Mis queridos hermanos y amigos:
La celebración de la solemne Fiesta litúrgica de Santa María, Madre de Dios, que corona la octava de la Navidad, en el día primero del año nuevo, vuelve a traernos el Mensaje de la Paz del Santo Padre. Benedicto XVI ha querido colocarse en la tradición de los dos últimos Papas: Pablo VI, iniciador de las Jornadas Mundiales de la Paz, y el Siervo de Dios, Juan Pablo II, a quienes no ha dudado en calificar como “inspirados artífices de la paz”, los cuales “como incansables Mensajeros del Evangelio, invitaron repetidamente a todos a reemprender desde Dios la promoción de una convivencia pacífica en todas las regiones de la tierra”. Su primer mensaje para la celebración de la Jornada Mundial del año 2006 lleva el título, extraordinariamente incisivo y actual, de “EN LA VERDAD, LA PAZ”.
El año nuevo inicia su andadura hoy con la paz rota o no recuperada en no pocos lugares de la tierra. La situación de la Tierra del Señor –Tierra Santa– y de todo el Oriente Medio continúa ofreciendo la muestra más significativa de la paz amenazada de nuestro tiempo. Una forma de terrorismo nuevo, que no duda en recurrir al suicidio de sus propios ejecutores, pone en peligro y niega de manera dramática la paz. Sus planes de muerte son fruto de un nihilismo trágico y sobrecogedor o de un fanatismo religioso, llamado con razón fundamentalismo. Los primeros niegan la existencia de cualquier verdad; los segundos abrigan la pretensión de imponerla por la fuerza. “Ambos coinciden –dice el Papa– en un peligroso desprecio del hombre y de su vida, y, en última instancia, de Dios mismo”. Ambos tergiversan la verdad de Dios: “el nihilismo niega su existencia y su presencia providente en la historia; el fundamentalismo fanático desfigura su rostro benevolente y misericordioso, sustituyéndolo con ídolos hechos a su propia imagen”. Por eso, advierte el Santo Padre, es deseable que en el análisis de las causas del terrorismo, “además de las razones de carácter político y social, se tengan en cuenta también las más hondas motivaciones religiosas e ideológicas”. Es decir, no es posible abrir y transitar firme y noblemente los caminos de la paz al margen de la verdad de Dios y del hombre.
Para comprender como hay que situar el anhelo de paz y los propósitos y compromisos para realizarla en verdad para nuestro tiempo, el Papa vuelve a recurrir a la definición clásica de la paz que formuló San Agustín para el suyo, convulsionado al máximum por las invasiones de los llamados “pueblos bárbaros” que anegaban los cimientos mismos del “orbe” y de “la paz romanas”: la paz es la “tranquilitas ordinis”, la tranquilidad del orden. Pero ¿de qué orden? De aquel que resulta del conocimiento sincero y de la aplicación fielmente intentada y buscada del “orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador”. Sólo por esta vía de un comportamiento, que lo acepta personal y comunitariamente, se logra una verdadera situación de paz que sea más e implique más que una mera ausencia de conflictos, es decir, que haga positivamente posible el respeto y la realización de la verdad del hombre: de cada persona humana, de su dignidad inviolable y de sus derechos fundamentales; en la que predomine una aspiración al bien común, alimentada en la justicia, la libertad y el amor. No se deberá olvidar nunca que “ese orden” ha sido diseñado y querido por el amor de Dios.
A “esta verdad intrínseca e inapelable de la paz” responde en el hombre lo que el Papa llama “un anhelo imborrable en el corazón de cada persona, por encima de las identidades culturales específicas”. “Todos los hombres pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para poder valorar mejor las propias diferencias históricas y culturales, buscando la coordinación, en vez de la contraposición, con los miembros de otras culturas”. “Estas simples verdades son las que hacen posible la paz”.
¡Cuánta actualidad para España contienen estas enseñanzas del Papa al filo del nuevo año 2006 que ha iniciado su camino hacia un futuro en el que no faltan preocupaciones y temores y al que debemos, especialmente los cristianos, mirar y afrontar con la esperanza que se funda en la certeza de la gracia y de la misericordia divinas! No están lejanos los recuerdos de los atentados continuados de un terrorismo que también entre nosotros revistió caracteres nihilistas y fundamentalistas. No andamos sobrados tampoco de voluntades generosas, dispuestas a la comprensión mutua, clarividente y solidaria, y a la edificación común y fraterna de una sociedad unida por muchos siglos de historia común. Eh ahí un panorama de retos y tareas urgentes que reclaman de los católicos la respuesta del amor de Cristo, manifestado en Belén y Nazareth, guardado y vivido como nadie por su Madre Santísima, la Virgen María, que le dio su carne que es la nuestra –¡carne pecadora!–. A Ella nos confiamos para no sucumbir a la tentación del “padre de la mentira” y poder ser testigos valientes, esperanzados y alegres de la Verdad de la Paz.
Con los mejores deseos de un año en paz, salud y gracia de Dios para todos los madrileños, os bendigo de corazón.