UNA SOLA FAMILIA. Jornada Mundial de las Migraciones

Madrid, 16 de enero de 2011

UNA SOLA FAMILIA

Jornada Mundial de las Migraciones

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, nos dice en su Mensaje el Papa Benedicto XVI, «brinda a toda la Iglesia la oportunidad de reflexionar sobre el creciente fenómeno de la emigración, de orar para que los corazones se abran a la acogida cristiana y de trabajar para que crezcan en el mundo la justicia y la caridad, columnas para la construcción de una paz auténtica y duradera. “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn 13,34) es la invitación que el Señor nos dirige con fuerza y nos renueva constantemente: si el Padre nos llama a ser hijos amados en su Hijo predilecto, nos llama también a reconocernos todos como hermanos en Cristo».

En esta sociedad nuestra cada vez más plural y diversa, tanto inmigrantes como quienes les acogemos formamos una sola familia, y todos estamos llamados a trabajar juntos para conseguir una convivencia verdaderamente humana, serena y provechosa, en el respeto de las legítimas diferencias.

«La fraternidad humana es la experiencia, a veces sorprendente, de una relación que une, de un vínculo profundo con el otro, diferente de mí, basado en el simple hecho de ser hombres. Asumida y vivida responsablemente, alimenta una vida de comunión y de compartir con todos, de modo especial con los emigrantes; sostiene la entrega de sí mismo a los demás, a su bien, al bien de todos, en la comunidad política local, nacional y mundial».

Reconocernos como hermanos.

Por ello, en el actual contexto social de globalización en el que vivimos, los cristianos –inmigrantes, refugiados y madrileños– estamos llamados a reconocernos como hermanos, a compartir los bienes provenientes de Cristo, a ocupar el lugar que nos corresponde en la comunidad cristiana y a ser testigos del Evangelio. Esa convivencia profundamente humana, pacífica, solidaria y enriquecedora, que todo corazón humano desea desde lo más hondo de su ser, se hace posible con la fuerza que brota del Evangelio. Quienes lo acogen con fe y lo viven, hacen emerger la nueva sociedad por encima de las diferencias de nuestros orígenes y de nuestra condición. Se va haciendo cada vez más visible a través de gestos de respeto, de solidaridad, de mutua ayuda, de amistad y fraternidad, realizados con sencillez y constancia en la vida diaria. De este modo, caen las barreras del miedo, la desconfianza y los prejuicios, que por desgracia existen, nadie es discriminado ni excluido, son promovidos los derechos de todos. «El bien común y el esfuerzo por él han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones, dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras’ (Caritas in veritate, 7). Desde esta perspectiva hay que mirar también la realidad de las migraciones».

A lo largo de estos años los trabajadores inmigrantes, que viven y trabajan con sus familias entre nosotros, han colaborado en el crecimiento de nuestra economía, han contribuido al funcionamiento y desarrollo del sistema productivo y al sostenimiento de las pensiones y, consecuentemente, han contribuido al bienestar de todos. Más allá de lo económico, su simple presencia ha sido, y es, enriquecedora: por su humanidad, sus aportaciones culturales y religiosas, su trabajo, su juventud y su vida.

Somos muchos los que en nuestra sociedad madrileña estamos caminando juntos, buscando una convivencia verdaderamente humana basada en la fraternidad. Estamos convencidos de que aceptar al que llega porque es un hermano es el primer paso real hacia una sociedad nueva; no es una utopía ni un sueño, sino una realidad concreta, posibilitada por la acogida creyente y confiada del Evangelio que nos revela el amor de Dios.

Pero, desde que la recesión económica y el paro han empezado a afectar al conjunto de las clases populares, incluyendo por supuesto también a los propios inmigrantes, se tiende otra vez a contemplarles desde una racionalidad meramente económica, como un simple “recurso humano” para nuestro beneficio, minusvalorando incluso el tiempo que han pasado entre nosotros, su contribución innegable a nuestro bienestar y la riqueza humana que aportan. Se olvida que ellos también son personas con una vocación y un proyecto de vida que tienen el derecho -y el deber- de desarrollar. Cuando se afirma “les llamamos para trabajar”, o “si se quedan en paro, que se vayan”, o todavía “un inmigrante en paro es un absurdo”, las migraciones pierden la dimensión de desarrollo económico, social y cultural que poseían históricamente. «El nuevo drama que plantea a los migrantes la crisis económica mundial, forzándoles a regresar despedidos antes de tiempo merece nuestra atención. Las naciones poderosas deben un justo trato a estos trabajadores, que con gran sacrificio han contribuido al desarrollo común. Han sido especialmente útiles, más allá de lo que pueda pagarse con un simple salario. Ellos, que son los más débiles, merecen una atención particular que evite cerrar un capítulo de su vida con un fracaso».

