HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Madrid
Para la Ordenación Episcopal de Mons. José Luis del Palacio
Fiesta del Bautismo de Señor
Catedral de La Almudena, 7.I.2012; 18,00h.
(Is 42,1-4,6-7;Sal 28; Hch 10,34-38;Mc 1,7-11)
1. La Iglesia de Madrid se alegra profundamente al celebrar en nuestra Iglesia Catedral la ordenación episcopal de un sacerdote diocesano, elegido por el Santo Padre para ser obispo de la diócesis de Callao, en Perú. Lo hacemos en este hermoso tiempo de Navidad, en el que el Verbo de Dios ha tomado nuestra carne para convertirla en portadora de Vida y Santidad en la Iglesia y en el mundo. Nos alegramos contigo, querido hermano José Luis, porque en esta Iglesia diocesana recibiste los sacramentos de la iniciación cristiana, en ella has ejercido también algún tiempo el ministerio sacerdotal, y en ella recibirás hoy la plenitud del sacerdocio mediante la ordenación episcopal. Os invito a todos los presentes a alegraros con el gozo de la Navidad y a pedir a Dios por este hermano nuestro para que, al recibir la gracia de la unción sacramental del episcopado, sea instrumento de Dios para bien de la Iglesia y salvación del mundo. Nos encomendamos especialmente a los santos con que esta diócesis de Madrid ha sido bendecida en su aún corta historia y que hacen de ella una comunidad santa unida a Cristo, su Señor.
2. La fiesta de hoy, el Bautismo de Cristo, nos ayuda a comprender mejor el significado del ministerio episcopal y de la unción del Espíritu que consagra al elegido para este servicio. En la primera lectura el profeta Isaías contempla al Siervo de Dios y le dedica uno de los cánticos que resumen admirablemente su misión. Se trata del Elegido por Dios para traer la santidad a su pueblo, el derecho a las naciones. Presenta su misión con imágenes que hablan de liberación de la oscuridad y de la prisión en las que el hombre yace como ciego y cautivo. Lo presenta sostenido por Dios y como aquél sobre el que reposa el Espíritu de Dios. El profeta no sólo dice a qué viene el Siervo sino cómo realizará su misión: con la firmeza de quien implanta la justicia y con la misericordia de quien no viene a gritar por las calles ni a actuar quebrando lo débil ni apagando lo que aún respira. En realidad, en este retrato del Siervo, el profeta ha dibujado las entrañas mismas de Dios, rico en misericordia, que viene a salvar al hombre del pecado y a levantarlo hacia las cimas de la santidad como Pastor de su pueblo.
Este Siervo es Jesús, el Cristo, que hoy desciende a las aguas del Jordán, mezclado entre los pecadores, que acudían al Bautista para hacer penitencia. Jesús, al tomar nuestra carne, se hace solidario con el hombre pecador y acude también a recibir el bautismo de penitencia. En ese momento de humildad por parte del Siervo, Dios revela la condición única de Jesús, el Santo por excelencia, el Hijo amado y predilecto. Y lo revela cumpliendo la promesa de Isaías: hace descender sobre él el Espíritu de justicia y santidad que le capacitará, en cuanto hombre, para realizar su misión salvífica entre los hombres. La vida, el ministerio, los milagros, la pasión, muerte y resurrección de Cristo, revelarán que él es el Ungido de Dios, el único capaz de implantar su Reino y hacer de los hombres un pueblo dispuesto para el culto del Dios vivo, es decir, un pueblo santo. Cuando Pedro predica el Evangelio, no deja dudas sobre la misión de Cristo: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él» (segunda lectura). No hay mejor resumen de la vida de Cristo que éste, cuya antigüedad se remonta a la primitiva predicación apostólica.
