,1970.
[15] Jürgen Habermas-Joseph Ratzinger, Dialetik der Säkularisierung, Freiburg I.B, 2005
[16] Sobre ese peligro y sus consecuencias para la Europa del futuro, situada en la encrucijada de una proximidad y de un diálogo cada vez más difícil con el Islam, había habido coincidencia anteriormente, en la primavera del año 2004, del Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Joseph Ratzinger y el Prof. Pera, Presidente del Senado Italiano. Vid. J. Ratzinger-M. Pera, Senza radici. Europa, Relativismo, Cristianismo, Islam, Roma 2004.
[17] Cfr. Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 76.
[18] Juan Pablo II, Memoria e identidad. Al filo de dos milenios, Madrid 2005, 24.
[19] L’Osservatore Romano, Edición española n. 2, 14, de enero de 1994, 8. El Papa se refiere a la situación italiana creada entonces: “Me refiero especialmente a las tendencias corporativas y a los peligros de separatismo que, al parecer, están surgiendo en el país. A decir verdad, en Italia, desde hace mucho tiempo, existe cierta tensión entre el Norte, más bien rico, y el Sur, más pobre. Pero hoy en día esta tensión resulta más aguda. Sin embargo, es preciso superar decididamente las tendencias corporativas y los peligros de separatismo con una actitud honrada de amor al bien de la propia nación y con comportamientos de solidaridad renovada. Se trata de una solidaridad que debe vivirse no sólo dentro del país, sino también con respecto a toda Europa y al tercer mundo”.