Homilía en la Apertura del Año Sacerdotal Exposición al Santísimo y Vísperas

Catedral de La Almudena, 19.VI.2009; 20’50 h.

Mis queridos hermanos sacerdotes;

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

En la Liturgia de las solemnes Vísperas de la Gran Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, unidos espiritualmente al Santo Padre en el acto vespertino de la Basílica de San Pedro, abrimos el Año Sacerdotal convocado por Él para toda la Iglesia Universal y que la Archidiócesis de Madrid, su Obispo Diocesano con sus Obispos Auxiliares, sus sacerdotes y todos los fieles consagrados y laicos, quieren vivir con profundos sentimientos y decidida actitud de comunión espiritual y pastoral con los objetivos e intenciones que han movido al Papa para adoptar esta iniciativa pastoral en el año de la conmemoración del 150 Aniversario de la muerte de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars.  Benedicto XVI centra la celebración de este Año Sacerdotal en un propósito y aspiración pastoral de máxima importancia para una renovación auténtica de la vida y vocación específica de los Presbíteros –de los sacerdotes– en este momento actual de la Iglesia y de la sociedad. Después de recordar en el Discurso dirigido a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación del Clero –16 de marzo del presente año–, que le sirvió de ocasión para el anuncio del Año Sacerdotal, que la correcta precisión doctrinal de lo que significan los “tria munera”, los tres aspectos, implicados por la consagración sacramental en el oficio y misión sacerdotal del Presbítero “no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable, tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal”, añade: “precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido convocar un Año Sacerdotal”. Apreciar con nuevo vigor doctrinal la santidad sacerdotal, promover en la experiencia personal y pastoral de nuestros Presbíteros y de toda la comunidad diocesana, especialmente en las almas y comunidades de vida contemplativa, el cultivo interior de la “tensión espiritual” de la que nos habla el Santo Padre, será el criterio que ilumine y oriente todas las iniciativas de nuestra Archidiócesis a fin de aprovechar esta gracia extraordinaria del Señor, el Sumo y Eterno Sacerdote, que significa el Año Sacerdotal, y que ha quedado abierto para toda la Iglesia Universal en la oración de las Vísperas del Sagrado Corazón de Jesús, presidida por el Papa en la Basílica de San Pedro.

“Mirarán al que atravesaron”, predecía la Escritura al divisar en el horizonte de la historia de la Salvación la figura y la obra del Mesías prometido, del Ungido de Dios, que sí iba a inaugurar el definitivo tiempo de la salvación plena para el hombre.

¿Quién atravesó el costado y el corazón de Cristo, clavado en la Cruz y muerto en aquél mediodía de las vísperas de la Fiesta judía del “Sabbath” más trascendental y estremecedor de la historia humana? Sí, ciertamente, el soldado romano. De inmediato se podía señalar a continuación como los autores y/o cooperadores necesarios de aquella muerte ignominiosa a los que la instigaron y consiguieron del Procurador Romano la pena de muerte en la forma humillante de la Cruz: las autoridades religioso-políticas de su Pueblo y parte del Pueblo mismo. ¿Y nadie más? Sí, y de forma en último término la única decisiva, el hombre pecador: ¡nosotros! Todos los hijos de los hombres que habían escrito, estaban escribiendo en aquella hora histórica y escribirían siempre la historia del pecado fueron, son y serán causantes misteriosos de esa muerte del Hijo de Dios: ¡Nuestros pecados lo clavaron en la Cruz! Por nuestros pecados su divino Corazón fue abierto y de él brotó sangre y agua: nació la Iglesia con sus Sacramentos, sobre todo, con los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía y, de un modo eminente, el Sacramento del Orden: el Sacramento del Sacerdocio Ministerial.

Si nosotros, en el trasfondo divino-humano de lo que estaba sucediendo en la Cruz, fuimos los que “le traspasaron”, es necesario, más aún, urgente, que “le miremos”, que “le miremos” suplicando su amor: amor infinitamente misericordioso. Hoy le miramos aquí presente en la Sagrada Hostia mostrada en la Custodia: substancialmente presente con su Cuerpo y con su Sangre derramada por nosotros; “por el gran amor” con que Dios nos amó. Puesto que “estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo… nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con Él. Esa es la inmensa riqueza de su gracia por la que somos salvados, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Cfr. Ef 2,4-7). Sí, sólo así, “mirándole” con toda el alma, se encuentra la salvación para el hombre de nuestro tiempo y el de las próximas generaciones.

En este “mirar” con amor suplicante al que traspasaron está la clave de la salvación del mundo y la posibilidad de llevar al hombre pecador a alzar su vista interior al Corazón de Cristo y penetrar en sus heridas abiertas con el propio corazón conmovido, arrepentido y ansioso de corresponderle con el propio y frágil amor; y, además, está la clave del sentido y de la eficacia del ministerio sacerdotal en todos los tiempos y, por supuesto, con nuevo y singular apremio, en el nuestro. En medio de todas las dificultades en las que se ven envueltos nuestros hermanos, los hombres de hoy, heridos por crisis hondas que afectan al derecho al trabajo, al matrimonio y a la familia, incluso, al derecho a la vida y a la vivencia digna de su condición de persona, no hay duda de que necesitamos al sacerdote que les de el testimonio del Amor de Dios, que se nos ha revelado y donado en Jesucristo y con el que hemos sido amados con delicadeza exquisita e infinita misericordia. Ese testimonio y servicio netamente sacerdotal constituye nuestra máxima urgencia pastoral y lo que proporciona al ejercicio de nuestro sacerdocio su significado divino-humano más pleno y más bello y, por lo cual, lo hace imprescindible no sólo para la Iglesia sino también para el mundo; al inicio del Tercer Milenio de la era cristiana tanto o más como en cualquiera de las épocas que fueron entretejiendo interna y externamente su historia más propia: la historia de la Iglesia como “sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 2).

La Virgen María, la Madre de Cristo, Santa María del Sagrado Corazón, ha estado a su lado en el Calvario y sigue junta a él gloriosa en su Reino. Nos acompaña maternalmente como la Reina del Cielo en la Comunión de los Santos y, por ello, en la adoración y en la comunión eucarísticas. ¡Que nos guíe, conduzca y aliente en este Año Sacerdotal a fin de vivirlo como un nuevo, firme y gozoso impulso del Espíritu Santo en el camino espiritual y pastoral que nos lleve a la meta de la Santidad Sacerdotal, entregados siempre a la amorosa voluntad del Padre!

Amén.