Mis queridos hermanos y amigos:
Dentro de unos momentos, a las 9’30 de la mañana, se inaugurará en la Basílica de San Pablo “extra muros” en Roma, con la solemnísima celebración de la Eucaristía, presidida por el Santo Padre, la XII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos: una fórmula de ejercicio colegial del ministerio apostólico consultiva, muy antigua, enraizada en los mismos orígenes del Colegio de los Apóstoles, presidido por Pedro –¿cómo no recordar lo que en el Libro de los Hechos de los Apóstoles se nos narra sobre la deliberación de los Doce acerca de lo que significaba, en la vida práctica de los judíos convertidos al cristianismo, el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, y que conocemos como el primer Concilio de Jerusalén?–, y siempre nueva: los Sucesores de los Apóstoles no dejaron nunca de reunirse en torno al Sucesor de Pedro y Obispo de Roma y en comunión afectiva y efectiva con él, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, bajo distintas fórmulas canónicas, para ser “confirmados ellos mismos en la fe” y para confirmar la de sus hermanos en las Iglesias Particulares de todo el orbe, unidos en la unidad de la Comunión católica.
El Concilio Vaticano II actualizó la venerable institución sinodal al servicio de la Comunión universal y jerárquica de la Iglesia para nuestro tiempo, el del paso del Segundo Milenio al Tercer Milenio. La Asamblea Sinodal, que hoy comienza con la concelebración eucarística de los Padres Sinodales que preside el Papa, indica, con el más elocuente signo e instrumento del fundamento teológico de la Comunión eclesial, la celebración del “Sacramento de la Caridad” de Cristo, de dónde viene y en qué se basa su razón de ser y el sentido más profundo de su servicio a la Iglesia. Esta Asamblea será la duodécima “ordinaria” después de su institución por Pablo VI en 1965, mes y medio antes de la Promulgación del Decreto “Christus Dominus” del Concilio Vaticano II, que enseña lo siguiente: “Los Obispos escogidos de entre las diversas regiones del orbe en la forma y manera que el Romano Pontífice ha estatuido o estatuyere, prestan al Supremo Pastor de la Iglesia una ayuda más eficaz en el consejo que se designa con el nombre específico de Sínodo Episcopal, el cual, como representación que es de todo el Episcopado católico, significa, a la vez, que todos los Obispos en comunión jerárquica participan de la solicitud por la Iglesia universal (ChD, 5).
El Sínodo de los Obispos no equivale, por tanto, a la forma propia y plena del ejercicio del ministerio apostólico, por parte del Colegio Episcopal, bajo el Sucesor de Pedro y con el Sucesor de Pedro, como es el caso del Concilio Ecuménico; pero sí es un instrumento muy valioso para fomentar la unión de todos los Obispos del mundo con el Santo Padre, ayudándole al Papa, con sus consejos, para la integridad y mejora de la fe y de las costumbres, la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesial y para el estudio de las cuestiones de más urgencia pastoral respecto a la acción de la Iglesia en el mundo (Cfr. CIC, 342). La experiencia de las pasadas Asambleas Sinodales, tanto la de las once ordinarias, como la de las extraordinarias y de las especiales, celebradas en los últimos cuarenta años, demuestra el valor espiritual y apostólico y la gran riqueza pastoral que encierra el Sínodo de los Obispos para la Iglesia de nuestro tiempo: tiempo de globalización y de intercomunicación universal, de proporciones cada vez más vastas. No sin un recuerdo emocionado para el Santo Padre Juan Pablo II, podríamos citar, como ejemplo de ese actualísimo significado para la sociedad globalizada del siglo XXI, los Sínodos Continentales, convocados en los distintos años de preparación de la Celebración del Gran Jubileo del Año 2000.
La elección del tema de estudio de la Asamblea Sinodal, que hoy se inaugura y que conecta con el tratado, en 2005, por la undécima Asamblea, el del Sacramento de la Eucaristía, es de la máxima importancia para la vida y la misión de la Iglesia en esta primera década del segundo Milenio, en la que el gran impulso misionero para una Nueva Evangelización, propugnado por Juan Pablo II, se abre paso, humilde, pero imparablemente, en todos los campos de la presencia y de la acción apostólica de la Iglesia, bajo la fina orientación espiritual y teológica del lúcido Magisterio de nuestro Santo Padre, Benedicto XVI. Se trata de proclamar y anunciar el Evangelio, con toda la plenitud de la revelación del Dios que nos ha creado y redimido por Jesucristo, a nuestros coetáneos, escépticos y profundamente desorientados y hasta desalentados en la conducción de sus vidas, aunque ansiosamente nostálgicos de luz y de verdad, para acertar con el camino que pueda llevarlos a su verdadero bien, ¡a su salvación!, venciendo el mal y la muerte. Que los hombres de hoy puedan conocer de nuevo a Jesucristo como la Palabra, hecha carne y que habita entre nosotros, por la cual todo fue creado y por la cual todo ha sido restablecido y salvado, desde el árbol de la Cuz y por la victoria pascual de la Resurrección, es la gran cuestión para el hombre del siglo XXI, como lo fue y lo será para el hombre de todos los tiempos, y, por lo tanto, también es el gran reto apostólico y pastoral para la Iglesia que hoy comienza una nueva andadura sinodal.
Como en el día de Pentecostés los Apóstoles recibían el Espíritu Santo para poder iniciar el camino de la Evangelización del mundo y de la humanidad de todos los tiempos, unidos en la oración con María, la Madre del Señor, ¡necesitándola!, también ahora en este momento sinodal, sucesores suyos, representando al Episcopado mundial, presididos por el Sucesor de Pedro, necesitan, con tanta o mayor urgencia, la protección de la Madre de la Iglesia. ¡Los Padres Sinodales, reunidos con el Papa Benedicto XVI y presididos por él, la necesitamos para acercarnos más intensamente al amor de su Hijo Jesucristo y, así, poder ofrecerlo más convincentemente al mundo! Nuestra Plegaria a María, precisa, por otra parte, de la oración de toda la Iglesia para que sea acogida más fácil y mas fructuosamente. ¡Orad por nosotros!
Con todo afecto y mi bendición,