CRECER EN SABIDURÍA Y EN GRACIA:
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
Plan Pastoral
para la Archidiócesis de Madrid
Curso 2009 – 2010
Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo
D. Antonio María Rouco Varela
Madrid, junio 2009
1. La manifestación de una historia de amor
a) Recibir el don de la vida
b) El ofrecimiento del Hijo
c) La apertura a la misión
2. Iglesia y familia
a) La familia, Iglesia doméstica
b) La Iglesia, familia de los hijos de Dios
c) Una urgencia en la pastoral familiar
3. El santuario de la vida
a) Los atentados a la vida
b) La transmisión de la vida
c) La nueva fecundidad del Espíritu
4. El cuarto mandamiento: “Honrarás a tu padre y a
tu madre” (Ex 20,12; Ef 6,2)
5. La transmisión de la fe
6. Una escuela de oración y descubrimiento de lo sagrado
7. La vida como misión
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
“Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).
Con esta afirmación termina San Lucas la narración del denominado “evangelio de la infancia”, resumiendo así la enseñanza contenida en los capítulos anteriores. Podemos considerarla como un nexo entre el relato de la infancia y su vida pública, entre la revelación de Jesús en su infancia y el contenido de su misión en su ministerio público. Previamente el evangelista señala, como una condición de la vida de Jesús, que “vivía sujeto a ellos [a María y José]” (Lc 2,51).
La Familia de Nazaret se convierte así en una referencia imprescindible para conocer el plan de salvación de Dios que Cristo lleva a plenitud en este mundo. Contemplar el crecimiento de Cristo en la Sagrada Familia es efectivamente estímulo para acoger el contenido de la revelación y camino para profundizar en él. La vida de Cristo en cuanto hombre crece y avanza a su plenitud en el ambiente de una familia. Este crecimiento en lo humano y en la gracia, y lo que esto significa, así como la doble referencia de su responsabilidad ante Dios y los hombres constituyen el contenido básico de la misión de Cristo y, en consecuencia, de la Iglesia. Hemos de tener en cuenta que el evangelio de la infancia no es una mera sucesión de hechos, sino la presentación del ámbito humano básico que hace posible la realización de la voluntad de salvación divina. No podemos sino admirarnos del modo en que la mediación humana de la familia pasa a constituir un camino imprescindible para la humanización del Hijo de Dios y la divinización del hombre.
En la Sagrada Familia Cristo es educado y asume todo lo humano, uniendo de forma inseparable la familia con el plan de Dios. Hemos de aprovechar la luz inmensa de este hecho, porque es la misma que ha de iluminar la vida de todo hombre que viene a este mundo, recibido en una familia que le ha de servir como cauce de realización progresiva, en el que va haciéndose capaz de responder a la llamada de Dios.
La contemplación de este misterio nos anima a ofrecer una reflexión sobre la familia en Madrid, en vista de su vitalidad y misión evangelizadora. Este es el camino que se nos abre a nuestra Iglesia diocesana en este segundo año dedicado especialmente a la pastoral familiar con el título: “La familia, Iglesia doméstica”.
1. La manifestación de una historia de amor
Las escenas de la infancia de Jesús, que el evangelio de San Lucas nos presenta como pasos decisivos para su crecimiento personal, nos ayudan a comprender el camino de cada hombre hacia la plenitud de vida que Dios le ofrece. Los misterios de la infancia de Cristo nos introducen en cierto sentido en lo que Dios quiere de cada uno de nosotros cuando nos llama a la vida divina. Tales acontecimientos salvadores son incomprensibles si los abordamos fuera del ámbito familiar que los enmarca y da sentido. Conviene, por tanto, repasarlos brevemente para aprender de ellos la vocación que las familias reciben de Dios. En ellos se nos iluminan los bienes constitutivos de la familia en el horizonte del plan de salvación de Dios.
a) Recibir el don de la vida
“Dio a luz a su Hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Lc 2,7). Así empieza en realidad la historia de la Sagrada Familia en cuanto tal, pues en el nacimiento del Hijo de Dios está latente la realidad de los encuentros vocacionales, la Anunciación a María (Lc 1,26-38) y el sueño de José (Mt 1,18-24), que preceden a este acontecimiento. Se puede decir que en la Natividad del Hijo de Dios todos hemos nacido, que es allí donde Cristo “se ha unido de algún modo a todo hombre”1. La mirada contemplativa dirigida al misterio de Dios hecho carne sólo se completa cuando considera el entorno familiar en el que se realiza. Aquello que María y José ofrecen a Dios con la recepción de su Hijo no son meras disposiciones biológicas o funcionales; se trata más bien del conjunto de relaciones y bienes personales que van a alcanzar ahora un nuevo valor de salvación.
En María se inaugura una maternidad en la gracia que ha de extenderse a todas las naciones y cuya universalidad queda reflejada en la adoración de los Magos (Mt 2,1-12), aquellos sabios que buscaban al Dios verdadero y lo encuentran en un Niño en brazos de su Madre. La imagen misma del cristianismo ha quedado así marcada con la figura de una Mujer con un Niño, la fuente de la vida humana que queda consagrada como el “Misterio” donde se realiza el plan de Dios. El Hijo de Dios es verdadero Hijo de María e inaugura una relación del todo nueva entre el hombre y Dios por una mediación humana que tiene su origen en el consentimiento de una Mujer, Santa María, que acepta ser Madre.
No podemos pasar por alto la intervención de un varón, San José, en una función paternal del todo singular. Da el nombre a Jesús (Mt 1,25), lo asume en la vida común establecida con María, es decir, la comunidad de vida y amor necesaria para que la filiación divina que Cristo inaugura en la tierra tenga la expresión humana más adecuada.
La Encarnación supone el máximo reconocimiento del valor sagrado de la vida humana que, en cambio, queda oscurecida cuando la sociedad se aparta de sus raíces cristianas. Ya en las palabras con las que se celebra el nacimiento de San Juan el Bautista –“¿Qué será este niño?” (Lc 1,66)– se pone de manifiesto la admiración que provoca la vida que viene de Dios.
b) El ofrecimiento del Hijo
“Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor” (Lc 2,22).
