El poder del amor divino
Mis queridos hermanos y amigos:
Desde la vivencia litúrgica del tiempo y de sus ritmos, el presente domingo es el último del año. La Iglesia lo celebra como el domingo de Jesucristo, Rey del Universo, “el Hijo muy amado”, en quien “Dios todopoderoso” -como reza la oración colecta- quiso “fundar todas las cosas”.
Saber que estamos fundados en Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, hecho carne en el seno purísimo de María, nos debe de llenar de consuelo en cualquier circunstancia de la vida, sobre todo en las más desventuradas; pero también, en cualquier coyuntura histórica, aún la más difícil desde el punto de vista de la realidad social en la que estamos inmersos. Nada hay en el devenir de la historia, por muy trágica que esta sea, que pueda hacer tambalear este fundamento que es Cristo. Más aún, esta certeza nos debe de llenar de confianza y de vigorosa y activa serenidad, sobre todo a los hijos de la Iglesia, porque si todo el Universo tiene ya indefectiblemente como Rey a Jesucristo, mucho más la Iglesia, de la que es Cabeza, Esposo… su invisible Pastor, lleno de ternura para todos: los que están dentro y los que están fuera de ella misma. Podríamos, llenos de razón, exclamar con San Pablo: si Cristo está con nosotros ¿quién estará contra nosotros? ¡Nadie, ni nada! Ninguna fuerza humana o sobrehumana, por muy poderosa que ella sea -¡ni siquiera la muerte!-, nos podrá separar de su amor.
La cultura de nuestro tiempo está profundamente imbuida, en todas sus manifestaciones, de una concepción del poder del hombre en relación con el cosmos y consigo mismo -con el ser humano- que no conoce otros límites que los del propio interés personal y/o colectivo, a pesar de la evidencia objetiva de que la realidad del mundo circundante nos es dada, de que nosotros mismos -¡el hombre!- venimos de “otro”, del “Otro”. ¿Quién se ha dado la existencia a sí mismo? ¿Quién se atreve a asegurársela un solo instante de su vida? En el fondo de la cultura contemporánea dominante late una posición de orgulloso endiosamiento que nos aboca una y otra vez, cuando lo adoptamos como pauta personal de conducta, al fracaso personal en nuestra existencia; y que, cuando se convierte en el trasfondo ideológico del comportamiento social y del ejercicio del poder, sea el que sea, lleva inexorablemente a modos y fórmulas de convivencia insolidarios y carentes de libertad: de libertad respetuosa de la dignidad de toda persona humana y de sus derechos fundamentales. La lección que nos ha dado a este respecto la historia del siglo pasado es extraordinariamente elocuente: inventó “el superhombre” de la modernidad y concluyó con los regímenes políticos más totalitarios y sanguinarios de la historia, con las secuelas de dos guerras mundiales, a su vez las más cruentas que recuerda la memoria de la humanidad. Esta cultura que dice y quiere desconocer a Dios, al menos en la práctica, la caracterizaba muy certeramente Juan Pablo II como una cultura del poder y de un estilo de vida “etsi Deus non daretur”, como si no existiese Dios, y Benedicto XVI como la cultura de “la dictadura del relativismo”. Desconoce a Dios y así, inevitablemente, se ve forzada a desconocer lo que es verdaderamente el hombre y a no comprender su historia. No quiere caer en la cuenta de la fragilidad de la libertad humana, siempre tentada por la fascinación del mal, y desprecia aquella verdad a la que se refiere San Pedro cuando escribe en su primera carta: “Sed sobrios, estad alerta, que vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar; resistidle firmes en la fe” (1Pe 5,8-9).
Frente a esta cultura -en definitiva, cultura de la muerte- la liturgia de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, nos abre de nuevo el horizonte último y definitivo de la vida al recordarnos como el plan salvador de Dios para el hombre ha alcanzado su momento culminante: ¡el Hijo, por quien fue hecho todo y en quien consiste todo, se ha rebajado hasta hacerse uno de nosotros, asumiendo la muerte y una muerte de Cruz, como el nuevo y eterno Sacerdote que se ha ofrecido, una vez por todas, “como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz”, haciéndose permanente actualidad en el altar de la Eucaristía. ¡La humanidad ha sido liberada de la esclavitud del pecado!, más aún: ¡toda la creación! El hombre puede, si quiere, comprender y vivir ya “el poder” -todas las ricas posibilidades interiores y exteriores que le han sido dadas por su condición imagen de Dios, sobre todo su libertad- como un servicio y compromiso con la liberación integral de sí mismo y de toda la naturaleza creada -¡del cosmos!- que se realiza en el amor aquí y ahora, históricamente, en la forma de la experiencia crucificada de la Gracia, y que se consuma luego en la Gloria Eterna.
Los fundamentos de nuestra esperanza, queridos hermanos y amigos, son pues inconmovibles. Las razones para el compromiso del amor cristiano, vivido en la comunión de la Iglesia y entregado al hombre hermano, poseen una fuerza de convicción interior irresistible. A esos fundamentos y a esas razones se accede por la fe que nos abre lo más íntimo y central de nuestro ser -¡nuestro corazón!- a la conversión: a Jesucristo, Redentor del hombre. ¡Cuánto importa, si queremos que el reinado de Jesucristo vaya impregnando la creación y la humanidad entera -¡a Madrid!-, ser transmisores de la fe a todos, como nos lo pide nuestro III Sínodo Diocesano! Si contamos con María, la Madre del Salvador , Virgen de La Almudena; si la “acogemos en nuestra casa” sin reserva alguna, entonces notaremos cómo va abriéndose paso en el corazón y en la vida de los madrileños “ese reino eterno y universal” de Aquél que nos ha amado hasta la muerte y una muerte de cruz: “el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.
Con todo afecto y mi bendición,