3. Gracias a la Unción de la humanidad de Cristo, los hombres podemos recibir parte en la misma unción. Al unirse el Hijo de Dios a nuestra naturaleza humana, ésta ha recibido la capacidad de acoger en su pobreza el don del Espíritu Santo, que nos transforma en Cristo y nos hace partícipes de su misión. La unción que dentro de unos momentos recibirá nuestro hermano en su cabeza, después de haber recibido la imposición de manos, es el signo eficaz de que el Espíritu Santo lo toma para sí, lo une real y misteriosamente a Cristo para poder ejercer, como él, el ministerio sacerdotal en plenitud. Por ello, también de nuestro hermano podemos decir lo que Isaías dice del Siervo: ha sido ungido para traer la salvación a su pueblo. Configurado con Cristo, Obispo y Pastor de su Pueblo, nuestro hermano es ungido por Dios para realizar la misma misión de Cristo, que no es otra que santificar al pueblo cristiano y llamar a la fe en Cristo a los que no creen aún en él. Fortalecido por el poder de Cristo, también el Obispo debe pasar la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo. Esta es la tarea fundamental de quien ha sido elegido, como buen Pastor, para cuidar del rebaño aun con la entrega de su propia vida, si preciso fuere. El Obispo, revestido con el poder del Evangelio, que colocaremos sobre su cabeza, y fortalecido con el crisma, está llamado a combatir con todas sus fuerzas para que el mal no penetre en su Iglesia ni en el corazón de sus hijos, y toda ella se conserve fiel al Señor hasta el fin de los tiempos, cuando venga a culminar su obra. Por ello, el Obispo debe dejarse penetrar por esta unción, que hace de él un Siervo fiel de Cristo. Debe vivir la santidad propia de la unción del Espíritu, y estar siempre atento a todo lo que pueda ponerla en peligro en sí mismo y en su pueblo. Con su palabra y magisterio llama a su pueblo a la conversión constante; con sus actos sacramentales, santifica a sus fieles para que vivan su vocación a la santidad con total entrega y responsabilidad. Difícilmente hará esto quien no se empeñe con todas sus fuerzas en alcanzar la santidad siguiendo fielmente a Cristo. Sabemos que nunca lograremos darle alcance, como dice san Pablo, pero esto no nos exime de correr en pos de él hacia la meta que nos propone (cf. Flp 3,12-14).
4. Vivimos en un tiempo en que el Obispo debe dedicar todas sus energías a que la Iglesia que le es encomendada, santa por su unión a Cristo, ofrezca al mundo entero el testimonio de la santidad. Al comenzar este milenio, el beato Juan Pablo II nos exhortaba a situar a la Iglesia en la perspectiva de la santidad entendida como «pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el “tres veces Santo”». En este día del Bautismo del Señor, conviene recordar las palabras de este gran Papa: «Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial».
El primado de la santidad debe orientar el ministerio del obispo, cuidando de modo especial que la Iglesia no se mundanice en sus criterios y comportamientos. Como comunidad redimida por la sangre de Cristo, la Iglesia ha sido rescatada del mundo y trasladada al reino de la luz. Debe vivir siempre en la luz de Dios, la luz de la santidad, para iluminar a todos los hombres. El peligro de la Iglesia, y de cada bautizado, es volver a las obras de las tinieblas y del pecado, perdiendo así la nueva condición que le alcanza la redención de Cristo. Benedicto XVI nos ha alertado de este peligro recientemente al invitar a la Iglesia a desmundanizarse. En el desarrollo histórico de la Iglesia −recuerda el Papa− existe «la tendencia de una Iglesia que se acomoda a este mundo, llega a ser autosuficiente y se adapta a sus criterios… Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe una y otra vez hacer el esfuerzo por separarse de lo mundano del mundo. Con esto sigue las palabras de Jesús: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,16)… Liberada de su fardo material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y verdaderamente cristiana al mundo entero, puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración a Dios y al servicio del prójimo… Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a los que los ayudan– precisamente en el ámbito social y caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana». Una Iglesia así, separada de todo lo mundano, es el fruto de vivir bajo el impulso del Espíritu, que la cubre con la santidad de Dios, como sucedía con la Tienda del Encuentro en el Antiguo Testamento. La Gloria de Dios, su santidad, cubría a la Tienda donde se daba el encuentro de Dios con Moisés y, en él, con su pueblo. El Obispo está llamado a vivir en esa relación directa con Dios que le capacite para conducir a su pueblo hacia la Patria definitiva. Por eso, debe orar por su pueblo, vigilar prudentemente por su santidad, y ayudarle a permanecer fiel a la alianza con Jesucristo.
5. No es fácil en el mundo actual alentar en los fieles el espíritu de santidad. La misma palabra se ha hecho extraña a los oídos de la gente, incluidos los mismos cristianos. Se considera que la santidad es para unos pocos elegidos, o para aquellos que optan por el seguimiento radical de Cristo en los consejos evangélicos o en el ministerio apostólico. Se olvida así que la vocación cristiana es vocación a la santidad y que cada cristiano debe ser santo en toda su conducta (cf. 1Pe 1,15). El bautismo que nos incorpora a Cristo es el fundamento mismo de la santidad, que se realiza en la misma vida ordinaria. Desde la primera formación en las familias y en la catequesis, los cristianos deben saber que Dios les llama a la santidad y que ésta es posible con la ayuda de la gracia. Dirigiéndose a los jóvenes, Benedicto XVI les animaba a vivir aspirando a la santidad y les decía: «Queridos amigos, tantas veces, se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo distorsionado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo sea aquel que lleva a cabo acciones ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe algún santo, excepto la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído en él. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que vaciláis o caéis en la vida, sino por las veces que os levantáis. No exige acciones extraordinarias, quiere, en cambio, que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hayáis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra vida. Sois santos porque su gracia actúa en vosotros».
