En la Fiesta de Jesucristo Rey del Universo en el año 2008
Mis queridos hermanos y amigos:
Rey, reinar, reino… son palabras que nos suenan familiares. Van unidas a experiencias y sentimientos muy significativos para nuestra vida en el mundo. ¿Cómo separarlas de la vivencia de la patria común, de su historia multisecular y de su presente actual? Pero también nos recuerdan formas de expresar nuestras vivencias más entrañables respecto a las personas que amamos: la esposa, el esposo, el novio, la novia, los hijos más pequeños…; en suma, palabras que usamos con frecuencia cuando nos dirigimos a la persona más intensa y hondamente querida. De algún modo se trata de categorías y formas de pensar y de interpretar la realidad del hombre en lo más valioso de sí mismo: ¡que tienen que ver con “El Amor”! Descubren, incluso, una de sus facetas esenciales: la capacidad de entregarse y donarse a la persona amada en la vida sencilla y auténtica de todos los días, más allá de los grandes acontecimientos y escenarios entre los que discurre la vida de la sociedad. Aunque sirven también para captar y apreciar el gran valor de las instituciones y de las personas que las encarnan si se dejan inspirar por ellas en su conducta y en su vocación al servicio del bien común.
Cuando la Iglesia celebra en el último Domingo del Año Litúrgico la Fiesta de Jesucristo Rey del Universo nos presenta el modelo por excelencia y la fórmula suprema de alguien que reina en virtud de un amor infinito, sin límites en su misericordia, y que, por eso mismo, espera correspondencia: la del amor humilde y arrepentido que quiere participar de la gracia definitiva de ese amor ¡de su triunfo! Triunfo en la eternidad, que se prepara y madura en el tiempo y en el espacio: ¡en la historia del hombre! Jesucristo reina desde su Cruz y en la Cruz. Es cierto, Cruz victoriosa y gloriosa, eucarísticamente presente y operante en medio de su Iglesia para la salvación del mundo, pero Cruz que ha de ser abrazada con amor arrepentido y perseverante a lo largo de toda la existencia terrena. San Pablo le hacía ver claramente a los Corintios que el reinado de Cristo a lo largo de la historia es un reinado de la Cruz aceptada y hecha propia hasta que “Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies”, sin olvidar que “el último enemigo aniquilado será la muerte. Al final, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios, al que se lo había sometido todo. Y así Dios lo será todo para todos” (1 Cor 15, 25-28).
En el examen de conciencia personal y comunitario siempre tan oportuno al hacer balance del año litúrgico y pastoral y realizado a la luz y en el contraste con la actualidad de la verdad del único Reinado capaz de salvar al hombre, librándolo del pecado y de la muerte, el de Jesucristo Resucitado, habría que preguntarse ¿reconocemos verdaderamente la fuerza única y fascinante del pecado en una historia que no ha acabado aún, en la que se enfrenta con osadía pertinaz, dramáticamente, al poder misericordioso de la gracia y del amor del Espíritu Santo? ¡Cuántos son desgraciadamente los acontecimiento más candentes de la actualidad nacional e internacional −incluida la de la Ciudad y de la Comunidad de Madrid− que revelan a la mirada clarividente del corazón, sensible a las angustias y las esperanzas de nuestros contemporáneos, hasta donde pueda llegar el dinamismo destructor de almas y de cuerpos que desencadena el pecado! Las actitudes de los hombres que actúan contra Dios rehuyendo su Palabra y rechazando su Gracia o, lo que es lo mismo, oponiéndose al Reinado del verdadero y auténtico Amor, el Amor de Jesucristo Rey del Universo, están en el origen del egoísmo personal y colectivo que destroza familias, genera crisis económicas, cría ambientes de brutal violencia de la que son víctimas inermes las vidas de nuestros jóvenes. Nos encontramos ante un ofuscamiento de las conciencias personales y de la sensibilidad moral y espiritual dominante en la sociedad instalada en la ignorancia de lo que será un hecho irreversible: ¡de que sí! ¡de que seremos juzgados del amor al final de la vida! Lo anuncia hoy el Evangelio de San Mateo en ese capítulo 25 que ha conmovido a tantas generaciones de cristianos y no cristianos de todos los tiempos. Unos, los que practicaron el amor con los hermanos satisfaciendo sus necesidades con el realismo generoso que no engaña, heredarán “el Reino preparado… desde la creación del mundo”; y, los otros, que cerraron su corazón a las penurias de su prójimo, trocando amor fraterno por el amor de sí mismos, irán “al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 34.41).
¿Cómo, pues, no vamos en esta gran celebración del Reinado de Jesucristo, consumado definitivamente en la Cruz −“había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: Este es el Rey de los judíos” (Lc 23,38)−, pedirle y suplicarle con plegaria agradecida, conmovida y compartida por todos los hijos e hijas de la Iglesia qué reine en nuestra patria, España, en nuestro Madrid, en nuestras familias, en el corazón de nuestros niños y de nuestros jóvenes con la ayuda eficaz de su gracia? Y, cómo no vamos a confiarle el consuelo y el bien de los enfermos, de los ancianos, de los sin trabajo, de los inmigrantes… ¿Y porqué no hacemos de esa plegaria humilde un testimonio visible del reconocimiento del Reinado de Cristo en nuestras vidas colocando la Cruz o la imagen de su Sagrado Corazón en nuestras casas, residencias y hogares? Porque, definitiva, como muy bellamente confiesa “el vidente” del Apocalipsis: “digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Apoc 5,12;1.6).
“Amor saca Amor”, decía Santa Teresa de Jesús. Que Nuestra Señora de la Almudena, la Reina del Cielo, ya gloriosa al lado de su Hijo Crucificado y Resucitado, nos enseñe a sacar de la herida de su costado el agua y la sangre del amor que se entrega: a Él y, en Él, a los hermanos; llamados a vivirlo en comunión, en la comunión de su Iglesia. “Pero ambos [amores] viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero −enseña el Papa Benedicto XVI−. Así, pues, no se trata ya de un ‹mandamiento› externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor” (“Deus caritas est”, 18). ¡Así Reina Cristo! ¡Así reina el Amor!
Con todo afecto y mi bendición,