El asombro ante un nacimiento tiene siempre un contenido de agradecimiento a Dios, de reconocimiento de que Él es el auténtico Señor de la vida. El ofrecimiento simbólico del primogénito que realizaron María y José según la ley de Moisés (Lc 2,23-24) está enmarcado en el significado de la sucesión de generaciones. Junto al Niño encontramos a sus padres y a los ancianos Simeón y Ana (Lc 2,25-38). Se representan así las etapas de la vida, todas ellas animadas por la esperanza de una nueva vida alumbrada en Jesucristo y unidas en la alabanza a Dios. La recepción de esta Vida es también el anuncio de la solidaridad entre generaciones, que crea el ambiente idóneo para la transmisión de los significados básicos de la propia existencia.
La introducción del Niño en la realidad sagrada del templo desde la infancia es un elemento más de su educación, entendida como la acción de facilitar el acceso a la realidad en toda su integridad. El marco adecuado para ello es la familia, como comunión de vida que abre al hijo a un primer sentido lleno de trascendencia. De este modo se aprende a contemplar la novedad inmensa de la presencia de Dios para descubrirla después en lo ordinario de la existencia humana. Saber asumir esta acción de Dios en la familia, supone aprender a vivir no para los propios planes sino para lo que Dios pide, abiertos al horizonte de sus promesas.
Se trata de una realidad básica, bien asentada en el Pueblo elegido. Los israelitas tenían la viva conciencia de ser herederos de una Historia de salvación donde la transmisión de la tradición viva recibida tiene un valor singular. Esto quedaba corroborado de forma eminente en la cena pascual donde el hijo menor tenía que preguntar al padre de familia por el sentido de lo que se estaba celebrando (Dt 6,20), para recibir como respuesta el testimonio del significado de la presencia real de Dios en medio de su pueblo.
La consagración a Dios cuenta, pues, con el valor del sacrificio, que, mediante la ofrenda de algo vivo, reconoce el señorío divino en el destino de los hombres. El hijo no es una posesión de los padres, sino que éstos deben comprender y acoger la presencia de Dios en la vida del niño y ayudarle a discernir los acontecimientos de la propia existencia por medio de esa luz. Aquí brilla con una especial intensidad la fe en el plan de Dios que iluminará las dificultades de la propia vida y que otorga de forma definitiva el sentido final de la misma.
c) La apertura a la misión
“«Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»” (Lc 2,49).
Situados de nuevo en el templo, la escena del hallazgo de Jesús en medio de los doctores revela en su conducta y sus palabras una dimensión original de la vida humana. El sentido de la vida de Cristo va más allá de la propia historia familiar; se presenta envuelto en un misterio que anuncia un nuevo hogar, nacido de la Paternidad divina. La familia, en efecto, no es para sí misma, sino que ha de permanecer radicalmente abierta, para que cada uno de sus miembros descubra en un clima de amor y confianza la propia vocación a la que Dios le llama. En ella se abre el nuevo horizonte que aparece ante el joven como la luz que alumbra la existencia humana en cuanto tal. El proceso de madurez del ser humano, que avanza hacia el conocimiento y la realización de su propio destino, tiene su cumbre en la conciencia que Cristo tiene de su filiación divina y que manifiesta de forma única la misión salvadora recibida del Padre.
La sabiduría que asombra a los doctores allí reunidos (Lc 2,47) se revela como la auténtica sabiduría de quien sabe reconocer el camino al que nos convoca Dios. La familia es el lugar donde el hombre descubre las claves fundamentales de su existencia y, por ello mismo, donde se le dispone a discernir la vocación a la que Dios le llama. Este es, además, el primer acto público de Jesucristo. Subía a Jerusalén junto a los mayores del Pueblo que le reconocían edad y madurez suficientes para unirse a ellos. La familia es así la que prepara a los hijos a su inserción en las comunidades más amplias de la Iglesia y de la sociedad.
2. Iglesia y familia
La Sagrada Familia nos revela, por tanto, el “lugar” donde resuena la voz de Dios y el ámbito adecuado en el que las personas descubren cómo responder a su llamada. No es otra la tarea que la Iglesia ha de saber realizar: ayudar a todo hombre a descubrir y vivir “el misterio del Padre y su amor”2. Es una misión que recibe del mismo Dios y que la configura en un servicio específico al hombre, que caracterizamos y denominamos como “pastoral”.
Es cierto: la Iglesia está instituida para servir al hombre. Como el Buen Pastor, ha de poder decir: “Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí” (cfr. Jn 10,14). El servicio a las ovejas, que tiene como fin que “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10), nace de la primera intención del Padre que quiere comunicarles la vida eterna.
Se comprende así que el hombre “es el primer y principal camino de la Iglesia”3, pues, para comunicar a la persona humana la participación de la vida divina, la Iglesia debe conocer su corazón, ya que “nada humano nos es ajeno”. Dios ha confiado el hombre a la Iglesia para que lo engendre como hijo de Dios y le enseñe la vida bienaventurada a la que le destina. Toda la pastoral adquiere un sentido familiar, el propio de una Iglesia consciente de que Dios mismo le ha confiado una vida, que debe recibirla como un don precioso y que le corresponde la tarea de enseñar a vivirla en plenitud.
La Iglesia no conoce otra plenitud de vida que la que ella misma vive como un “permanecer en Dios”. Una vida que nace y se desarrolla en un Amor que proviene del misterio de Dios. Aquí reside lo esencial del cristianismo: que es una vida nueva y que la Iglesia nunca puede dejar de anunciar: “«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino”4.
a) La familia, Iglesia doméstica
Por esta razón el Concilio Vaticano II, siguiendo una antigua tradición teológica, ha denominado a la familia “Iglesia doméstica”5. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica explica del siguiente modo: “La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos”6. La familia está llamada a vivir el misterio del amor de comunión de Dios, lo cual significa también que tiene una misión específica en cuanto participa de la misma misión de la Iglesia.
Se trata ante todo de una vida en comunión, que nace de la profunda verdad de compartir una existencia, que se fundamenta en el don mismo del Amor trinitario, que nos transforma y nos hace testigos ante el mundo. Por esa maravillosa “semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor”7, el misterio de comunión que es la Iglesia, y que hace presente de modo humano en el mundo el amor del Padre, se manifiesta y realiza en todas las formas de comunión eclesial, entre las cuales destacar la comunión familiar establecida y vivida cristianamente8.
