AMAR A LA IGLESIA,
para amar a Jesucristo
Mis queridos hermanos y amigos:
En el nuevo curso pastoral, que hemos iniciado ya, la necesidad espiritual de recoger la gracia extraordinaria de la JMJ-Madrid 2011, y de procurar que fructifique, nos lleva a mirar a la Iglesia con amor y vivir en ella amándola, como una condición indispensable parar acertar plenamente con el conocimiento y el camino para poder encontrarse con el Señor. El Santo Padre les decía a los jóvenes en la Homilía de “Cuatro Vientos” con hermosas palabras: “Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor”. La Iglesia no es el mero resultado de la acción humana o fruto de iniciativas de los hombres en un momento determinado de la historia. La Iglesia es de Cristo: es su Esposa y su Cuerpo, el instrumento o a modo de signo o sacramento que Él ha querido instituir para unir a los hombres con Dios y entre sí por la vía que lleva a la salvación. Glosando el texto de San Mateo, donde se relata la conocida escena de Cesarea de Filipo, cuando Jesús pregunta a los Apóstoles quien dice la gente que es Él (Mt. 16, 15-20), comenta el Papa: “Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como <su> Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1 Cor. 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. El está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza”. No se puede pues amar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sino se ama a la Iglesia, su Cuerpo. En la JMJ 2011 en Madrid se pudo constatar con una belleza emocionante y singular el amor de los jóvenes a la Iglesia, manifestado con un entusiasmo contagioso y jubiloso en sus expresiones de amor al Papa. En Él, veían a aquel que, por su ministerio de Pastor de la Iglesia Universal −de todos los Pastores y de todos los fieles−, representaba visiblemente a Jesucristo como Cabeza de la Iglesia: a Jesucristo que es el Hermano, el Amigo, el Señor, ¡el Salvador! En el ambiente de una maravillosa y gozosa experiencia de “la Comunión de la Iglesia” los jóvenes vivieron con auténtica y fervorosa entrega su amor al Señor. La Iglesia es comunión visible de los que viven en la fe, en la esperanza y en el amor de Cristo. Comunión, por tanto, de los santos y de los que están en el camino de la santidad por la conversión y la penitencia. Comunión en y de “las cosas santas”, confiadas al ministerio de los Apóstoles encabezados por Pedro cuyo oficio pervive y sigue actuando en su Sucesor, el Obispo de Roma. La promesa de Jesús no falla: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. “Las cosas santas” son la Palabra, los Sacramentos, los Mandatos y la Misión recibidas del Señor; su oración y la forma de la alabanza y de la adoración al Padre en el Espíritu Santo. La comunión eclesial culmina con la mesa eucarística del altar: en la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
Hemos vivido un siglo −el pasado siglo XX− en el que se produjo un hondo “despertar de la Iglesia en las almas”. (Romano Guardini): un nuevo tiempo de un amor a la Iglesia explícito, confesado y hondamente comprometido afectiva y efectivamente con el principio de “comunión”, que la sustenta, y con el mandato de la misión de evangelizar al hombre de los tiempos de “la modernidad” y de “la postmodernidad”: ¡nuestra época! Un amor, por ejemplo, practicado silenciosamente con la sencillez heroica de una mujer consagrada por entero al servicio cercano de los enfermos, día y noche, en las jornadas más tranquilas y en las más difíciles y turbulentas, cuando las epidemias o las revueltas callejeras irrumpían en la vida ciudadana de la gran ciudad, como fue el caso de Sor María Catalina Irigoyen Echegaray, “Sierva de María y Ministra de los Enfermos”, en el Madrid problemático y complejo del tránsito del siglo XIX al siglo XX. O, un amor, como el encarnado en el servicio pastoral inagotable al Pueblo de Dios al estilo de ese gigante espiritual y humano que fue el Beato Juan Pablo II. Sería en el Concilio Vaticano II cuando cristalizase doctrinal y pastoralmente esa renovada conciencia de la Iglesia: con nítida fuerza normativa y con inusitado vigor evangelizador. La riqueza y la belleza espiritual de este amor a la Esposa de Cristo resalta aún más en nuestro tiempo al contemplarle en el contexto de su historia martirial: una de las más impresionantes de toda la historia de la Iglesia. No faltaron las persecuciones en casi ninguna de las grandes regiones europeas; y no faltaron tampoco los fenómenos de oposición, contradicción y crítica hostil fuera y aún dentro del seno de la Iglesia madre.
Renovar el amor fiel a la Iglesia, la Iglesia de Cristo −no sustituible por una Iglesia hecha a imagen y semejanza nuestra− representa una de las exigencias más urgentes que se desprende para nosotros del acontecimiento de la gracia que fue la JMJ 2011 en Madrid. Si nuestra Comunidad Diocesana ha de ahondar pastoralmente en la vivencia fiel y fecunda de la Comunión de la Iglesia −de lo cual no cabe la menor duda− habrá de hacer suyas las recomendaciones del Santo Padre a los jóvenes de “Cuatro Vientos”: vivid la fe, les dice, no “por vuestra cuenta” sino en la comunión con la doctrina y el magisterio de la Iglesia; reconoced “la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y de la Palabra de Dios”.
A la Virgen la llamamos, con toda razón teológica, desde los años del Concilio Vaticano II: “Madre de la Iglesia”, porque con amor tierno y misericordioso la acompaña desde y en el amor maternal a su Divino Hijo. A ella, a quien bajo la advocación de La Almudena, la reconocemos como Madre y Patrona de nuestra Iglesia Diocesana, confiamos la súplica de que sus hijos e hijas de Madrid amen a la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Jesucristo, de todo corazón.
Con todo afecto y con mi bendición,