Beatificación Sierva Sor Catalina Irigoyen

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Me dirijo a vosotros para invitaros con gran gozo a la primera beatificación que tendrá lugar en nuestra diócesis, en la Santa Iglesia Catedral de Santa María la Real de la Almudena, el próximo 29 de Octubre a las 12 horas. Se trata de la sierva de Dios Sor Catalina Irigoyen Echegaray, que pasó los 37 últimos años de su vida en Madrid en la congregación de las Siervas de María, ministras de los enfermos, que había fundado una madrileña, Santa María Soledad Torres Acosta para dedicarse a la atención de los enfermos en sus propios domicilios.

Nuestra diócesis recibe con esta beatificación la gracia de experimentar una vez más que la Iglesia es una «comunión de los santos», en la que Dios sigue haciendo obras grandes en el corazón de los que hemos recibido la gracia del bautismo. Fue en el seno de una familia de Pamplona donde Sor Catalina vio la luz. Al día siguiente de nacer recibió el bautismo en la Catedral de Pamplona y desde entonces no dejó de recibir abundantes gracias de Dios. A la esmerada educación cristiana de su familia se añadió la del colegio de las Madres dominicas. A los 12 años hizo su primera comunión y este primer encuentro con Cristo marcó su vida con un amor profundo a la Eucaristía que será el fundamento de su amor y entrega a los demás. Cuando cumplió los 13 años entró en la Asociación de Hijas de María, de la que llegaría a ser presidenta. La devoción a la Virgen y el deseo de imitarla la llevaría a practicar la caridad visitando y ayudando a los enfermos, tanto a los de su propia casa, una vez fallecidos sus padres, como a los que estaban en el hospital. En su misma casa organizó con otras jóvenes un taller para confeccionar ropa a favor de los pobres y necesitados.

El 31 de diciembre de 1881 ingresa en Pamplona en la congregación de las Siervas de María, que habían abierto una residencia tres años antes. En el carisma de Santa Soledad Torres Acosta encuentra el camino para consagrarse totalmente a Dios. Meses más tarde, inicia en Madrid su etapa de noviciado que concluiría en la Profesión Perpetua el 15 de Julio de 1889. Nunca abandonaría Madrid, donde murió, a causa de una tuberculosis ósea, en la casa madre de la Fundación el 10 de Octubre de 1918.

Su vida fue un testimonio sencillo y humilde de adoración a Dios y servicio a los enfermos: «Sólo sirvo para servir» fue la regla de su vida, desgastada en el ejercicio de la caridad sin reservarse nada. Su entrega infatigable a los enfermos y familias necesitadas, especialmente en varias epidemias de cólera, viruela y tifus, dispuesta siempre a sacrificarse por los demás y confortar espiritual y materialmente a los necesitados, hizo que mucha gente pidiera su presencia para aliviar sus sufrimientos. Dentro de la misma comunidad, sirvió con sencillez en servicios humildes sin rechazar nada de lo que se le pidiese. Al caer enferma, se entregó generosamente en las manos del Señor y mantuvo la paz y la alegría de imitar a Jesús como solía decir. En ella encontró el Señor un alma entregada a dejarse hacer por la gracia y culminar su vida unida al mismo Cristo doliente al que ella había servido en los enfermos.

La Iglesia en Madrid se alegra con el testimonio de esta religiosa navarra, madrileña de adopción. Si nos preguntáramos ¿cómo ha llegado a la santidad? no encontraríamos mejor respuesta que la del Papa Pablo VI cuando canonizó a la fundadora de su congregación: «Se trata de una vida sencilla y silenciosa, que se puede resumir en dos importantes palabras: humildad y caridad. Toda una vida orientada en la intensidad de la vida interior… en la imitación de Cristo, en la devoción a la Virgen, en el servicio a los enfermos, en la fidelidad a la Iglesia».

Para nuestra Comunidad Diocesana este acontecimiento es una llamada a vivir la santidad que hemos recibido en el bautismo. Nuestra incorporación a Cristo y a su Iglesia, que es una «comunión de santos», reclama la entrega total a Dios y al servicio de los hombres. Recientemente, Benedicto XVI, decía a los jóvenes alemanes que «se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo distorsionado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo sea aquel que lleva a cabo acciones ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión». La vida de la nueva beata muestra todo lo contrario: el camino del servicio a los demás, cumpliendo la obra de misericordia que Cristo nos recordó en sus palabras −«Estuve enfermo y me visitasteis»− es un camino seguro para practicar la caridad que es el núcleo de la santidad. Este camino es posible y llevadero si transitamos por él con la ayuda de la oración diaria, la eucaristía, la devoción a la Virgen y el olvido de sí mismo. Es el camino de la fe que se arraiga en nuestros corazones y nos edifica en la persona de Cristo. El camino que ensancha nuestro corazón para compadecer con los que más sufren. En su reciente e inolvidable visita a España con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, el Papa se dirigía a los jóvenes para animarles a seguir este camino detrás de Jesús: «Queridos jóvenes −les decía− que el amor de Cristo por nosotros aumente vuestra alegría y os aliente a estar cerca de los menos favorecidos. Vosotros, que sois muy sensibles a la idea de compartir la vida con los demás, no paséis de largo ante el sufrimiento humano, donde Dios os espera para que entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra capacidad de amar y de compadecer».

 Os invito, pues, a dar gracias a Dios por la nueva beata, acción de gracias que va unida a la que la Iglesia diocesana de Madrid dirige a la congregación de las Siervas de María, que, con tanta solicitud, se entregan al cuidado de los enfermos y donde la nueva beata halló el camino seguro hacia la santidad. Que Dios bendiga a la congregación con muchas y santas vocaciones para que el hombre doliente pueda encontrar siempre a su lado, en su enfermedad o ancianidad, la mano compasiva de Cristo que ha venido a compartir nuestra soledad, a curar nuestra dolencias y a santificar nuestros sufrimientos.

 Con todo afecto y mi bendición,