Ante esta verdad, o la familia cristiana brilla como “luz del mundo” (Mt 5,14), “para que vean los hombres vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”, o la verdad del amor cristiano permanecerá ignorada para muchos hombres o, a lo sumo, quedará como un ideal que muchos considerarán inalcanzable y mirarán con resentimiento a los que pretenciosamente se presentan como testigos de tal imposible. Es la familia cristiana la que ha de hacer creíble el amor divino que dice haber recibido, porque es allí donde los hombres descubren que “quien hace entrar a Cristo no pierde nada, nada: absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande”9.
b) La Iglesia, familia de los hijos de Dios
La vida abundante que nos comunica el Buen Pastor, se contiene en primer lugar en la llamada personal que dirige a cada una de las ovejas y, después, en el pasto fresco que ofrece: la entrega sin reserva de su propia vida, don inmenso del que la familia ha de saber vivir. Si la Iglesia no puede desarrollar su misión sin las familias cristianas, éstas no pueden cerrarse en sí mismas, tienen necesidad de vivir del don del Buen Pastor, el cual, como esposo, se presenta a sí mismo la “Iglesia, sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,27). Debe saber vivir siempre de ese amor que constantemente la regenera y la sostiene en la promesa de un don mayor. La parábola de las vírgenes que esperan al esposo con las lámparas encendidas (Mt 25,1-12) manifiesta la tensión interna hacia un amor ya recibido pero que está a la espera de su consumación. La familia cristiana ha de saber mantener encendida la luz que cada cristiano recibió en su bautismo y que necesita alimentarse en la oración y los sacramentos.
La Iglesia, como gran familia de los hijos de Dios, es el ámbito en el que la familia debe descubrir su misión específica y transmitir los dones divinos que recibe del amor generoso de Cristo Esposo. La familia cristiana debe reconocer de qué modo “el esposo está entre nosotros” (cfr. Mc 10,19), y la renueva siempre para vivir con la esperanza puesta en un amor más grande.
Del mismo modo que toda familia humana permanece abierta para que cada uno de sus miembros madure hasta ser capaz de fundar su propia familia, la familia cristiana debe permanecer abierta para que cada uno descubra en la Iglesia su propia vocación y se disponga a realizarla.
c) Una urgencia en la pastoral familiar
En definitiva, no es bueno que la familia esté sola (cfr. Gn 2,18) y es una misión urgente de la Iglesia acompañarla, dirigirla y fortalecerla. Muchas son las familias que se sienten muy solas, sea en el momento de intentar construir la convivencia familiar en medio de los múltiples problemas que surgen, sea por verse superadas por los acontecimientos que se presentan a veces de forma dramática e inesperada en la vida ordinaria. Hay familias que se ven abocadas a pasar por muchas dificultades de incomprensión, separación, o experimentan como un peso excesivo el tener que conjugar la vida laboral con la familiar, o se hallan en la dramática situación del paro o de necesidad económica extrema. Recordemos las que viven la enfermedad o la muerte, o la violencia dentro de la propia familia. En particular, las familias se sienten muchas veces solas al no recibir la ayuda básica en el momento de tener un hijo y, todavía más, al plantear su educación. En nuestro sistema educativo actual no se les reconoce de manera efectiva y suficiente a los padres su derecho –un derecho fundamental– a ser los primeros responsables de la educación de sus hijos dentro y fuera de casa; incluso, se llega a introducir contenidos, estilos y métodos pedagógicos en la enseñanza que merman su autoridad y dificultan la transmisión de la visión de la vida y de los valores fundamentales que los padres desean. Todos estos hechos deben ser juzgados y tratados desde la perspectiva de la familia como auténtica comunión de personas.
De aquí proviene una llamada urgente a la pastoral familiar para ayudar y sostener a las familias tentadas por el desánimo, el cansancio o la angustia. Se trata en primer lugar de hacerles conocer toda la potencialidad que guardan en sí por la gracia y providencia divinas y devolverles así su protagonismo y hacerles capaces de responder a los desafíos de la vida, con la seguridad de contar con la gracia de Dios y el apoyo cercano de la comunidad eclesial.
En particular, es hora de que en todas las comunidades eclesiales tanto parroquiales como de movimientos se inaugure o revitalice la existencia de grupos de familias que entre ellas compartan la fe, alimenten su vida espiritual y estén dispuestas a la realización de un auténtico apostolado familiar. Del mismo modo como el entonces arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, lo pensó respecto de los grupos de matrimonios, se les ha de animar a que los esposos, marido y mujer, formen parte de los grupos, asumiendo el empeño de un cierto apostolado y, sobre todo, de la oración constante a favor de los otros matrimonios, para los cuales la cuestión fundamental del matrimonio y de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo, no está clara10.
En este apostolado familiar, que incide en primer lugar en las propias familias, toda la comunidad diocesana debe considerarse implicada. En un lugar destacado, están implicados los sacerdotes, en su misión de enseñar a amar a todos y saber cuidar la enorme riqueza humana y espiritual contenida en cada una de las familias que el Señor les ha encomendado. Para ello se les ha de ofrecer la formación teológico-pastoral adecuada. Esto supone naturalmente el ánimo de afrontar nuevos objetivos que deben integrarse en la planificación pastoral habitual de cada parroquia o realidad pastoral. El año sacerdotal, convocado por el Santo Padre en honor del santo Cura de Ars, es una ocasión propicia para ahondar en la vivencia del ministerio pastoral, como lugar propio de nuestra santificación, acompañando a las familias cristianas para que vivan su sacerdocio bautismal con generosa entrega. Corresponde a los sacerdotes, en cuanto ordenados al servicio de los bautizados, ponerse a su total disposición, conociendo bien como buenos pastores la situación de las familias y ayudándolas a describir las llamadas que Dios les hace para que puedan comprender acertadamente sus problemas y puedan darles la justa solución. De este modo, las familias reconocerán a Cristo Buen Pastor que camina a su lado.
3. El santuario de la vida
“He recibido un hombre por el favor del Señor” (Gen 4,1). Es la exclamación gozosa de Eva al verse convertida en madre y comprobar con asombro de qué modo se realizaba en ella la promesa de Dios de una descendencia. Es ahora cuando la primera familia humana adquiere una nueva dimensión, pues los esposos se convierten en padre y madre respectivamente, y se constituye plenamente como “santuario de la vida”11.
