Mis queridos hermanos y amigos:
¡Cuántas veces nos hemos deseado estos días una feliz Navidad! ¡Los más tímidamente cristianos o los olvidadizos de su fe primera, la de su niñez y quizá de su primera juventud, lo habrán cambiado por un simple “felices fiestas”! En todo caso, en nuestros saludos ha andado por medio la felicidad como deseo. ¿Y qué felicidad? ¿Hay distintas clases de felicidad? En un tiempo de triunfo del relativismo como el nuestro, parecería obvio que pudiera hablarse de un pluralismo de la felicidad. No habría, sin embargo, nada más engañoso, porque la felicidad se refiere a nuestra condición de ser hombres y de vivir plenamente como tales; algo de lo que no disponemos, y que no está en nuestras manos ni para cambiarlo, ni manipularlo. Sólo hay una felicidad para el hombre: cuando consigue encontrar, realizar y vivir el amor. Cuando se ama, se es feliz; y si el amor impregna las relaciones humanas, avanza la felicidad. Y, viceversa, si el amor se quiebra o se apaga en las relaciones mutuas y en la configuración de la existencia, se debilita y desaparece la felicidad: se trunca la vida personal, se destruye el matrimonio y la familia y se descompone la sociedad. La clave para conocer la verdad del amor y vivirla, es Dios; y el origen de la negación del amor es el pecado, la rebelión contra Dios. El hombre, en el principio, al romper con Dios, inicia un camino en su historia de oposición a la verdad y a la realización del amor auténtico. Más todavía: se queda sin fuerzas para vivir plenamente en el amor. La consecuencia: se ve condenado a la muerte.
Esa historia, aparentemente fatal, ha quedado superada en raíz por la decisión de un amor más grande, infinitamente superior: la del Dios Misericordioso que envía a su Hijo Unigénito al mundo para salvarlo. La historia del odio y de la muerte, en la que se había precipitado el hombre, queda definitivamente suspendida y cambiada de sentido cuando toma carne en el seno de la Virgen María, se hace hombre, y entra de lleno en esa historia de la humanidad pecadora el día de su Nacimiento. Por eso se puede cantar con verdad: ¡en la Navidad nace el amor! Ha nacido en la primera Navidad de aquella ciudad de David, Belén, a la que acuden María y José para empadronarse; no encuentran posada y la Madre, María, da a luz en un pesebre. Y ha nacido hoy, de noche, antes de la aurora, cuando la Iglesia en todo el mundo ha celebrado en su Liturgia la actualidad, ya nunca jamás interrumpida, de aquel nacimiento del Niño Jesús en la noche fría de la ciudad de David, acogido en el regazo caliente de su Madre, y envuelto en pañales por ella con ternura sin igual; y ambos protegidos y cobijados por el cuidado amoroso y tembloroso de José, el castísimo esposo. La noticia del Salvador, tan anhelada por el pueblo de Israel, la reciben en primer lugar unos sencillos pastores, de unos ángeles que cantaban “Gloria a Dios en el Cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”. Esta noche la hemos oído resonar en nuestra Catedral de Santa María de La Almudena y en todas las parroquias de Madrid con música dulcísima que viene de los siglos:
¡Hoy, a punto de fenecer el año 2005 de nuestra era, nos ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor! ¡Ha nacido de nuevo el Amor! ¿Lo sabremos aprovechar para que triunfe en nuestras vidas y en las de la sociedad que nos rodea? ¿para que triunfe en España?
San Pablo le apuntaba a su compañero Tito la fórmula precisa e inexcusable: aprender de nuevo “a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo”. Si “ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación”, como recordaba el mismo Apóstol en su Carta, no queda otra solución que la de adoptar un estilo de vida que haga posible la recepción fructífera de ese don y de Aquél por el que nos viene: Jesucristo. ¡Hay que dejarse amar por Él! ¡Hay que amarle a Él!: ¡hay que adorarlo! ¡Un buen día, el de Navidad, para iniciar la apertura humilde, sencilla, a su Palabra, a sus Sacramentos, a la ley nueva de su Evangelio! Así es como se abren las puertas del alma y de los hombres al don increíble de su amor redentor; así es como se roturan nuevos surcos para la siembra del Evangelio en la sociedad y en el mundo; así es como se generan frutos de santidad personal y de santificación de todos los ámbitos de la existencia humana, incluidos los públicos, y de toda la realidad creada. De este modo, de transparencia patente, llegará –¡podemos estar seguros de ello!– la noticia de la Navidad a todos los hombres de buena voluntad. La esperanza volverá a despertar en el corazón de nuestros contemporáneos porque podrán constatar que el amor verdadero prosigue su camino de triunfo en nuestros días y entre nosotros, del triunfo nacido en Belén de Judá hace poco más de dos mil años: que la felicidad y la paz no son meras utopías y quimeras imposibles, aptas únicamente para ensoñadores sin pies en la tierra; sino realidades comprobables, accesibles, al alcance de nuestras vidas y, en el fondo, invencibles; por donde se llega al gozo de la vida perdurable.
Busquemos la mano de María para que nos conduzca con la humildad debida y la devoción ardiente hasta la Cuna del Hijo, de Jesús, un año más y, así, puedan renacer en nuestras vidas la Gracia, el Amor y la Paz.
“María –nos recordaba nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, en la última Fiesta de la Inmaculada– no sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que como hombre quiso convertirse en hijo suyo. Al estar totalmente unida a Cristo, nos pertenece también a nosotros Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es ‘un ser para nosotros’”.
Con mis mejores augurios para una celebración santa y gozosa del tiempo de la Natividad del Señor y mi bendición,