Mis queridos hermanos y amigos:
Comienza una nueva semana de oración por la unidad de los cristianos avanzando en un camino espiritual y pastoral iniciado ya hace casi un siglo y que la Iglesia ha hecho suyo con una intensidad creciente. El Decreto del Ecumenismo del Concilio Vaticano II, del que se va a cumplir pronto los cincuenta años de su aprobación en 1965, y el Magisterio ulterior de los Papa, que lo han desarrollado tanto en la doctrina como en la vida práctica de la Iglesia con una amplitud temática y una insistencia apostólica extraordinaria, no dejan lugar a dudas respecto de la actualidad e importancia pastoral de la tarea “ecuménica” y precisamente en orden a la propuesta y objetivos de la nueva evangelización, que ya Pablo VI y, luego, el Beato Juan Pablo II y nuestro Santo Padre Benedicto XVI han fijado para la Iglesia del Tercer Milenio como una prioridad indiscutible. Precisamente “el estado de la fe” en los países de viejas raíces cristianas, muy gravemente crítico en Europa y América sobre todo, pone de manifiesto la necesidad apremiante de promover e intensificar la unidad fundamental de todos los cristianos en torno a lo que ha sido desde los primeros pasos del movimiento ecuménico la profesión y el testimonio de la verdad de Dios y de Cristo. El Santo Padre lo recordaba y urgía con palabras claras y cálidas en la Liturgia Ecuménica de la Palabra celebrada en el antiguo monasterio de los PP. Agustinos de Erfurt el pasado 23 de septiembre, el segundo día de su viaje pastoral a Alemania. Hoy, en la situación actual de una sociedad y una cultura profundamente secularizada, increyente, no podemos quedarnos en nuestros encuentros ecuménicos −decía Benedicto XVI− en la pena y lamentación de las separaciones y de las divisiones, sino que debemos dar el paso del reconocimiento agradecido a Dios por lo que nos ha conservado y regalado de unidad en la Fe: en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo y “en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que ha vivido con nosotros y entre nosotros, que ha padecido y muerto por nosotros, y que en su Resurrección ha rasgado la puerta de la muerte”. Fortalecernos mutuamente en esa fe y ayudarnos unos a otros a vivirla es la gran tarea ecuménica que nos espera hoy, quizá más que en ningún otro momento de la historia del movimiento ecuménico, y la que nos introduce en el mismo corazón de la oración de Jesús: “No te pido solo por éstos, te pido también por los que van a creer en mí mediante su palabra” (Jn 17, 20).
En esta oración de Jesús “se encuentra el lugar o centro interior de nuestra unidad”. La unidad, si se la pretende y quiere vivir con toda la seriedad de la fe profesada, debe de expresarse en la común toma de conciencia de que ha de ser testimoniada con la palabra y con la vida siempre y mucho más en este momento histórico de la Iglesia y del mundo, en el que la fe se ve acosada y negada a través de múltiples versiones teóricas y prácticas: intelectuales, culturales y sociales. No se avanzará en la unidad eclesial de los cristianos, si no se dan progresos auténticos en el terreno de la misión evangelizadora. ¿Quién se pregunta hoy en el ambiente tan materialista y hedonista de nuestras sociedades cómo “alcanzar a un Dios de la gracia”, al Dios compasivo y misericordioso que buscaba ardientemente Martín Lucero en sus años de novicio, monje y sacerdote agustino en su Convento de Erfurt? La pregunta la hacía el Papa ante “el consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania” el mismo 23 de septiembre en el encuentro oficial con los máximos representantes del Protestantismo alemán. ¿Nos preocupa de verdad a nosotros mismos, los cristianos de hoy en España y en Europa? ¿Es decisiva esta pregunta para nuestra concepción de la acción pastoral y misionera, de nuestra predicación y de la catequesis? Y, sobre todo, ¿es decisiva en nuestra vida? La hora del Ecumenismo del siglo XXI ha de estar marcada por el sí de la fe y de la vida, fundado en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en Dios que “es el Amor”; y en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen Madre, muerto y resucitado por nuestra salvación. Un sí, manifestado y confesado sin recortes, capaz de iluminar el camino de la cultura actual y de convertirse en un estilo de vida entregada al amor de Dios y del prójimo. Porque en palabras de Romano Guardini evocadas por el Papa: “Sólo el que conoce a Dios, conoce al hombre”. Y se podría añadir: solo el que ama a Dios, ama al hombre. ¡Cuánto campo de ejercicio del amor al hombre, sembrado y cultivado en común nos queda por hacer! En esta hora histórica de una tan grave crisis económica y social, que afecta a los valores humanos más esenciales, como son la vida, el matrimonio y la familia, el trabajo y la educación de las jóvenes generaciones, etc., la respuesta unida de los cristianos −respuesta de las ideas y de los comportamientos− es indispensable. Una exigencia de un actualizado “ecumenismo”, que adquiere en España una especial fuerza ante el hecho de tantos hermanos inmigrantes, provenientes unos de las Iglesias Ortodoxas del Centro y del Este de Europa, y de otros muchos, hermanos católicos, venidos de las tierras hermanas de América, no siempre inmunes a la sugestión de la confusa religiosidad y de captación complaciente por parte de las sectas.
Sí, la oración por la unidad de los Cristianos vuelve a presentársenos como una obligación espiritual y pastoral inaplazable en unas circunstancias históricas que la hacen especialmente urgente. Sólo orando humildemente con el alma abierta a que se cumpla la oración sacerdotal de la Última Cena: de que seamos uno como Él es uno con el Padre, se podrá vivir y alcanzar la esperanza que Pablo afirmaba en su primera Carta a los Corintios: “Todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo”.
Confiamos a María, la Virgen Santísima, la Madre del Señor y la Madre de la Iglesia, la “Virgen de La Almudena”, nuestra plegaria por los frutos de esta nueva Semana de la Unidad, sintonizando con las intenciones del Santo Padre.
Con todo afecto y con mi bendición para el año nuevo que acaba de iniciar su andadura,