Avanzar en la inteligencia de misterio de Cristo
Mis queridos hermanos y amigos:
Avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo cada vez con mayor plenitud es el objetivo que se renueva para la Iglesia año a año con cada cuaresma como una gracia singular e irrepetible que ha de acoger con humilde y arrepentido corazón y como un reto espiritual y pastoral que habrá de asumir con un decidido propósito de conversión a una vida más santa y a una más fiel e intensa entrega al servicio de la evangelización de los hermanos. El objetivo del itinerario cuaresmal es pues siempre idéntico a sí mismo en su contenido teológico y en el modo esencial de recorrerlo: el de la oración, el ayuno y la limosna. Sin embargo, la oferta de gracia que nos hace el Señor a través del tiempo cuaresmal es siempre nueva y la llamada a los cristianos y a la Iglesia para acogerla y hacerla fructificar en vida nueva –¡vida de santidad y de testimonio evangélico y evangelizador entre los hombres y la sociedad!– igualmente. Una oportunidad salvadora no repetible que no debemos ni podemos desperdiciar. Con cada año litúrgico, y con su momento culminante que es la Pascua del Señor, la Iglesia escribe un nuevo capítulo de su historia en medio del mundo como un paso cada vez más próximo al cumplimiento pleno de su misión de ser el instrumento, y cómo el sacramento de la salvación definitiva para los hombres, en cuanto nuevo Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Y, con la Iglesia, escribimos también nosotros, sus hijos e hijas, un nuevo capítulo de nuestras propias vidas en lo que tienen de más íntimo y personal y en lo que significan de más valioso para los demás en la familia y en la sociedad.
La Iglesia como tal, en sus elementos constitucionales, no fallará en la dirección del camino por la asistencia especial del Espíritu Santo que le ha sido prometida y con la que le ha dotado su Cabeza y Señor, Jesucristo, nuestro Salvador. Nosotros sí podemos desviarnos del camino que hemos emprendido el día de nuestra incorporación a ella por el Bautismo, incluso tan radicalmente que podríamos perder no la marca indeleble que nos dejó en el alma en el momento bautismal el don del Espíritu Santo, pero sí su vida, la vida de la gracia, la vida que nos liberó del pecado y nos capacitó para vencer a la muerte del alma y del cuerpo. Perder la gracia del Espíritu Santo es la peor “des-gracia” que nos puede ocurrir y el mayor daño que le pueden infligir a la Iglesia, sacramento de la comunión en el amor de Cristo para la vida del mundo, sus hijos e hijas.
El examen de conciencia, con el que deberíamos inaugurar la nueva Cuaresma –este año y todos los años–, habría de versar en primer y fundamental lugar sobre si hemos roto con alguno de los aspectos graves de los mandamientos de la Ley de Dios. Ley por excelencia de amor a Dios y al prójimo. Ley nueva por el Evangelio, que la ilumina hasta los límites insospechados del amor con el que Cristo nos amó y nos ama, haciéndonos posible seguirla y gustarla interiormente por el don de su gracia. Salir de una situación de pecado mortal, en la que pudiéramos encontrarnos, sería la primera e imprescindible respuesta a la voz del Señor que se nos muestra como “el varón de dolores” a causa de nuestros pecados. No se puede pretender ir en serio al encuentro del Señor, torturado y crucificado por nosotros, sin llorar nuestras graves ofensas y sin buscarle en el Sacramento de la penitencia para recibir el perdón de su divina misericordia, que ha triunfado en su Resurrección y que lo comunica inefablemente a su Iglesia y, a través de ella, a los hombres de todos los pueblos y de todas las razas, por la infusión del Espíritu Santo.
Si no nos dejamos reconducir de nuevo al camino de la vida de la gracia, todas las prácticas cuaresmales serán estériles. Estériles, sobre todo, para el que se niega a abandonar la vida de pecado. Pero resultarían también estériles, y en gran medida, para las familias cristianas que descuidasen por desidia o por indiferencia la atención al miembro –o miembros– de la misma del que saben que está alejado de Dios y de Cristo, es decir, en situación de pecado mortal, y, que ha de ser recuperado para el Señor con la oración, la exhortación sincera, el ejemplo y las muestras de un amor solícito y desinteresado. Esa recuperación habría de ser considerada en tiempo cuaresmal como la primera obra de purificación espiritual y de maduración de la gracia de Dios en la vida de la familia. Y lo mismo habría que afirmar en relación con toda la comunidad eclesial. No debería anteponerse espiritual y apostólicamente en la acción evangelizadora de la Iglesia, que acompaña las prácticas de la cuaresma, nada que no fuese la búsqueda de la oveja perdida, abriéndole las puertas de una verdadera conversión.
En nuestras “limosnas” cuaresmales, personales y comunitarias, tendrían pues que contar, en primer y principal lugar, aquellas dirigidas a mostrar y realizar aquellos gestos del amor cristiano –natural y sobrenatural– que gana los corazones para Cristo y los trasforma en su amor humano-divino. Los pecadores y su conversión…; esos si que son el criterio hermenéutico por excelencia para comprender y explicar el Evangelio salvador de los pobres. ¡Misericordia corporal y espiritual es lo que necesitan experimentar nuestros contemporáneos! ¡Ambas a la vez! Sus males, los más extendidos en nuestra sociedad, son los que atacan el corazón, envenenan el alma y destruyen a las personas en lo más interior y constitutivo de sí mismas. Ningún poder humano es capaz de curarles. Ni siquiera el que el hombre contemporáneo considera como más eficiente ¡la ciencia! La verdad de donde, de quien y de como le viene su liberación, la expresa muy bellamente el Santo Padre: “No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano”. Y no, por un amor cualquiera, sino por un amor incondicionado, absoluto: el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro, en su Cruz y en su Resurrección. Por eso quien no conoce a Dios y el Misterio de su Amor “aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida” (cf. Spe Salvi, 26-27).
Nuestra misión joven, especialmente la vivida en el seno de la familia cristiana, o la promovida entre los jóvenes matrimonios y familias alejadas de la fe y/o de la Iglesia, sólo dará frutos verdaderos ¡será verdaderamente evangelizadora! si se deja guiar e impulsar por el objetivo de ser testigos e instrumentos de la gracia de la conversión para los que están inmersos en una vida de pecado, a fin de que se arrepientan y puedan entrar de nuevo en el gozo de la verdadera vida: de la vida que ya es en este mundo don y promesa de eterna felicidad.
Pidamos a la Virgen de La Almudena, Madre Dolorosa, que nos ayude a ser misioneros del Amor de su Hijo clavado en la Cruz, que nos enseñe como nosotros y nuestros hermanos podamos mirarle con tal dolor y tal amor que nos salgan de los labios los versos del poeta en su bellísimo soneto anónimo de nuestra Edad de Oro:
“Aunque no hubiera cielo,
yo te amara
Aunque no hubiera infierno,
te temiera
No me tienes que dar por que
te quiera
Pues aunque lo que espero, no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.”
Con todo afecto y mi bendición,