Perseveremos con valentía en el empeño.

Exhorto a todos los católicos y a las comunidades parroquiales a perseverar con valentía en la labor iniciada. Hacer de nuestra sociedad una comunidad de hombres y de pueblos, un pueblo solidario en la esperanza de que nadie queda excluido; un pueblo que salvaguarde la dignidad de las personas en las relaciones sociales, laborales y económicas, según el proyecto del Creador. Que el servicio prioritario y consecuente al bien común sea el que oriente y guíe el comportamiento de las personas, los grupos sociales, las instancias públicas y los responsables del justo, solidario y pacífico funcionamiento de la sociedad, resulta cada vez más urgente. No es sólo una cuestión de tiempo; en definitiva sólo es posible a través del anuncio gozoso y valiente de Jesucristo, Redentor del hombre.

«La caridad es un don de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom 5,5). En cuanto don de Dios, no es utopía, sino realidad concreta; es buena nueva, Evangelio. Los creyentes están llamados a manifestar el rostro de una Iglesia abierta a las realidades sociales y a cuanto permite a la persona humana afirmar su dignidad. En particular los cristianos, conscientes del amor del Padre celestial, deberán reavivar su atención con respecto a los inmigrantes para desarrollar un diálogo sincero y respetuoso, con vistas a la construcción de la civilización del amor».

Hagamos de nuestra Iglesia diocesana casa y escuela de comunión.

Nuestras comunidades parroquiales, cuya misión primordial es el anuncio de Jesucristo y de la Salvación propuesta en el Evangelio, tienen el papel decisivo de servir de mediadoras entre esos grupos sociales que se ignoran o que desconfían unos de otros, sobre todo cuando sus procesos de integración avanzan tan trabajosamente. Para ello, nos ha de ayudar mucho el reconocimiento del otro en su identidad y en su diferencia, descubriendo que no sólo no son motivo de enfrentamiento, sino que son fuente de enriquecimiento mutuo. «Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los hombres, ella vive y obra profundamente injertada en la sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas»; en este sentido puede la parroquia, y debe, conformar un espacio privilegiado donde se lleve a cabo una verdadera pedagogía del encuentro entre inmigrantes, refugiados y autóctonos; debe ayudar a pasar de la mera tolerancia al respeto real de las diferencias, a vencer toda tendencia a encerrarse en sí mismos y a transformar el egoísmo en generosidad, el temor en apertura y el rechazo en solidaridad.

«Todos los hombres pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para poder valorar mejor las propias diferencias históricas y culturales, buscando la coordinación, en vez de la contraposición, con los miembros de otras culturas. Estas simples verdades son las que hacen posible una convivencia verdaderamente humana; y son fácilmente comprensibles cuando se escucha al propio corazón con pureza de intención».

Hagamos, pues, de nuestra Iglesia diocesana casa y escuela de comunión. Es exigencia que brota de nuestro ser Iglesia y de la misión. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano». Anclada en el misterio de comunión de la Trinidad Santa, en el amor infinito de Dios a todos los hombres más allá de los límites del tiempo, de lugar, de raza y condición, nuestra Iglesia diocesana está llamada a vivir la catolicidad: a vivir de la fuente del amor infinito de Dios a todo hombre. Está llamada a sentirse íntima y realmente solidaria con todos los hombres y con su historia. Esto ha de hacerse visible en el amor fraterno de los fieles
–inmigrantes, refugiados y madrileños– que con espíritu unánime colaboran en el anuncio del Evangelio y se alzan como signo de unidad. Ser sacramento de unidad del género humano, ser signo de salvación, es decir, devolver la esperanza de salvación a nuestro mundo, apasionante tarea para los tiempos que corren. Esperanza, que, de una parte, nos mueve a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a nuestra entera existencia y, de otra, nos ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios.

Jóvenes, sed artífices de una convivencia verdaderamente humana.

Por último, deseo dirigir una invitación especial a los jóvenes en esta Jornada de las Migraciones. «Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza», Contribuid a crear una convivencia verdaderamente humana en nuestros pueblos, ciudades y barrios, en los lugares de trabajo y en los centros de estudio; haced de nuestras comunidades cristianas, una casa común y escuela de comunión. Esa es nuestra manera de “dar razón de la esperanza”. Como os decía el Papa hace dos años, «construid, con vuestros coetáneos, una sociedad más justa y fraterna, cumpliendo escrupulosamente y con seriedad vuestros deberes con vuestras familias y con el estado. Respetad las leyes y no os dejéis llevar nunca por el odio y la violencia. Procurad, más bien, ser protagonistas, desde ahora, de un mundo donde reinen la comprensión y la solidaridad, la justicia y la paz». Para conseguirlo, debéis tener una profunda confianza en el hombre, hijo de Dios, y una gran admiración por la vocación humana: una vocación que se realiza en el respeto de la verdad, de la dignidad y de los derechos inviolables de la persona.