6. ¡Qué hermoso programa pastoral para un obispo sería llevar a la práctica estas enseñanzas del Papa! La Jornada Mundial de la Juventud que tuvimos la gracia de acoger en Madrid nos mostró unas nuevas generaciones sedientas de vivir una vida nueva en Cristo. Ellos son la esperanza de una Iglesia viva, que testimonie en el mundo la belleza de la vida en Cristo. Ayudarles a descubrir esa vida y hacerla realidad es tarea propia del obispo, llamado a evangelizar y santificar. La convocatoria que el Papa a hecho para celebrar el Año de la Fe tiene que ver con el futuro de la Iglesia y de las nuevas generaciones. Cuando el Señor recibe la unción del Espíritu en el bautismo del Jordán, comienza inmediatamente su ministerio de predicación del Reino de Dios, invitando a la conversión, llamando a la fe. También nosotros, los obispos, hemos sido ungidos para predicar la Buena Nueva del Reino e invitar a los hombres a la conversión. En esta tarea no podemos desfallecer. Predicar a tiempo y destiempo, exhortar, enseñar y mantener viva la fe apostólica es nuestra misión ineludible de la que daremos cuenta al dueño de la mies.
Considera, pues, querido hermano la llamada que te hace al Señor al incorporarte al colegio episcopal, que sucede al colegio apostólico. El que te ha llamado, te dará fuerzas para realizar este ministerio que es un ministerio en el Espíritu. Si el Señor quiso hacer penitencia y descender humildemente a las aguas del Jordán, ¡cuánto más nosotros, rodeados de tanta debilidad, debemos vivir en humildad esta vocación a la que el Señor nos llama! Es cierto que el ministerio que recibes es un honor al ser una llamada a suceder a los Doce, pero es sobre todo una grave responsabilidad, que nos recuerda cada día la confianza que el Señor ha depositado en nosotros al poner su Iglesia bajo nuestro cuidado. Como «oficio de amor» que es, el ministerio del Obispo le urge cada día a entregar su vida por la Iglesia, amándola con el mismo amor de Cristo, porque sólo así podrá presentarse ante Cristo con la conciencia limpia de no haberse servido a sí mismo, sino al rebaño rescatado con la sangre de Cristo. Ejerce, pues, esta responsabilidad con la confianza puesta en Cristo, que te llama, y, al mismo tiempo, con la humildad necesaria para reconocer que eres siervo de Aquél que rescató a su rebaño con la entrega de su propia vida.
7. Al invocar ahora a los santos, acógete a su intercesión para que te mantengas siempre fiel a Cristo, Sumo Sacerdote de su pueblo. Acógete sobre todo a la intercesión de Santa María la Virgen, que, como humilde Sierva, recibió al Espíritu Santo en la obediencia de la fe y en Pentecostés fue constituida Reina y Señora de los Apóstoles. Acógete también a la intercesión de los Santos, fruto de la acción de Espíritu en la Iglesia plantada en las queridas tierras y gentes de Perú, donde has ejercido el ministerio sacerdotal tan generosamente y con tantos frutos humanos y espirituales a lo largo de los muchos años de servicio pastoral que has dedicado a los fieles de esa Iglesia y pueblo hermano, especialmente en la Diócesis para la que has sido elegido Pastor por nuestro Santo Padre Benedicto XVI. ¿Cómo no vamos a recordar hoy en este momento de tu ordenación episcopal a Santa Rosa de Lima, una de las Patronas de la JMJ.2011 en Madrid, y a San Martín de Porres y, muy especialmente, a ese Santo Obispo, figura clave de la evangelización de esa nación hermana que es el Perú, Toribio de Mogrovejo? A ellos, en esta Catedral de la Patrona de Madrid, nuestra Señora la Real de La Almudena, te encomendamos fervorosamente.
Amén.
JUAN PABLO II, Novo Millennio Ineunte, 30.
JUAN PABLO II, Novo Millennio Ineunte, 31.
BENEDICTO XVI, Discurso en el Konzerthaus a los católicos comprometidos, Friburgo en Brisgovia, 25-IX-2011.
BENEDICTO XVI, Homlía en la vigilia con los jóvenes, Friburgo en Brisgovia, 24-IX-2011.