En este canto de la humanidad dirigido a Dios, la paternidad se contempla como un don divino y no solo como un plan humano. Es un punto trascendental para considerar que la vida de cada persona humana es un don de Dios y debe ser recibida con agradecimiento. De aquí procede la responsabilidad de los esposos que “no son árbitros, sino administradores” de esa singular confianza que Dios deposita en ellos12.
Los esposos cristianos, que aprenden a ser padres según “Aquel del que procede toda paternidad” (Ef 3,15), reconocen confiados que “la vida siempre es un bien”13. Esta valoración y aprecio de la vida humana tiene una relevancia especial en los momentos en los que está más necesitada, cuando es más débil. Esto es: cuando todavía no ha nacido, o está afectada por una enfermedad. Precisamente cuando debería ser más atendida, la vida humana es muchas veces despreciada.
La vida humana es el don más precioso que Dios confía a los hombres y como tal deben acogerla y protegerla. La responsabilidad que esto representa y que la Iglesia ha consagrado con el término “paternidad responsable”14 no es sino una llamada a recibir un don, que exige para el que lo recibe una nueva entrega. La familia completa –padre-madre e hijos– nace entonces como una nueva entrega de los padres a una confianza de Dios que siempre les sorprende.
a) Los atentados a la vida
Por la gravedad que reviste el problema, los obispos no hemos dejado de alertar a la comunidad cristiana de la maldad de los ataques contra la vida y las consecuencias de la lacra del aborto en España15, también en nuestra comunidad autónoma de Madrid, donde el problema es especialmente grave, como lo confirma la declaración de los obispos de nuestra provincia eclesiástica16. Es más, hemos avisado siempre de las nuevas formas con las que se quiere presentar y, sobre todo, el modo como se extiende la mentalidad de que es un hecho inevitable para el funcionamiento de nuestra sociedad. Es preciso no olvidar que es una auténtica “estructura de pecado”17 y que, en cuanto tal, tiende a deformar las conciencias para que no sepan reconocer el auténtico valor del don de la vida, de ningún modo manipulable por el hombre.
El proyecto de una nueva ley, que considera el aborto como un derecho es un signo claro de cómo quiere avanzar la “cultura de la muerte”. Se trata, en el fondo de la cuestión, de una corrupción misma del derecho por excluir el primero de todos, el derecho a existir. Querer presentar dicha ley como una ampliación de derechos es consecuencia de un concepto puramente positivista del orden jurídico, como si los derechos de las personas fuesen una concesión del Estado, lo cual conlleva siempre peligrosas reminiscencias, tal como nos recordó Juan Pablo II: “Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”18.
Una auténtica “cultura de la vida” es esencial para preservar las relaciones humanas de una valoración meramente utilitaria que las reduce a meros objetos de intereses ajenos. Así se ve especialmente en el modo de cómo presentan la eutanasia algunos medios de comunicación. La solución que ellos ofrecen al problema oculta el sentido real del dolor y de la muerte. La sabiduría cristiana nos manifiesta en cambio que estas realidades son del todo necesarias para comprender y saber orientar la propia existencia en toda la profunda seriedad que implica su destino trascendente. En este sentido, se debe destacar que la familia es la que acompaña a sus miembros enfermos y la que los arropa y ayuda a dar sentido a su estado de debilidad y a sus sufrimientos.
Dentro del impulso renovador de la pastoral familiar no podemos dejar de hacer una llamada a actuar con todas las fuerzas a favor de la vida, en la atención y ayuda a las madres embarazadas en dificultades, en el reconocimiento del derecho a nacer y del de morir por muerte natural. Agradecemos el trabajo y dedicación de tantas personas generosas en el servicio al “Evangelio de la vida”, cuyo número debe crecer siempre más como manifestación profunda de que la Iglesia es, en su misterio de comunión, el “Pueblo de la vida”.
b) La transmisión de la vida
La auténtica responsabilidad ante la vida humana conduce a reconocer su valor intangible, en verdad sagrado, en cuanto ella existe por una vocación divina, una llamada de Dios a recibir la vida eterna. No se puede por tanto medir con los parámetros falaces de una “calidad de vida” o por la mera conveniencia respecto de unos planes humanos o una pretensión social.
Desde tal responsabilidad de los esposos se comprende la necesidad de la apertura a la vida que constituye un significado propio del amor conyugal. El gran don de dar la vida, por el que los cónyuges se han de considerar colaboradores de Dios, es el que los hace responsables ante Dios respecto de su paternidad. La conciencia de este hecho está unida a su vocación al amor conyugal y se fundamenta en el valor incomparable de la vida humana. La transmisión de la vida queda enmarcada así en la confianza que Dios pone en el hombre, lo cual requiere a su vez la confianza de los esposos en Dios. La extensión de una mentalidad anticonceptiva ha hecho concebir erróneamente, como si dependiera del arbitrio humano, la decisión de estar o no abiertos a tener un hijo.
Por esto mismo, no se puede ver nunca a un hijo como un mero problema, y la decisión de tenerlo no puede medirse solo por criterios utilitarios o de mera satisfacción de un deseo. Nuestra sociedad de consumo prima los bienes materiales sobre el bien inmenso e incalculable de dar a luz un hijo. Detrás de este cálculo mezquino, está el miedo de afrontar el riesgo de la responsabilidad ante otro hombre. La falta de esperanza, al buscar la seguridad personal sólo en la posesión de los bienes o en las capacidades técnicas del hombre19, es posiblemente el motivo principal por el que muchos matrimonios se resisten a abrirse a la decisión de un nuevo nacimiento. Es parte integrante de la pastoral familiar volver a transmitir esa confianza en Dios que permite afrontar con generosidad una paternidad responsable.
La Iglesia es consciente también del problema de muchos esposos que desean descendencia y viven con sufrimiento la esterilidad que padece alguno de ellos. Esta difícil situación puede convertirse en una circunstancia positiva que ayuda a reconocer que el hijo es un don y no objeto del solo deseo. Por ello hay que reconocer la ilicitud de aquellos medios que sustituyen el acto de amor específico de los esposos en el momento de transmitir la vida. Todo hombre tiene derecho a nacer del amor conyugal por la mediación corporal del acto sexual20.
