Mis queridos hermanos y amigos:
La experiencia del Adviento, vivida en la comunión de la Iglesia, reviste siempre un aspecto de novedad que no se agota nunca ni se agotará jamás hasta el final de los tiempos. En el Adviento se espera cualitativamente mucho más que un acontecimiento de orden puramente humano que, preséntese como se presente, nunca resultará totalmente extraño o contrario a lo que el hombre conoce y realiza en su vida cotidiana. La persona, cuya venida se espera en el Adviento, no es tampoco un simple personaje más o menos poderoso e influyente en la marcha de los asuntos en los que se ocupan los individuos y las sociedades habitualmente. Lo que esperamos en el Adviento es un acontecimiento de salvación cuyo protagonista es Dios mismo. ¡Esperamos la salvación de Dios! ¡Esperamos un Salvador! ¡Una novedad en sí misma inaudita! Porque ¿quién puede pretender obligar o condicionar la voluntad y la libertad de Dios en sus relaciones con las creaturas y, más específicamente, con el hombre, aunque a éste se le conciba como creado a imagen y semejanza suya? ¿Y, sobre todo, cómo puede hombre alguno, después de haber pecado, individualmente o constituido colectivamente como pueblo o comunidad histórica, arrogarse un poder humano sobre Dios? El hombre, por su propia naturaleza finito y limitado y, mucho menos, el hombre de la historia, pecador desde su origen, incluso el de la historia del Pueblo elegido de Israel, no estaba en condiciones ni de exigir nada a su Creador, ni siquiera de tener derecho a la certeza y seguridad humana de que Dios atendería en cualquier caso a sus demandas y peticiones. Por ello, cuando los Profetas de Israel dan a conocer la promesa de Yahvé de que enviará un Mesías, un Ungido por su Espíritu, para salvar a Israel y al mundo de su pecado y, consiguientemente, de la muerte, la novedad de lo anunciado era absoluta y la expectación suscitada en el pueblo, sin límites.
El anuncio profético fue interpretado para todos los gustos. Las fórmulas de interpretación iban desde las más temporales, en consonancia con los proyectos y objetivos políticos de Israel, a las más hondamente religiosas de “los pobres de Yahvé”, en correspondencia con su búsqueda permanente y humilde del perdón y de la misericordia divina, en una palabra, de la salud del alma y del don de la vida eterna. ¡Una consoladora novedad que el hombre soberbio y pecador no podía esperar por sí mismo! Pero la novedad de la inmerecida Salvación de Dios se hizo verdad en el seno purísimo de la Virgen María, la doncella de Israel por excelencia, en virtud de la decisión amorosa de Dios Padre que quiere entregar a su Hijo Único para la verdadera, plena e íntegra salvación del hombre, ungido en su humanidad por el Espíritu Santo, la Persona-Amor en el Misterio del Dios Uno y Trino. Por eso la Iglesia, después de que hubiese llegado la plenitud de los tiempos, la hora de la Encarnación y Nacimiento del Mesías de Dios, pudo cantar, orando desde hace siglos al llegar el tiempo litúrgico de Adviento, una bellísima antífona:
“Oh Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando de uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la salvación”.
Esa “Novedad” de la Sabiduría de Dios, “que es Amor” y que “no pasa”, es la que esperamos de nuevo con “renovada novedad” en este Adviento del 2006 junto con toda la Iglesia, en la comunión de fe, esperanza y amor, que preside su Pastor Supremo, el Sucesor de Pedro, Benedicto XVI, sintonizando espiritualmente y pastoralmente con su discernimiento luminoso de “los signos de los tiempos”, que él nos ofrece continuamente a través de su Magisterio, ejercitado en el día a día del mundo de nuestro tiempo, al que hay que anunciar la Buena y siempre Nueva Noticia de que la Salvación de Dios es un hecho irreversible, revelado, manifestado, vivo y operante en el presente y el futuro del hombre y, por supuesto, en la actual hora histórica de la familia humana. Uno de los acentos doctrinales y pastorales de ese Magisterio pontificio, más relevantes para este Adviento del 2006, es el de querer despertar y abrir los oídos y los ojos del alma a la verdad de Dios y a su presencia en la vida y la historia de toda la humanidad y de cada uno de nosotros. Ante los intentos reiterados por grupos y movimientos poderosos en nuestra sociedad de promover una cultura –incluso “una cultura navideña”– sin Dios y ante sus consecuencias humanas inevitables de cerrar los caminos a la verdadera esperanza de una vida y de un orden social, digno de la vocación trascendente del hombre, es preciso ofrecer la fórmula de la apertura interior y exterior de cada persona y de la sociedad a la verdad y a la gracia de su Creador y Redentor: la fórmula de la verdadera esperanza, la fórmula limpia, nueva, del Evangelio, que encontró su primera y modélica realización en María, la Madre del Mesías ¡el Señor!, que desde el principio inmaculado de su existencia terrena no se rebeló contra Dios, antes al contrario, se entregó a su santa voluntad incondicionalmente: “Eh aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. A “una cultura navideña” sin Dios termina por no importarle tampoco el lograr una verdadera cultura de rostro humano, en la que la vida de los más indefensos y la suerte de los más débiles quede plenamente a salvo.
A la Virgen del Adviento, nuestra Madre y Señora de la Almudena, le pedimos que nos acompañe en esta hora nueva de salir al encuentro de su Hijo con el corazón humilde y sencillo, abierto plenamente a su llamada, cercana su Natividad ¡fiesta de gozo y de salvación! ¡Pidámoselo, sobre todo, para los jóvenes de Madrid! ¡Para su “Misión Joven”!
Con todo afecto y mi bendición,