Mis queridos hermanos y amigos:
El pasado viernes, Solemnidad de la Epifanía del Señor, han entrado en vigor las Constituciones de nuestro III Sínodo Diocesano y el Decreto General que lo aplica. Hoy, Fiesta del Bautismo del Señor, se nos ofrece un marco espiritual y pastoral extraordinariamente idóneo y sugerente para llevarlo a la práctica con frutos abundantes en nuestra vida personal y de cara al compromiso apostólico que se nos reclama en la Iglesia y en el mundo: el de ser testigos del Evangelio de la Salvación con un impulso nuevo. Nadie puede sentirse dispensado de esta primera exigencia de la caridad y amor de Cristo que es el servicio y transmisión de la verdad de la Fe. Se lo debemos a nuestros hermanos de Madrid; y además con la urgencia conocida y apreciada en las intensas jornadas de oración y reflexión sinodales; compartidas, en primer lugar, en los numerosísimos grupos eclesiales y, luego, en la Asamblea Sinodal.
Pero ese primer deber de la caridad cristiana, sobre el que nos llamaba la atención el Santo Padre en la Audiencia especial que concedía a los sinodales madrileños el 4 de julio del pasado año, postula por parte nuestra una actitud previa: la de acoger y vivir nosotros mismos el don de la fe con nuevo ardor; para lo cual hay que comenzar, como las cuatro primeras Constituciones Sinodales señalan, por “avivar nuestra conciencia de bautizados”. A todos sin excepción, pastores y fieles, fieles consagrados y fieles laicos, atañe esa primera y fundamental apelación sinodal. Si en nuestra “sociedad sedienta de auténticos valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes –como nos decía Benedicto XVI– ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es ante todo comunicación de la verdad”, es imprescindible que en toda ella –por lo tanto, que en toda la comunidad diocesana de Madrid– se avive personal y comunitariamente la conciencia del Bautismo recibido, de lo que significa el ser bautizado y de la vocación y misión que comporta para la existencia en el mundo.
Nuestro Bautismo se inscribe en esa historia nueva de penitencia, de purificación y renovación evangélicas que se inicia el día en el que Jesús, llegando al Jordán desde la ciudad de su familia, Nazareth, le pide a Juan, el ardiente profeta de la inminente venida del Mesías, que le bautice. Juan se resiste; pero ante la insistencia de Jesús, obedece y lo hace: el puro bautismo del agua significadora de penitencia y de anhelos de una plena revelación de la misericordia infinita de Dios se convierte en aquel instante de la inmersión de Jesús en el Jordán en el Bautismo del Espíritu Santo, el de la conversión radical del hombre a la condición de hijo de Dios. El don de la vida nueva se hacía posible por el Hijo Unigénito, por los Misterios de su Encarnación, Nacimiento, Vida, Muerte y Resurrección, a través de los cuales se revelaba y realizaba el designio salvador del Padre, derramando su misericordia sobre el hombre hasta límites insospechados: hasta el abrazo y acogida en la Casa del Padre.
Avivar nuestro Bautismo según la línea de auténtica renovación de la vida cristiana, marcada por el III Sínodo Diocesano de Madrid, incluye la recuperación de la vocación de ser hombres, “salvados por Jesucristo y llamados a ser testigos suyos”, viviéndola como “misión” en el mundo –Const. 1–. Para asimilar a fondo esta vocación y ser capaces de actualizarla misioneramente no cabe otra fórmula que la de vivir –ayudándonos mutuamente en ello– “el gozo del encuentro con la Persona de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y hombre perfecto, en cuyo seguimiento e incorporación crecemos en humanidad y santidad”. Si esa vivencia es auténtica, se expresará por sí sola –Const. 2–. Cuando se vive el gozo de ser hombres nuevos en el Señor, con el Señor y por el Señor Jesucristo, sin tapujos y sin ocultamientos pacatos de lo que verdaderamente sentimos y experimentamos, entonces sale a la luz la verdadera alegría, contagia a los demás y se suscita inmediatamente la pregunta por el secreto de una existencia en la que el mal no se esconde hipócritamente sino que es vencido constantemente por el bien. Para la evangelización de Madrid, que estamos emprendiendo de nuevo, es de suma importancia, que “en las parroquias y en otros ámbitos eclesiales se formen comunidades vivas en las que la fe en Jesucristo y la vida según el Evangelio sean personal y gozosamente asumidas, y los fieles puedan encontrar una comunidad cristiana viva que los acoja, acompañe, y guíe en el seguimiento de Cristo” –Const. 3–.
La responsabilidad de toda la comunidad diocesana en este empeño es manifiesta; pero lo es de una manera muy específica e intransferible, de sus pastores: del Obispo Diocesano y de sus Obispos Auxiliares, en primer lugar, y, con ellos, de sus sacerdotes. Porque para llevar a buen término este propósito de “avivar nuestra conciencia de bautizados” no podremos olvidar nunca –¡cada uno de nosotros!– que “el Bautismo implica un proceso continuo de conversión y una educación permanente en la fe y en la vida cristiana, como seguimiento de Cristo”. Porque no en otra cosa, ni en otro programa, consiste y se realiza la nueva vida por la que y en la que se salva el hombre que no sea la misma vida de Cristo recibida en el Bautismo y siguiéndole a Él –Const. 4–.
Y, finalmente, no podemos descuidar la oración humilde y perseverante, confiándonos a Nuestra Señora y Madre, la Virgen de La Almudena, la que llevó en su seno y dio a luz al Autor de la Vida, por el que se ha iniciado y hecho posible el nacimiento del hombre nuevo en gracia y santidad en el tiempo y para la eternidad.
Con todo afecto y mi bendición,