Catedral de La Almudena, 24.XI.2005, 20’00 h.
(Ef 4, 1-6; Jn 17, 11b. 17-23)
Queridos Hermanos, Sres. Cardenales, Arzobispos, Obispos y Presbíteros concelebrantes,
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
I. La hora histórica del Concilio Vaticano II
Están a punto de cumplirse cuarenta años de la solemne clausura del Concilio Vaticano II por el Papa Pablo VI. El día de la Inmaculada del año 1965 concluía solemnemente en la Basílica de San Pedro un Concilio que había iniciado su andadura con su primer período de sesiones el 11 de octubre de 1962 y que, después de un recorrido de tres períodos más de sesiones en los otoños de los años siguientes 1963, 1964 y 1965, había llegado a su meta final dirigiendo una serie de Mensajes a la humanidad: a los gobernantes y a los hombres del pensamiento y de la ciencia, a las mujeres, a los trabajadores, a los enfermos y a todos los que sufren, y a los jóvenes. Eran mensajes llenos de esperanza y reflejaban el aliento evangelizador que había inspirado todo el acontecimiento conciliar desde su anuncio el 25 de enero de 1959 por el Beato Juan XXIII hasta su fin, ese día 8 de diciembre, Fiesta de la Inmaculada Concepción de 1965. Un Concilio que había sido convocado y celebrado en un clima de plena paz y comunión eclesial como pocas veces había ocurrido en la historia larga y compleja de los Concilios Ecuménicos. Tras una preparación, relativamente corta, de tres años, había logrado abordar en cuatro años intensos de trabajo y de deliberaciones un rico y basto programa doctrinal y pastoral que en cuatro Constituciones −tres dogmáticas y una pastoral− nueve Decretos y tres Declaraciones proyectaba nueva luz de una forma casi exhaustiva en el testimonio y enseñanza de la fe, en la renovación de toda la vida cristiana y en su dinamismo misionero y santificador de las realidades temporales. El acompañamiento con que toda la Iglesia había seguido el curso del acontecimiento conciliar, con la oración intensa de los fieles y con la activa atención prestada a través de los Medios de Comunicación, no conocía tampoco precedente alguno.
Se podría afirmar con toda verdad que los sucesores de los Apóstoles, con Pedro a la cabeza, en un momento de encrucijada para el mundo, habían asumido decidida y valientemente las exigencias de su vocación y de su ministerio apostólico: “para el perfeccionamiento de los santos”… “y la edificación del Cuerpo de Cristo”, tratando con “pasión” espiritual y eclesial de que los cristianos −y, con ellos, todos los hombres de buena voluntad− llegasen “a la unidad de la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud” (Cfr. Ef 4,1-6).
No se puede olvidar la hora histórica en que fue anunciado, convocado y celebrado el Concilio Vaticano II. Europa, atravesada por “el telón de acero”, había visto pocos meses antes de la convocatoria del Concilio, el 25 de diciembre de 1962, cómo una de sus ciudades más emblemáticas, Berlín, era también partida por un muro que iba a rodearla y a aislarla totalmente en su parte occidental. ¡Todo un símbolo de a qué términos social y políticamente tan inhumanos podía llevar una visión tan radicalmente materialista del hombre! Desvelando, a la vez, la impotencia de una concepción de la libertad, incapaz de amoldarse a la voluntad de Dios, para responder adecuadamente a tal desafío. “El muro de la vergüenza” permanecería hermético e impenetrable hasta su derrumbamiento, inesperado y sorprendente el 9 de noviembre del año 1989. Por otro lado, emergían en el horizonte de la comunidad internacional, como una nueva y dolorosa realidad, los países de lo que entonces comenzaba a llamarse “el Tercer Mundo”, resultado del proceso global de descolonización puesto en marcha por las Naciones Unidas al término de la Segunda Guerra Mundial. Occidente −dentro del cual, con sus conocidas peculiaridades, se encontraba España− había entrado de lleno en la sociedad del bienestar y de la abundancia. A “los milagros económicos” sucedían otros problemáticos “milagros” en la forma de apuestas por fórmulas hedonistas y egoístas de vida.
El reto pastoral para la Iglesia resultaba formidable.