Hay que animar a los investigadores a progresar en la curación de las causas de la esterilidad; este sí es un verdadero servicio de la ciencia a la humanidad y no el de “producir hombres”. Es terrible considerar algunas situaciones aberrantes: el número inmenso de embriones congelados que se amontonan sin más fin que su destrucción; el interés de convertirlos en un puro “material biológico” para la investigación; la eliminación directa de aquellos que pueden presentar una enfermedad; la amenaza de llevar a cabo la clonación de seres humanos. Todavía preocupa más el pensar que se quieren presentar todas estas prácticas como avances científicos, cuando son atentados directos contra la vida humana. La medida moral de la responsabilidad propia de los científicos en la aplicación del resultado de sus investigaciones a la práctica médica es la de saber ofrecer una respuesta que ayude cada vez más a reconocer, respetar y promover la vida desde su concepción a su muerte natural. Qué distinto a esta manipulación de la vida humana es el testimonio de aquellos esposos que por medio de la adopción, el acogimiento, el servicio y disponibilidad a niños con problemas muestra la verdadera caridad de Cristo y la presencia cercana de la Iglesia para estos niños necesitados.
c) La nueva fecundidad del Espíritu
La familia cristiana en cuanto santuario de la vida sabe también de una nueva fecundidad, aquella que procede “del agua y del Espíritu” (Jn 3,5). Asume así una vida nueva que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14).
Los padres son responsables ante Dios y la Iglesia de que sus hijos nazcan a la vida divina. Esta responsabilidad va unida a la de engendrar la vida humana. Al bautizar a sus hijos, los padres ponen de manifiesto su fe en Dios que nos llama a todos a la vida en plenitud. Es él quien nos elige como hijos en su Hijo y nos da su vida divina por la gracia del bautismo. Jesús se refiere al bautismo como un nuevo nacimiento cuando le dice a Nicodemo que “quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5).
La ayuda de la Iglesia acompañando a los padres en la educación cristiana de sus hijos ha de ser clara y cercana. Así ha quedado en la tradición litúrgica con la elección de los padrinos: personas maduras en la fe que se comprometen a ayudar a los padres en la tarea tan delicada de la transmisión de la fe.
La acogida de los padres al pedir el bautismo de sus hijos es un momento muy significativo de la pastoral familiar. Es de desear que siempre estén presentes en ella, junto al sacerdote, otros matrimonios que les animen en esta responsabilidad y les introduzcan de una forma natural y animosa en todo lo que significa la educación en la fe, nunca separable de la educación integral del hijo. El bautismo dejará así de ser un acto aislado, y se conformará como el inicio de un proceso de inserción en la comunidad parroquial.
4. El cuarto mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre” (Ex 20,12; Ef 6,2)
Un aspecto esencial de la familia en cuanto iglesia doméstica es la relación única en la que los padres revelan a sus hijos la paternidad divina dentro de una historia de amor. Es una dimensión decisiva para la vida, pues en ella se apoya posteriormente cualquier otra autoridad humana. “«Honra a tu padre y a tu madre», para que ellos sean para ti, en cierto modo, los representantes de Dios, quienes te han dado la vida y te han introducido en la existencia humana: en una estirpe, nación y cultura. Después de Dios son ellos tus primeros bienhechores. Si Dios es el único bueno, más aún, el Bien mismo, los padres participan singularmente de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta analogía con el culto debido a Dios.”21 Esto significa que las relaciones personales que constituyen a la familia humana están transidas de una trascendencia por la que el hombre reconoce la misma autoridad de Dios como Señor de la vida y de la historia. Todo se fundamenta en el reconocimiento agradecido del don de la vida que tiene su continuidad en la educación de las personas.
La familia es, pues, una comunión constituida por relaciones de carácter eminentemente personal y moral y no por una suma de funciones sociales que pudieran ser llevadas a cabo por otras instancias. Por esta razón, la familia no es sustituible por ninguna otra institución y constituye el auténtico fundamento de la vida social. Todo en ella está ordenado al crecimiento de la persona en cuanto tal por medio de las relaciones personales que van configurando la identidad del hijo en todas sus dimensiones: intelectivas, afectivas, relacionales, éticas y espirituales.
En particular, el aspecto principal, inherente a estas relaciones consiste en el hecho de que la persona es amada por sí misma. No le basta al hombre el mero respeto; necesita, para ser reconocido en plenitud, una relación de amor. Así ha de ser en el amor conyugal de los esposos y en la convivencia que se establece en la familia. Reconocer al otro como amado dentro de la comunión familiar es aprender a “vivir para los demás”, tal como los esposos lo hacen entre sí y aprenden como padres a vivirlo respecto de los hijos. Esta es en verdad el “alma” de la familia, la caridad conyugal que ha sido derramada en los corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5) y que supone y proporciona el fundamento de la santidad de los esposos22.
El crecimiento de la persona está sostenido, por tanto, por una vida en común, en la que las relaciones personales son especialmente significativas, más aún constitutivas de la misma realidad familiar. Esto se pone de manifiesto singularmente en el valor que tiene la relación vertical de la paternidad y la horizontal de la fraternidad dentro de la vida cotidiana, en la que las cosas más pequeñas alcanzan un sentido de profunda humanidad. A partir de estas relaciones es como el hombre interioriza lo que después habrá de experimentar como las responsabilidades sociales más relevantes. Esto es importante recordarlo cuando por la carencia de hijos se han multiplicado las familias con un único hijo y a muchos niños les falta la experiencia tan enriquecedora de los hermanos que supone un apoyo de gran valor en la educación.
Nunca se destacará suficientemente el papel de la familia como la primera y principal educadora de sus hijos. Hay que reafirmarlo en momentos de un modelo estatalista de educación que no reconoce suficientemente este papel y que pone trabas para que los padres realicen su función23. Una familia que no hace de la educación el centro de toda su vitalidad significa una familia que ha perdido su aliento más fundamental. Así sucede cuando se vive como el único fin de la familia el conseguir una convivencia placentera, en donde las necesidades materiales estén cubiertas; ocurre cuando el niño se convierte en un simple “ídolo” afectivo de la familia y no se le ayuda a buscar una excelencia humana, proponiéndole modelos verdaderos que inviten a un auténtico crecimiento personal.
