Una llamada a la santidad en la Cuaresma del 2008
Mis queridos hermanos y amigos:
En la contemplación del Misterio de Cristo, Crucificado y Resucitado por nuestra salvación, que ha de ir madurando en nuestra vida a lo largo de toda la Cuaresma, se nos abre ciertamente la comprensión espiritual para lo que significa el pecado ¡el mal de los males! en la historia de cada hombre y en la del conjunto de la humanidad, pero se nos revela con mayor luminosidad aún el origen y manantial inagotable donde el hombre puede encontrar el agua limpia y eterna de la nueva vida. Precisamente en la invitación de la Iglesia, reiterada en cada ejercicio cuaresmal, de retornar con el corazón abierto por la oración y el sacramento de la penitencia al momento inicial de nuestro ser cristiano, nuestro Bautismo, se pone de manifiesto y se actualiza eclesialmente la hora de nuestra victoria decisiva sobre la muerte, muriendo con Cristo, por haber recibido el don de su amor misericordioso, y resucitando en Él a la verdadera vida: eterna, gloriosa, feliz. Esa “muerte de la muerte” –valga la paradójica expresión– por la infusión del don de la vida nueva por el Espíritu Santo la hemos conseguido sólo en primicias, como una semilla divina y/o un tesoro precioso que ha de fructificar en la existencia diaria de cada cristiano, eligiendo como el camino de la vida el de la santidad.
¡Qué difícil le ha resultado siempre al hombre de todos los tiempos, incluso a los hijos del pueblo elegido de Israel, aceptar la verdad de que no hay otra vía de conducta y de vivencia personal y comunitaria para alcanzar el don de la Vida, plena y feliz, que el de la santidad! Y con cuántas dificultades de humilde aceptación doctrinal, de superación de nuestras pasiones y debilidades, de cerrazón del corazón y de pusilanimidad de ánimo nos encontramos los hijos de la Iglesia, fascinados y tentados también por las glorias y placeres efímeros del mundo, para reconocer al menos en la práctica la primacía del ideal y de la aspiración a la santidad en la realización de la vida cristiana…
¡Toda una paradoja histórica en el momento actual de nuestras sociedades en España y en Europa! Crece el miedo a la muerte y nos agarramos a seguridades humanas, al final siempre impotentes, para prolongar físicamente unas vidas que van deteriorándose y extinguiéndose irremisiblemente. ¿No hay más vida que esa? ¿Otra, radicalmente distinta? ¿qué no muere? Y simultáneamente crece la sensación de que no es posible ni conocer objetivamente ni obrar sin recortes el bien; de que es una pura e inalcanzable utopía formar la conciencia y seguirla de acuerdo con la ley de Dios, de que son imposibles la paz interior y exterior y la satisfacción espiritual en la vida íntima de cada persona, de las familias y de la sociedad. La propuesta para Madrid de nuestro III Sínodo Diocesano es inequívoca: “avivar la conciencia de nuestro Bautismo y asumir personal y comunitariamente nuestra vocación y nuestra misión en el mundo como bautizados, salvados por Jesucristo y llamados a ser sus testigos”, ayudando “a vivir y expresar el gozo del encuentro con la Persona de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y hombre perfecto, en cuyo seguimiento e incorporación crecemos en humanidad y santidad” (Cc.1/2).
No se puede separar el crecimiento en humanidad del progreso en la santidad. El hombre crece de verdad en vida auténtica, en bondad y en felicidad cuando crece en santidad. La historia de los santos nos ofrece en la Iglesia, para sus hijos y para todos los hombres de buena voluntad, ejemplos de vidas plenas de riqueza interior y de irradiación de bondad y de bien para con todos, especialmente los más necesitados de amor cercano y misericordioso; modelos de vidas ardientes en la esperanza del gozo del encuentro definitivo y glorioso con Jesucristo Resucitado. Santa Teresa de Jesús lo expresaba con inimitable belleza:
“Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero
que muero porque no muero”.
Las almas que se han alimentado fielmente del agua viva que brota del Corazón de Cristo no han cesado de aspirar a morir por su amor para vivir eternamente con Él en la gloria de los Santos junto a su Madre, la Reina del Cielo.
“La Misión joven” no puede escoger mejor camino para llegar y tocar el corazón de los jóvenes madrileños que ofrecerles el ideal de la santidad como el verdadero y apasionante programa para una vida que se proponga la victoria sobre la muerte –del alma y del cuerpo– y el triunfo de la vida plena, vida de amor sin límites en el tiempo y en la eternidad: una vida ahora y siempre con Cristo ¡elijamos! Porque no hay otra alternativa ni para los jóvenes ni para la familia que no sea Él. Dejémosle acercarse a las puertas de nuestra alma, sobre todo a través de la oración personal, y que nos pregunte como a la Samaritana del pozo de Jacob: “dame de beber”; porque es así como podremos corresponderle por nuestra parte con el ruego: danos tú de tu agua, el agua “que salta hasta la vida eterna”.
¡No tengáis miedo a ser santos! exclamaba el Papa Juan Pablo II, en la Homilía de la Misa del Monte del Gozo, dirigiéndose a la inmensa multitud de los jóvenes de la IV Jornada Mundial de la Juventud de Santiago de Compostela. Con María, la Virgen Santísima, nuestra Señora de La Almudena, podremos superar victoriosamente todos los miedos que pudieran interponerse en el camino de nuestra vocación a la santidad.
Con todo afecto y mi bendición,