II. La Respuesta del Concilio
Se ha dicho que la respuesta del Concilio a los interrogantes de su tiempo, intra y extra-eclesiales, había sido “eclesiocéntrica” preferentemente, llevando a termino y completando la Eclesiología inconclusa del Concilio Vaticano I. ¡Qué duda cabe que en el primer plano de las preocupaciones conciliares del Vaticano II se encontraba el deseo de mostrar al hombre contemporáneo −del último tercio del siglo XX− el verdadero rostro de la Iglesia de Jesucristo!
También se ha dicho que el Concilio había dirigido su atención principal a la renovación pastoral de la Iglesia, de sus estructuras, de sus miembros, de los métodos a aplicar en la realización de su misión, acorde con “los signos de los tiempos”. ¿Quién puede dudar de ello? Bastaría fijarse en el conjunto de directivas, orientaciones y normas canónicas, contenidas en los documentos conciliares, para llegar a la afirmación del carácter netamente pastoral del Concilio Vaticano II.
Pero esto no es todo. ¡Ni mucho menos! Si nos aproximamos al todo y al interior mismo de la realidad conciliar a la luz del Magisterio Pontificio ulterior y, muy especialmente, del de Juan Pablo II, nos encontramos con el descubrimiento del significado singular ¡verdaderamente central y medular! del Misterio de Cristo Salvador del hombre, en el que culmina la historia de la salvación, obra de la Santísima Trinidad, para comprender a fondo el Concilio, su doctrina sobre la Iglesia y el principio animador de todo su programa de renovación pastoral: para comprenderlo y poder aplicarlo recta y fructuosamente. Aplicación pendiente, todavía en gran medida, de una fiel y completa realización, tanto en lo que concierne a la vida interna de la Iglesia −su “Comunión”− como en lo que mira al ejercicio de su misión inabdicable: la Evangelización.
III. El Postconcilio: Luces y sombras
Son muchas las sombras; pero también muchas las luces que pueden observarse en la vida de los cristianos y en el panorama general de la vida de la Iglesia a través de los cuarenta años transcurridos desde la inauguración del Concilio el lejano 11 de octubre de aquél 1962, en el que se mascaba una gravísima crisis internacional, la conocida como la crisis de los misiles de Cuba −que estuvo a punto de precipitar al mundo en una guerra atómica y que sería la Tercera Guerra Mundial−, hasta nuestros días, vísperas de la Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.
¿Quién puede olvidar y, menos, ignorar, por ejemplo, el río de abandonos de sacerdotes, de consagradas y consagrados en unas proporciones desconocidas al menos desde la crisis protestante del siglo XVI? El hecho de su secularización iría acompañado de un proceso de secularización interna de la misma vida de la Iglesia que hirió el nervio mismo del apostolado seglar. El fenómeno del disenso eclesial fue su resultado natural. La Exhortación Postsinodal “Iglesia en Europa” reconocía y explicaba el proceso secularizador claramente; y los Obispos españoles, en el último Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española, constatábamos la fuerza que adquirió en España y sus efectos negativos en la existencia cristiana y en el testimonio y capacidad evangelizadora de la Iglesia. En el trasfondo cultural era fácil adivinar el relativismo existencial, profundamente materialista, que había dominado las sociedades contemporáneas más acá y más allá del “telón de acero”.
Pero las luces fueron muchas. Nacían nuevas formas y realidades, inspiradas por el Espíritu Santo, a la hora de realizar la vocación y el ministerio sacerdotal, la vida consagrada y la vocación del seglar en la Iglesia y en el mundo; crecía y se intensificaba la unidad de la Iglesia, sobre todo, de sus jóvenes en torno a la figura y el ministerio del Sucesor de Pedro, y Vicario de Cristo para la Iglesia Universal. Es más, se descubría un nuevo itinerario espiritual y eclesial para el encuentro con Cristo, visto a la luz de su Ministerio Pascual, de la mano de la reforma litúrgica y en el contexto de un más hondo aprecio de la Palabra de Dios y de su vivencia eucarística. Se toma una mayor y más firme conciencia del Sacramento de la Eucaristía como “fuente y culmen de toda la vida cristiana”. Quedaba así abierto el camino interior para un mejor y más ardiente conocimiento y amor de Jesucristo, el Redentor del hombre. Así, la Carta Apostólica del inolvidable Siervo de Dios Juan Pablo II, “Novo Millenio Ineunte”, terminado el gran Jubileo del año 2000, podría invitar a la comunidad eclesial, a sus pastores y fieles, recogiendo los frutos de la mejor siembra conciliar, a mirar y a contemplar el rostro de Cristo y a emprender con nueva autenticidad el camino de la santidad.
