Al cumplirse los diez años de la beatificación del gitano Ceferino Giménez Malla, conocido popularmente como “el Pelé”, me ha parecido oportuno recordar su figura, ya que se trata del primer beatificado de su raza que la Iglesia propone como modelo de vida cristiana.
La gracia del martirio, que tuvo lugar el 8 de agosto de 1936, fue la coronación de una vida cristiana ejemplar que fue creciendo desde su acercamiento a la Iglesia en una vida de fe y de práctica de las virtudes. En la homilía de la beatificación, Juan Pablo II destacó que “la frecuente participación en la Santa Misa, la devoción a la Virgen María con el rezo del rosario, la pertenencia a diversas asociaciones católicas, le ayudaron a amar a Dios y al prójimo con entereza. Así, aún a riesgo de la propia vida, no dudó en defender a un sacerdote que iba a ser arrestado, por lo que le llevaron a la cárcel, donde no abandonó nunca la oración, siendo después fusilado mientras estrechaba el rosario en sus manos. El beato Ceferino Giménez Malla supo sembrar concordia y solidaridad entre los suyos, mediando también en los conflictos que a veces empañan las relaciones entre payos y gitanos, demostrando que la caridad de Cristo no conoce límites de razas ni culturas. Hoy ‘el Pelé’ intercede por todos ante el Padre común, y la Iglesia lo propone como modelo a seguir y muestra significativa de la universal vocación a la santidad, especialmente para los gitanos, que tienen con él estrechos vínculos culturales y étnicos”.
El décimo aniversario de su beatificación es una ocasión propicia para resaltar sus virtudes que se desarrollaron por su vinculación con la Iglesia y por la práctica de los sacramentos y de la oración, especialmente el santo rosario. Estos medios sencillos de santificación, al alcance de todos, nos hacen comprender que el camino hacia la santidad es sencillo. No en vano Dios revela los secretos del Reino a los pequeños y humildes que se acercan a él con corazón limpio. El beato Ceferino supo plasmar su vivencia de la fe en actitudes morales que hicieron de él un hombre justo, honesto en el trabajo como tratante de caballerías, caritativo y generoso con los pobres. Es conocido el hecho de que, al ser acusado por robo, fue declarado inocente hasta el punto de que el abogado que le defendió afirmó que era un santo. Sin saber leer ni escribir, su contacto con las asociaciones católicas le capacitó para dar catequesis a los niños a quienes contaba pasajes de la Biblia y les enseñaba las oraciones del cristiano.
La acción de Dios en Ceferino nos estimula a todos a acoger dócilmente sus inspiraciones avanzando en el camino de la vida cristiana. La llamada universal a la santidad, decía Juan Pablo II a los peregrinos que acudieron a Roma para la beatificación, “no conoce fronteras de raza o cultura porque Jesucristo es el redentor de los hombres de toda tribu, estirpe, pueblo y nación”. Quien acoge a Cristo y lo confiesa como Señor con sus palabras y sus obras se reviste progresivamente del hombre nuevo que nos ha traído su redención. El santo es ese hombre nuevo, según el modelo de Cristo, que se deja transformar por Él mediante la práctica del amor a Dios y a los hombres, una amor que, en el caso de Ceferino, se consumó en el martirio. La muerte no le arrancó de Cristo sino que lo devolvió a Él convertido en un amigo que murió por la fe en la que había vivido (Juan Pablo II).
Al conmemorar los diez años de su beatificación, que tuvo lugar el 4 de mayo de 1997, quiero animar también a quienes se dedican a la pastoral gitana en su trabajo evangelizador. Cristo es para todo hombre, y todo hombre tiene derecho a que se le anuncie a Cristo. El ejemplo de Ceferino nos debe estimular a anunciar el evangelio de Cristo como buena noticia de salvación para todos los hombres conscientes de que, en cualquier raza y cultura, el hombre que acoge el evangelio puede llegar a la cima de la santidad. Hemos de aprender además que los medios que el Señor nos ha dejado en su Iglesia son suficientes para alcanzar la santidad. Mediante la oración, la eucaristía –en la que Ceferino participaba todos los días– el sacramento de la penitencia, la devoción a la Virgen y la práctica de la caridad, el cristiano sabe que avanza por un camino seguro que le llevará a la plena identificación con su Señor en el seno de la Iglesia. Es la Iglesia, en definitiva, la Madre que nos hace santos. Así sucedió con el beato Ceferino. La Iglesia que le acogió y le educó a través de sus asociaciones es la que goza ahora con su ejemplo y la que nos lo propone para nuestro estímulo y acción de gracias.
Pidamos, pues, por su intercesión que, de modo especial, el pueblo gitano lo imite y siga sus pasos, acogiendo el evangelio y evangelizando su propia cultura que, como todas las demás, está llamada a ser plenamente de Cristo.