Preparad el encuentro y la celebración de “la familia cristiana”,
el próximo 30 de diciembre, Día de la Sagrada Familia.
Mis queridos hermanos y amigos:
Sin esperanza no es posible vivir; no se pueden arrostrar las dificultades y, menos, superar las dificultades diarias de la existencia. Y, sobre todo, sin esperanza no es posible afrontar el gran reto de la vida en su totalidad o, lo que viene a ser lo mismo, la cuestión de nuestro último y definitivo destino ¿Es que está en nuestras manos decidir sobre la gran pregunta de la vida y/o de la muerte? ¿Es que podemos y sabemos responder a ella con una perspectiva de eternidad sólo con nuestros propios recursos, con sólo aquellos que están al alcance normal de cualquier persona humana? ¿con las simples posibilidades del hombre?
La respuesta negativa a esta pregunta no parece que pueda admitir ninguna duda razonable. Ya el Concilio Vaticano II advertía que toda “imaginación fracasará ante la muerte” y que “todos los esfuerzos de la técnica, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre –frente a la muerte–; la prolongación de la longevidad biológica no puede satisfacer ese deseo de vida ulterior que ineluctablemente está arraigado en el corazón del hombre” (GSp 18). La ilusión de las posibilidades de un progreso técnico y humano, indefinido, como un objetivo realista de la historia, se han mostrado, por lo demás, como lo que son ¡como ilusión!, cuando no como tragedia. El Santo Padre Benedicto XVI acaba de recordárnoslo en su Encíclica “Salvi Spe” con una lúcida crítica del concepto de progreso, idealizado por las más poderosas corrientes del pensamiento moderno: “la ambigüedad del progreso resulta evidente… Indudablemente ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal” (SpS 22). La historia contemporánea es testigo irrefutable de lo que dice el Papa.
Por ello nos son imprescindibles para avanzar por el camino de la vida, lleno de interrogantes de futuro, las pequeñas esperanzas con las que se van satisfaciendo nuestros deseos y expectativas de los bienes más comunes y diarios, con los que se entreteje el consuelo de nuestra vida personal, familiar, profesional y social, pero mucho más imprescindible nos es la gran esperanza de que no nos perderemos ¡de que nos salvaremos para siempre! La esperanza de la salvación de todo lo que somos, más allá del tiempo y de la muerte, la salvación del alma y del cuerpo resulta, al final, la necesidad sentida más hondamente por el hombre. Nuestros contemporáneos, incluso, la sienten con una angustia atormentada que no saben cómo apagar. El impacto de la desesperanza se ceba frecuentemente en las jóvenes generaciones ¿Cómo pueden salir el hombre y la sociedad de nuestro tiempo del callejón sin salida de una esperanza, alimentada solamente por la autosuficiencia humana, sostenida únicamente por “el poder” de la ciencia y de la técnica, del dominio de los recursos socio-económicos y políticos? Solamente mirando a Dios, rememorando su historia salvífica con el hombre y situándose en aquellos hechos y momentos, donde Dios, el Señor, ha salido a su encuentro, al encuentro del hombre, herido por el pecado y rebelde ante las muestras de la bondad de Dios, expresadas en su Ley y en sus promesas. Isaías prometía a los israelitas un futuro en el que “verán la gloria del Señor”; pero exhortándoles: “Mirad a vuestros Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará” (Is 15, 1-6a). Y el Señor efectivamente vino a rescatarlos y a rescatarnos del poder del pecado y de su consecuencia insoslayable: la muerte.
Y vino en una forma, tan divina y humana a la vez, que no podía por menos de aparecer como una donación de sí mismo, tan plena y tan gozosa por la sobreabundancia del amor y lo inmerecido de la infinita misericordia que implicaba, que resultaba incomprensible para el hombre terreno, “el curvado sobre sí mismo” ¡Sí, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, tomando nuestra carne en las entrañas purísimas de la Virgen María, se haría Hijo del Hombre! ¡Se haría Emmanuel –Dios-con-nosotros–! La gran esperanza podía ser posible; más aún, era y es la gran e irreversible oportunidad del hombre. Basta con que abra su corazón al verdadero Mesías de Dios, al Salvador, que abra su corazón a Jesucristo, el Hijo de la Virgen de Nazareth. Con Él, con su venida, se han llenado las más ancestrales, más arraigadas y más profundas esperanzas de los hombres de todos los tiempos: de judíos y paganos, de los antiguos y modernos. Y ¿cómo no? Él es el único que puede llenar el ansia de esperanza del hombre del siglo XXI. Él es el que puede de verdad colmarnos a nosotros, cristianos y no cristianos del año 2007, de la verdadera, de la gran esperanza. La Liturgia del Adviento nos invita a enardecer nuestro corazón con la espera de su nueva y actualizada venida en la próxima Fiesta de la Navidad, combinando paciencia y oración, ejercicio humilde de la virtud de la fe y la purificación de nuestros pecados con el Sacramento de la Penitencia ¡No hay duda! Cristo es el Salvador ¡no hay otro! ¡ni hay otro lugar propio para recibirle que su Iglesia! la Iglesia, Una, Santa y Católica que preside en la Caridad el Sucesor de Pedro, formada en la Comunión jerárquica de y en las Iglesias Particulares presididas por sus Pastores, los Sucesores de los Apóstoles, obedientes al Obispo de Roma.
El lugar espiritual por excelencia e, incluso, humano, dentro de la Iglesia, para renovar con fe verdadera y caridad auténtica la acogida del Señor que viene, es la familia, “iglesia Doméstica” y célula primera y fundamental de la sociedad. Sin la familia cristiana no es posible vivir e intensificar la gran esperanza del Salvador. No lo fue nunca y mucho menos en la actualidad. Fortalecer y renovar la verdad y la vida de la familia cristiana es la más eficaz apuesta por la esperanza y para la esperanza que puede hacer hoy apostólica y pastoralmente la Iglesia, especialmente sus fieles laicos. La hemos hecho con “la Misión Joven” de Madrid en el presente curso. Darle una pública y festiva expresión es lo que buscamos y pretendemos con la celebración por “la familia cristiana” en la Plaza de Colón a las 11 horas de la mañana del próximo 30 de diciembre, Fiesta de la Sagrada Familia. Invitamos y animamos a participar en ella a todos los católicos madrileños y a todos los que sintonicen con el gran valor ético y espiritual de la familia. Naturalmente la participación en ella de Pastores y fieles de otras Diócesis españolas constituirá un motivo de gran alegría.
Es una hora histórica para proclamar y testimoniar el valor imprescindible e insustituible de la familia cristiana para la evangelización dentro y fuera de las comunidades eclesiales ¡Sin familias cristianas no hay lugar en el corazón de las personas y de la sociedad para la gran Esperanza! ¡Participad ya desde ahora, queridos diocesanos, con vuestra oración y vuestra colaboración en el gran acontecimiento eclesial en favor de la familia cristiana!
Encomendemos los frutos espirituales y temporales de este encuentro, en que no nos faltará ni la palabra ni la imagen viva del Papa, al amor maternal de nuestra Patrona, la Virgen de La Almudena.
Con todo afecto y mi bendición,