De este modo, a través de la experiencia pascual del Misterio de Cristo, la Iglesias respondía a la nostalgia oculta de Dios que se respiraba crecientemente en el corazón de las nuevas generaciones; se comprometía con clara decisión en la defensa y promoción de la dignidad personal de todo ser humano −¡de la trascendencia de la persona humana!−, como había enseñado la “Gaudium et Spes”, y acogía y fomentaba el nacimiento de una nueva y más personal sensibilidad para la solidaridad con los más necesitados y para la paz mundial. La unidad de los cristianos y el diálogo interreligioso, sobre todo, el judeo-cristiano, se abría paso como aspecto irrenunciable de una Evangelización que quería llegar con el anuncio íntegro de Cristo y de su salvación a todos los hombres.
IV. El futuro
El Concilio Vaticano II sigue vigente como camino abierto para el futuro de la Iglesia al iniciar el Tercer Milenio de su historia. Así lo han reafirmado Juan Pablo II en su incansable Magisterio de sus veintisiete años de pontificado y, ahora, Benedicto XVI desde su primer discurso al Colegio Cardenalicio al día siguiente de su elección para la Silla de Pedro. ¡Sigue abierto como camino de Evangelización en y desde la Comunión de la Iglesia! Necesitamos para recorrerlo de la guía doctrinal y pastoral del Sucesor de Pedro. Necesitamos empaparnos, unidos a su Magisterio, de la oración sacerdotal de Cristo:
“Padre Santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Conságralos en la verdad… y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad”.
“… yo en ellos y, tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí”.
“No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos para que todos sean uno, como tú, Padre en mí, y yo en ti…” (Cfr. Jn 17, 11b. 17-23).
Necesitamos acogernos a la oración y al amor de María, Madre de la Iglesia, siempre más fina y tiernamente comprendida y amada por el pueblo cristiano a lo largo de los cuarenta años de postconcilio.
V. La Iglesia en España
La acogida y la aplicación del Concilio Vaticano II ha seguido en España, dentro y fuera de la Iglesia, una trayectoria semejantes al resto de las naciones del mundo occidental. No parece que quepa a este propósito ninguna reserva especial, vista la historia postconciliar de la Iglesia en España desde la perspectiva de su vida interna y de las grandes coordenadas sociales y culturales en las que se ha desenvuelto. No ha sido así, sin embargo, desde el punto de vista de la especial y epocal coyuntura política, vivida por España, en los momentos cruciales del postconcilio: los de la llamada transición política y de la instauración de un nuevo orden constitucional. El Concilio Vaticano II ayudó decisivamente a la Iglesia e, indirectamente, a toda la sociedad española, a vivir ese período de la historia de España, clave para su futuro, en un clima de reconciliación y de paz, fundado en el reconocimiento incondicional de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales, afirmados y vividos en el marco de una libre, fraterna y comprometida solidaridad entre todos los españoles.
También para el futuro de la Iglesia en España se impone asimilar con inspiración, fiel y nueva a la vez, el imperativo de ahondar interior y exteriormente en “la Comunión de la Iglesia” y, desde ella, proponerse con renovado vigor apostólico el evangelizar “íntegramente”, obrando la verdad en el amor y amando de verdad y en la verdad. No han perdido, por ello, ni un ápice de actualidad la palabras y las recomendaciones últimas −¡de verdadera despedida de un padre a sus hijos!− dirigidas por Juan Pablo II a la Iglesia en España, en su viaje del mes de mayo de 2003. Nos instó conmovedoramente a recordar nuestra peculiar vocación apostólica, marcada por la inalterable fidelidad al patrimonio católico de nuestra historia común, reviviendo el envío del Señor: ¡”Seréis mis testigos”!; y recordándonos que eso se aprende a serlo en “la Escuela de María”, “la Inmaculada”, “la Madre de España”, “la Mujer Eucarística”.
Amén.