Es de todo punto preocupante el estado actual de la educación en España, tanto por los índices de fracaso escolar, cuanto por la falta de un proyecto educativo integral en el que se integre de verdad el derecho a todos a la educación y el imperativo ético-jurídico de la libertad de enseñanza de forma que sea viable y realizable el objetivo pedagógico de la formación de personas maduras y responsables. Los intentos de sustituir a los padres en la educación moral de los hijos deben de llevarnos de nuevo a una profunda reflexión a todos los niveles para poder recuperar la iniciativa de la familia en esa tarea tan primariamente suya que es la educación de sus hijos. El intervencionismo estatal ha causado una justa reacción de muchas familias que han reivindicado su irrenunciable papel y responsabilidad de protagonistas primeros en este campo. Hay que elogiar estas iniciativas que significan una valiosa presencia de los católicos en la vida pública. En lo que concierne a la pastoral familiar, debemos de felicitarnos, además, por los esfuerzos que se han realizado en la diócesis para extender progresivamente una formación afectivo-sexual en los ámbitos educativos; es una iniciativa de enorme importancia y se ha de perseverar y seguir con decisión en este empeño.
Podemos percibir por tanto un camino abierto para recuperar la centralidad de la familia en este momento inicial de la formación de la persona. Siguiendo este sendero es como podremos comprender el papel único de la familia para la transmisión de la fe.
5. La transmisión de la fe
“Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti” (2 Tim 1,5). Este reconocimiento de San Pablo es un testimonio muy temprano y conmovedor de lo que es la transmisión de la fe en la familia. Las tres generaciones que menciona el Apóstol y culminan en Timoteo, unidas en una misma fe, explican la “sinceridad” de la misma, el modo en que arraiga de tal forma en el corazón del hombre que puede dar un fruto abundante en las más variadas circunstancias de la vida.
Los padres son los primeros testigos de la fe ante sus hijos. La transmisión de la fe forma parte de su responsabilidad para con ellos y es una obligación que se desprende de su papel de ser sus primeros educadores. Lo son en la realidad cotidiana del hogar por medio de las mismas relaciones familiares, pues han de testimoniar con su comportamiento en primer lugar la paternidad divina, el modo de vivir de un hijo de Dios, el amor de comunión que constituye la riqueza mayor de la familia. Se trata de las verdades existenciales primeras, que nacen de la verdad de la presencia de Dios en medio de la familia y que tienen como su núcleo esencial la “caridad conyugal” que es el alma de la familia y el principio inspirador de todo su testimonio: “De ahí que las familias están llamadas a vivir esa calidad de amor, pues el Señor es quien se hace garante de que eso sea posible para nosotros a través del amor humano, sensible, afectuoso y misericordioso como el de Cristo”24. Esta caridad conyugal hace de la familia una casa abierta a otros miembros de la Iglesia que, por cualquier circunstancia, necesitan su ayuda.
Pienso ahora en la extraordinaria ocasión que nos brinda la Jornada Mundial de la Juventud que tendrá lugar en Madrid el año 2011. Muchos jóvenes vendrán a nuestra diócesis a vivir una bella experiencia de catolicidad. ¿Qué mejor muestra podemos ofrecerles de lo que es la Iglesia católica que acogiéndoles en nuestros hogares para vivir la comunión de bienes, la oración común, el intercambio de experiencias y el testimonio de la caridad que ve en el peregrino al mismo Cristo, según la Regla de San Benito del “hospes sit Christus” –al huésped se le acoge como a Cristo–? Esta experiencia puede ayudar no sólo a los jóvenes que son acogidos, sino a las propias familias que acogen, pues ofrecen todo lo que son y tienen: la iglesia doméstica y los bienes que la constituyen. Os animo, pues, a ensanchar los límites de vuestra generosidad para que la Iglesia de Madrid brille en sus familias por la acogida de los jóvenes peregrinos de la JMJ 2011.
El despertar de la fe es algo que sucede en medio de los acontecimientos de la propia vida familiar. Es allí, en los medio de los momentos en los que se teje el día a día de la vida en común, donde los hijos perciben la importancia de Dios. Se trata de una enseñanza que no se fuerza sino que se transmite en los detalles menudos y hondos a la vez del edificarse cotidiano de la familia, en los que se percibe la presencia de lo divino. Por este medio, lo religioso pasa a impregnar la conciencia del niño que comprende la trascendencia de esta presencia y la necesidad de dirigirse con normalidad hacia Dios. La experiencia de Dios cobra así una especial importancia en la explicación de los sucesos familiares más señalados: el nacimiento de un hermano, la muerte de algún familiar, las reuniones de la familia más amplia, las fiestas y las tristezas compartidas. El espíritu de fe lo impregna todo. La devoción a la Sagrada Familia es un modo excelente de vivir concretamente la presencia divina en medio de la convivencia común. En esta tarea, los padres son imprescindibles, aunque puedan necesitar la ayuda pastoral de la Iglesia, que les aclare cuáles son las líneas fundamentales catequéticas que han de vertebrar sus explicaciones ordinarias a los hijos y los recursos prácticos que faciliten esta labor: bendición de la mesa, imágenes en la casa, la centralidad de la Biblia, etc.
No se puede dejar de hacer mención al papel de muchos abuelos en esta tarea. Su generosidad y dedicación son encomiables. No solo ayudan a los padres en múltiples tareas domésticas de atención a los hijos, sino que ofrecen la experiencia de una fe madura, arraigada con profundidad en sus almas y unida a la vida. De este modo, actúan como verdaderos apóstoles para sus nietos.
No puede faltar entonces por parte de la comunidad eclesial, en especial de la parroquia, la ayuda directa y generosa a las familias. Se ha de intentar llegar a ellas en toda oportunidad, más aún, “oportune et importune”, pues, como la experiencia nos enseña, si en la vida de la familia no se encuentra apoyo para la transmisión de la fe, los otros esfuerzos catequísticos pueden resultar en vano. Para ello, es bueno conseguir en la parroquia un ambiente familiar en donde se puedan sentir acogidas e implicadas. Esto precisa la presencia de otros matrimonios con los que pueden compartir las experiencias comunes de padres y educadores en la fe de sus hijos.