Así crecerá vuestra propia humanidad y alcanzaréis vuestra madurez, que sólo se consigue a través del amor y el servicio. Cada uno ha de tomar conciencia de sus dones y cualidades para ponerlas al servicio de los demás.

Dentro de pocos años, los jóvenes de hoy seréis los responsables de la vida familiar y social de nuestros pueblos, barrios y ciudades. «Edificad el presente y proyectad el futuro desde la verdad auténtica del hombre, desde la libertad que respeta esa verdad y nunca la hiere, y desde la justicia para todos, comenzando por los más pobres y desvalidos. Preocupaos no sólo de las necesidades materiales de los hombres, sino también de las morales y sociales, de las espirituales y religiosas, porque todas ellas son exigencias genuinas del único hombre y sólo así se trabaja eficaz, íntegra y fecundamente por su bien».

Vosotros, jóvenes inmigrantes, refugiados y madrileños, que crecéis y camináis juntos en la escuela, en el barrio, en las organizaciones deportivas, en la formación profesional, en el mundo universitario y en el acceso al mundo laboral…, estáis llamados, a hacer «visible y sociológicamente perceptible el proyecto de Dios de invitar a todos los hombres a la alianza sellada en Cristo, sin excepción o exclusión alguna y a ser un espacio acogedor donde se reconoce a todo hombre la dignidad que le otorgó su Creador». Cread espacios de encuentro para el conocimiento y enriquecimiento mutuos.

La escuela y la universidad han de ser para vosotros un ámbito primordial para crear esos espacios de encuentro y mutuo reconocimiento en orden a vuestra formación y preparación para el futuro y vuestra participación social. Tenéis que rechazar todo tipo de discriminación, de violencia, de acoso y exclusión de cara a vuestros compañeros y profesores, y aislar a quienes se empeñen en instalarse en la violencia. Unidos a vuestros profesores, a vuestros padres y compañeros, tenéis que trabajar para que en vuestro centro de estudios sea una realidad la integración de todos. El reconocimiento mutuo de los valores de cada uno es principio de una esperanza inmensa.

Vivimos un tiempo difícil. «La cuestión de un empleo y con ello tener el provenir asegurado, es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande…, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito». En vuestro trabajo, en la convivencia a lo largo de la jornada laboral, tenéis que promover relaciones justas y solidarias y fraternas entre vosotros, evitar la rivalidad y anteponer los intereses de los más débiles y vulnerables a los propios. Si en el ámbito del trabajo fomentáis las relaciones de amistad, respeto y mutua valoración, pondréis las bases para una integración más humana y fraterna.

Las energías de quienes creen en la justicia y la paz son inagotables. No hay motivo para el pesimismo. La crisis presente puede y debe convertirse en ocasión de conversión y cambio de mentalidades. Es ésta una hora de esperanza. Al comienzo de este milenio, debéis ser conscientes de que el futuro de nuestra convivencia y nuestra sociedad depende, sobre todo, de las opciones morales fundamentales que vosotros, la nueva generación de hombres y mujeres, estáis llamados a tomar por encima de las diferencias de vuestros orígenes. «Vosotros sois el futuro de la sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad, especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El relativismo que se ha difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento».

Es posible que cada uno y cada una de vosotros -y juntos también- os estéis preguntando: ¿qué puedo hacer yo?, ¿qué podemos hacer nosotros? En lo más hondo de vuestro corazón estáis sintiendo realmente el vivo y ardiente deseo de ofrecer soluciones nuevas a los viejos problemas de nuestra sociedad y colaborar en el fortalecimiento de una convivencia fraterna, sin divisiones ni exclusiones.

«En cada época, nos dice el Papa, también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el profundo deseo de que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la solidaridad. Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones auténticas de amistad, de conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir una estabilidad personal y una seguridad real que puedan garantizar un futuro sereno y feliz… Afrontad con valentía y esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos. Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero vosotros mismos os daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan serenidad ni alegría. Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina el camino».

¡Comprometeos y participad en la Jornada Mundial de la Juventud que se celebrará en la tercera semana del próximo agosto, presidida por el Santo Padre!

Reitero mi invitación a todos a ser testigos del Evangelio y artífices de paz. Que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por intercesión de Santa María nos sostenga en el propósito emprendido. A ella le encomiendo los esfuerzos y logros de cuantos recorren con sinceridad el camino de la fe, fuente de fraternidad, de diálogo y de paz en medio de la rica diversidad de este vasto mundo de las migraciones. Por su intercesión, estamos seguros de recibir la luz y la fuerza necesarias para avanzar por el camino que su Hijo Jesucristo nos señala.

Con mi afecto y bendición,