En el comienzo del Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos
Mis queridos hermanos y amigos:
Con la Fiesta del Bautismo del Señor se cierra el ciclo litúrgico de la Navidad y se completa la Epifanía del Señor. Dios no deja dudas desde el mismo momento del Nacimiento de Jesús en Belén acerca de quién es el hijo de María y de José. Se revela a los Pastores como el Mesías y el Señor; se revela a Simón y Ana cuando va a ser circuncidado en el Templo; se revela, sobre todo, a los Magos de Oriente, por medio de una estrella, como el Salvador de todos los hombres, israelitas y gentiles. Y, por supuesto, se había dado a conocer antes que a nadie a María, su Madre, inefablemente, desde el instante en que el Hijo Primogénito de Dios es concebido en su seno virginal por obra y gracia del Espíritu Santo; y, muy pronto, a José, su casto Esposo, cuando en medio de su natural desconcierto al ver a su joven esposa en cinta quiere abandonarla en secreto y el Ángel le explica que el fruto del vientre de María era fruto bendito del Espíritu Santo. Vendrá, luego, el período de la vida oculta de la familia en Nazareth con sus padres, María, la Virgen, y José, el carpintero, descendiente, sin embargo, de la Casa de David, interrumpido fugazmente sólo por aquella sorprendente peregrinación a Jerusalén para la Fiesta de la Pascua cuando Jesús, a los doce años, se queda en el Templo, sentado en medio de los Doctores, preguntándoles y contestándoles con tal empeño que se olvida de que ha de retornar con sus padres a Nazareth. Episodio muy revelador también de la singularidad especial de la personalidad de aquél muchacho precoz, que vuelve al marco de su vida en el silencio de la Sagrada Familia de Nazareth, en el que crece en estatura, sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres, hasta que le llega la hora de la edad madura de los treinta años, según la tradición de Israel; la hora de presentarse públicamente ante los israelitas para iniciar su ministerio mesiánico, revelándose de nuevo de manera inequívoca como quien es: ¡el verdadero Mesías, el Salvador del hombre!
Sucede esto en Judea, a la orilla del Río Jordán, a donde accede para dejarse bautizar por Juan, el último y el más grande de los Profetas de Israel, que, intuyendo que el tiempo del cumplimiento de las profecías –o, lo que es lo mismo, la plenitud de los tiempos– estaba a punto de llegar, había convocado con su ardiente predicación al pueblo, conminándole a que se preparase para recibir al Mesías con un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Jesús, el Justo, se va a colocar en la fila de los que se sienten y confiesan pecadores y que se acercan a Juan para pedirle el Bautismo. Éste, que confiesa que no es digno de desatarle las correas de sus sandalias, se rinde ante la insistente y apremiante petición de Jesús y lo bautiza. Es, entonces, precisamente en el momento en que Jesús comparte la actitud penitente de los hijos de Israel que se reconocen pecadores, cuando el Padre les revela quién es: su Hijo muy amado y les manda escucharle; a la vez que el Espíritu Santo bajaba sobre Él en forma de paloma. Los que se preguntasen entonces y ahora quién era y quién es Jesús de Nazareth, recibían y reciben desde su Bautismo en el Jordán una nítida respuesta: es el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre, enviado por el Padre para salvar al hombre de su pecado por el don del Espíritu Santo, compartiendo hasta la muerte la suerte del hombre pecador. La Cruz se divisa ya –como enseña tan bellamente Benedicto XVI– desde el momento del Bautismo de Jesús en el Jordán como el horizonte y el camino de la salvación. Horizonte y camino que se irán clarificando y concretando más y más en los cortos y tensos años de su vida pública hasta llegar a la hora suprema del Calvario, en la que brota del costado de Cristo Crucificado el nuevo y definitivo Bautismo del agua y de la sangre: ¡el Bautismo en el Espíritu Santo!
¡Qué importante es para una vivencia actual de la fe y de la esperanza cristiana, espiritualmente y pastoralmente fecunda, la comprensión y la asimilación eclesial del Misterio del Bautismo del Señor! Solamente viviendo la urgencia de la conversión de los pecados y sumergiéndose en el agua nueva del Bautismo en el Espíritu Santo hay posibilidades para un hombre nuevo que nazca, crezca y madure en gracia y santidad, superando el mal del corazón, el mal del pecado que mata el amor de Dios y del prójimo: ¡el mal de los males!
Nosotros, los cristianos, hemos pasado ya por “el nuevo Jordán”, el santificado por el Bautismo del Señor… ¿vivimos de verdad la condición de la novedad cristiana de la que somos partícipes desde el día de nuestro Bautismo? Urge en la transmisión de la fe, a través de la familia cristiana, volver a colocar el Bautismo en un lugar central de la catequesis y de la formación cristiana de los niños y de los jóvenes. Urge cuidar la evocación litúrgica y apostólica de ese día definitivo de nuestra historia personal para la inserción cristiana en la familia y en la sociedad, formando parte del nuevo Pueblo de Dios –de la Iglesia–, como el día de nuestro segundo nacimiento para la vida eterna y para la gloria.
¡Y qué importante es esa evocación vivida en la comunión de la Iglesia como el elemento teológico de coincidencia básica y punto esencial de partida para el recorrido ecuménico hacia la unidad de los Cristianos, buscada y pedida por el Señor! Retomar de nuevo el camino ecuménico desde la común condición de bautizados deberá ser nuestra principal tarea en la pastoral del Ecumenismo y el objeto de esa oración incesante a la que nos invita el Pontífice Consejo para la Unidad de los Cristianos para el presente año, el del primer centenario “del octavario por la unidad de la Iglesia”.
“No ceséis de orar”. Oremos, pues, con nuestra Madre, Nuestra Señora de La Almudena, y los frutos de santidad y unidad llegarán.
Con mi afecto y bendición,