Una de las iniciativas más recomendables para conseguir la implicación efectiva de las familias en el proceso de la educación de la fe es la catequesis familiar. En ella son los padres los que transmiten sistemáticamente los contenidos principales de la fe y la experiencia de la vida cristiana a los hijos dentro de un entorno parroquial adecuado que los integra en una realidad eclesial más grande.
Todo el proceso inicial de transmisión de la fe tiene como objeto la realización de la iniciación cristiana completa, que conduce a la madurez del fiel en Cristo con todo lo que implica de valor sacramental, doctrinal, de vida cristiana y de oración25. En este proceso es donde la familia debe encontrar el apoyo decidido de la comunidad parroquial. Es necesario no olvidar el significado específico de tal iniciación, cuyo fin no es otro que la formación de cristianos adultos en su fe. No se puede reducir entonces a la mera y externa recepción de los sacramentos, sino que consiste en una auténtica y plena introducción a la vida cristiana en la totalidad de los aspectos que la conforman. Se han de tratar, por tanto, el credo, la vida litúrgica, la vida moral cristiana, la oración y la inserción en una comunidad viva y evangelizadora. Todo debe realizarse con un método pastoral que lleve a la familia en cuanto tal a sentirse implicada.
Una familia que asume con responsabilidad la educación religiosa de sus hijos ha de contar con la ayuda que supone la enseñanza de la religión en la escuela y pedirla para sus hijos. Como ha dicho recientemente Benedicto XVI, el profesor de religión es “un lazo que une la enseñanza escolar de la religión con la profundización existencial de la fe”26 que tiene lugar en las mismas familias y en la comunidad de la Iglesia. En esta labor es importante no desanimarse. Recordemos como la parábola tan familiar de la mujer que introduce la levadura en la masa (cf. Mt 13,33). Una primera comunidad pequeña, pero apostólica, sirve siempre de fermento para todos los que se les acerquen.
6. Una escuela de oración y descubrimiento de lo sagrado
“Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces la Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús” (2Tim 3,14-15).
La transmisión de la fe tiene como uno de sus contenidos específicos el conocimiento de la Sagrada Escritura a la que en este año paulino toda la Iglesia ha dedicado una especial reflexión desde las más variadas perspectivas de su vida y misión: “La Biblia es un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad”27. Es la palabra “viva y eficaz más penetrante que espada de doble filo” (Hb 4,12). Su lectura es principio de oración y alimento para toda la familia. La presencia de la Biblia en el hogar ha de ser un testimonio para los hijos de forma que las lecturas que oyen en la Iglesia les sean explicadas por los padres. Los evangelios nos ofrecen riquísimas parábolas y comparaciones familiares por las que Jesucristo nos descubre la presencia del amor del Padre en los afanes humanos más ordinarios.
Es un modo único por medio del cual la familia se convierte en escuela de oración. Lo es de ese modo natural con el que en ella se enseñan todas las cosas. Consiste en primer lugar en introducir a los hijos en las oraciones de la Iglesia que aprenden de los labios de sus padres como una herencia preciosa llena de significado para sus vidas. Se unen las oraciones sencillas a los momentos significativos de la jornada –levantarse, acostarse, comer juntos–; a los acontecimientos familiares o sociales; a las celebraciones del tiempo litúrgico que se viven también en casa con intensidad. Con ello aprenden a invocar a Dios de los modos más diversos: como acción de gracias, como alabanza, como petición… Se trata de ir creciendo en confianza con ese “Padre que ve en lo escondido” y al que hay que hablar desde “la propia habitación” (Mt 6,6).
Nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en Valencia: “La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos; cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre”28.
La oración en familia, unida en primer lugar a la recitación vocal de las oraciones, se convierte en un modo eminente de comunicación familiar. La Iglesia ha recomendado insistentemente la recitación del Santo Rosario en familia como una forma privilegiada de vivir la presencia de María en la convivencia familiar29. Cada familia cristiana ha de saber descubrir y vivir sus propias tradiciones en la configuración de la oración familiar, llegando incluso a la recitación de alguna de las horas de la oración de la Iglesia.
Es así como el fiel puede entrar en ese camino espléndido de la oración personal donde resuena en el interior la voz de Dios y, como Samuel, bien aconsejado por su maestro Elí (1Sam 3,9), puede llegar a decir para ponerse en actitud de docilidad a la voz de Dios que le llama: “Habla Señor, que tu siervo escucha”.
Se puede hablar de una cierta “liturgia doméstica” que consiste en esas costumbres familiares en las que sus miembros se reúnen en la presencia de Dios, experimentando lo que el Señor prometió: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 28,20). Así se transmite el sentido de lo sagrado que permite unir las realidades de la vida a su significado trascendente en el que se reconoce la presencia del Señor. Tiene aquí una importancia significativa el perdón que se realiza en la convivencia familiar y que es esencial para que el amor permanezca en medio de las pruebas inevitables que acompañan la existencia en este mundo. Un amor que perdona no pasa nunca (cfr. 1Cor 13,8). Es así como los miembros de la familia aprenden de modo real la maravillosa presencia de la misericordia de Dios que regenera los corazones y que proporciona la alegría de la reconciliación. Es la mejor enseñanza para comprender el significado y valor insustituible del sacramento de la penitencia.
Toda esta escuela de oración conduce finalmente a la celebración de la Eucaristía que tuvo su inicio en el Cenáculo, una habitación familiar. En la primitiva Iglesia los cristianos “comenzaron celebrando la Eucaristía en las casas” (Hch 2,46). En palabras de Benedicto XVI: “Podemos ver cómo nace la realidad de la Iglesia en las casas de los creyentes. De hecho, hasta el siglo III los cristianos no tenían lugares propios de culto: estos fueron, en un primer momento, las sinagogas judías, hasta que se deshizo la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento, y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente arraigada en el Antiguo Testamento. Luego, tras esa «ruptura», los cristianos se reúnen en las casas, que así se convierten en «Iglesia»”30.
Se ha de cuidar, por tanto, en las celebraciones parroquiales el sentido de la “Eucaristía de las familias” donde se valore especialmente la participación de toda la familia en el sacrificio eucarístico. Así se significa el valor único de la Eucaristía como principio de comunión familiar y eclesial. Además, se convierte en una oportunidad pastoral excelente para fomentar un mayor conocimiento entre las familias y un crecimiento de la comunidad parroquial.
Se puede así configurar una auténtica “espiritualidad familiar”, nacida –como es natural– de la acción del Espíritu Santo, que es quien mueve a los esposos a la caridad conyugal, fundamento del amor de comunión que constituye la familia.
7. La vida como misión
La vida, que nace de la familia y se promueve por medio de la educación y la esperanza alimentada en la oración, alcanza su plenitud en el don de uno mismo. En el don de la vida es donde el hombre, llamado al amor, descubre que se realiza plenamente la misión que Dios le encomienda. Todo lo vivido antes en la familia es como preparatorio para alcanzar aquella forma de la madurez humana y espiritual necesaria para el don de sí mismo que nos pide el Señor.
Este punto de vista resulta esencial para comprender la fuerte relación que existe entre la pastoral familiar y la de la juventud. No crece la conciencia de la misión cristiana si no se ve el amor humano como el medio por el que Dios nos revela su designio de amor. Es por ello, por lo que tenemos que avanzar en nuestra diócesis en la instauración de distintos itinerarios de fe para novios también en ámbitos interparroquiales31. Es el camino para que los jóvenes integrados en procesos de formación cristiana puedan entender su propio noviazgo como un tiempo de gracia en el que Dios les enseña la belleza de su amor.
La familia misma, ayudando a cada uno de sus miembros a descubrir su vocación y acompañándoles en su camino, adquiere de este modo una conciencia más firme de la misión que Dios le encomienda. Como nos enseñó Juan Pablo II: “La misión divina del Verbo es hablar, dar testimonio del Padre. Es importante la familia que habla porque revela como primicia este misterio, que da testimonio de Dios Padre delante de las nuevas generaciones. Su palabra es más eficaz. Así cada familia humana, cada familia cristiana, se encuentra en misión. Ésta es la misión de la Verdad. La familia no puede vivir sin Verdad, más bien ella es el lugar en el que existe la sensibilidad extrema por la Verdad”32.
En esta profunda unidad que se establece entre la familia y la Iglesia es donde radica de modo natural la Evangelización tan necesaria de nuestros días. Como ocurrió con los primeros cristianos, la Iglesia “no sólo pudo crecer gracias a los Apóstoles que lo anunciaban. Para arraigar en la tierra del pueblo, para desarrollarse ampliamente, era necesario el compromiso de las familias, de los esposos, de las comunidades cristianas, de fieles laicos que ofrecieron el «humus» al crecimiento de la fe. Y sólo así crece siempre la Iglesia”33.
Este es el camino para nuestra Iglesia diocesana en este segundo año centrado en la pastoral familiar. Podemos constatar por muy variados y bellísimos signos cómo el Espíritu Santo bendice esta labor. Y agradecemos y bendecimos a todos aquellos, sacerdotes, religiosos, y tantos matrimonios, que han respondido con generosidad a la primera llamada que realizamos el curso pasado. Nos encomendamos a María Nuestra Señora de la Almudena, para que nos conceda el don de la perseverancia, y la humildad de saber reconocer la grandeza de Dios que llega “de generación en generación” (Lc 1,50).
Con todo afecto y mi bendición.
Madrid, 15 de junio de 2009
Dedicación de la Santa Iglesia Catedral
1 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22.
2 CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22.
3 JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemptor hominis, n. 14.
4 BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 1.
5 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 11; y el Decreto Apostolicam actuositatem, n. 11. La referencia patrística es: SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Genesim Serm., VI, 2-VII, 1 (PG 54,607-608).
6 Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 350.
7 CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 24.
8 Cfr. JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, n. 21.
9 BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa de inauguración del Pontificado (24-IV-2005).
10 K. WOJTYLA, “Regola per il gruppo delle coppie di sposi Humanae vitae (premesse)”, 5, en L. GRYGIEL –S. GRYGIEL –P. KWIATKOWSKI (eds.), Belleza e spiritualità dell’amore coniugale. Con un inedito di Karol Wojtyla, Cantagalli, Siena 2009, 33.
11 Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instrucción Pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, nn. 100-132.
12 Cfr. PABLO VI, Carta Encíclica Humanae vitae, n. 13.
13 JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitae, n. 31.
14 Cfr. PABLO VI, Carta Encíclica Humanae vitae, n. 10.
15 Cfr. los documentos contenidos en: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La vida humana, don precioso de Dios. Documentos sobre la vida 1974-2006, EDICE, Madrid 2006.
16 Sobre el grave problema del aborto. Nota de los obispos de la provincia eclesiástica de Madrid (25-III-2007). Ya la primera nota de la provincia eclesiástica versó sobre este tema: El aborto en Madrid. Un reto a la conciencia cristiana y ciudadana (1-II-1998).
17 JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitae, nn. 12. 24.
18 JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus annus, n. 46.
19 Cfr. BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Spe salvi, nn. 16-23.
20 Tal como lo ha vuelto a recordar el Magisterio de la Iglesia: cfr. CONGREGRACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Dignitas personae, n. 6.
21 JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 15 c.
22 Tal como nos lo recuerda: CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 41 c.
23 Recordemos los criterios que hemos expresado los obispos en: ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La escuela católica. Oferta de la Iglesia en España para la educación en el siglo XXI (27-IV-2007).
24 BENEDICTO XVI, Discurso en el V Encuentro Mundial de las Familias en Valencia (8-VII-2006),
25 Recordemos: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instrucción Pastoral La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (27-XI-1998).
26 BENEDICTO XV, Discurso a profesores de religión en escuelas italianas (29 de Abril de 2009).
27 BENEDICTO XVI, Homilía de clausura del XII Sínodo de obispos (26-X-2008).
28 BENEDICTO XVI, Homilía en Valencia (9-VII-2006). Respecto de la oración familiar cita a: JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, n. 60.
29 Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apostólica El rosario de la Virgen Maria, nn. 41-42.
30 BENEDICTO XVI, Audiencia general (7-II-2007).
31 Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Directorio de la pastoral familiar de la Iglesia en España, n. 87. Cfr. TERCER SÍNODO DIOCESANO DE MADRID, Constituciones, 174; Decreto General, art. 63 y 64.
32 JUAN PABLO II, Homilía en Porto San Giorgio (30-XII-1988).