Hablar de Primado y Colegialidad a la luz de la eclesiología del Vaticano II es entrar en un tema muy técnico, en principio, pero que responde a cuestiones muy vivas que tienen que ver con la comprensión profunda de lo que es la Iglesia. Para acercarse al problema con viveza y con tacto personal, espiritual y eclesial y ver cómo lo resuelve, lo explica y lo desarrolla para el futuro el Concilio Vaticano II, es bueno situar al acontecimiento conciliar en el contexto general de la historia de la Iglesia y de la sociedad.
El Concilio no fue sin más una sorpresa inesperada. El Concilio Vaticano I había concluido de una forma brusca a causa de sucesos exteriores que tuvieron que ver con el proceso de la unidad italiana, por lo que tuvo que interrumpirse y concluyó sin poder desarrollar su previsto programa. Tuvo dos centros de atención: uno, el problema de la fe, o la relación fe y razón. El Concilio lo trata, y lo resuelve. Cuando se habla del Vaticano I, se suele subrayar, sobre todo, su importancia eclesiológica. Aclarar la doctrina sobre el Primado del Romano Pontífice, resultaba de hecho una prioridad pastoral en aquel momento tan decisivo de la historia contemporánea de la Iglesia. Menos relieve histórico se suele otorgar a la Constitución Dei Filius sobre la fe, de una importancia teológica y cultural extraordinaria. No hay que olvidar que el XIX fue un siglo de desarrollo del pensamiento filosófico complejo y dialéctico en la relación con la fe. En esa época, el problema de la relación fe y razón se plantea desnuda y apasionadamente. Las soluciones filosóficas ofrecidas, sobre todo las que proceden de la gran corriente del Idealismo, “capitaneada por Kant”, reducían el conocimiento de la fe a la accesible a la razón teórica o práctica, y al sentimiento. No hablemos de otras corrientes totalmente materialistas… El siglo XIX termina con la tesis de Feuerbach de que “Dios ha muerto” y que, a efectos de comprensión de la existencia y de la dirección de la historia, hay que considerarlo como “muerto”. Se suele olvidar, además, cuando se habla del Vaticano I, que el problema “razón y fe” tiene mucho que ver con el otro, el eclesiológico.
El problema de la comprensión de lo que es la Iglesia sería el más vivamente discutido por los Padres del Concilio Vaticano I. La Iglesia venía siendo motivo y objeto de un gran esfuerzo intelectual, de reflexión teológica y de experiencia y vivencia espiritual, como consecuencia de la situación histórica por la que estaba pasando el mundo y la Iglesia misma. El Concilio Vaticano I se suspende indefinidamente el 20 de octubre de 1870. No se pudo cumplir el calendario de sesiones previsto. En ese año estaba naciendo no sólo la Italia unida, sino también forjándose la unidad política de Alemania. Quedaba atrás esa gran unidad, vagamente estructurada, del Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana, de la que permanecía un resto simbólico en la Corte imperial de Austria. La época había comenzado en Europa con la Revolución Francesa, con la persecución de la Iglesia y con el querer llevar así, de algún modo, a su final el proceso histórico del “galicanismo”; es decir, con la radicalización de la idea galicana de la iglesia nacional, cuya culminación se formaliza con la Constitución Civil del Clero aprobada por el Parlamento del período más extremoso y violento de la Francia revolucionaria. Se obliga a los sacerdotes y obispos a jurarla, rompiendo con Roma y, en el fondo, con la doctrina y la fe católica sobre la Iglesia. La mayor parte de los obispos y de los sacerdotes franceses se negarán a prestar el juramento, arrostrando la persecución. Una persecución durísima, sangrienta, ¡de verdadero martirio! que deja a la Iglesia en Francia herida en lo externo, pero, a la vez, en un proceso de purificación espiritual y de crecimiento interior pastoral y apostólico, que da muchos frutos a lo largo de todo el siglo XIX.
El proceso de la secularización se había extendido por toda Europa. En España llega con la desamortización de 1837. La imagen de Iglesia que se tenía o se venía viviendo ya en la Edad Moderna, incluso después del Concilio de Trento, y no sin relación con la ruptura de la unidad religiosa de Europa producida por el protestantismo, desaparecía. La experiencia de la Iglesia a pie de aldea, de ciudad, de situación geográfica de aquella Europa, que salía de la derrota de Napoleón por el camino intelectual y político del Liberalismo, se vivía por el creyente, por el fiel, con una especie de sentimiento de orfandad. Por ejemplo, en España, cuando se firma el Concordato del año 1851 había muy pocos obispos; dos tercios de las diócesis españolas, aproximadamente, estaban vacantes. Otro dato muy significativo de lo que estaba pasando y de cómo estaba viviendo la Iglesia y el pueblo fiel la situación espiritual y eclesial del momento, era la norma del Concordato de 1851 que sólo permitía la existencia jurídica de dos órdenes religiosas en España: los Escolapios para la educación de los niños más necesitados y las Hijas de la Caridad para atender a los pobres y a los enfermos. Quedaba negado el derecho de asociación para la vida consagrada… El desamparo se siente muy en el alma, pero simultáneamente se percibe una hora nueva del Espíritu para que la Iglesia, sobre todo el pueblo cristiano, se fijase en el Papa. Y no sólo porque se le va a ver como “el prisionero del Vaticano” después de la conquista de Roma por las tropas de Garibaldi, sino porque es el que de una forma visible representa para la Iglesia Universal a Aquél que es el Pastor supremo e invisible: Cristo, el Señor, el único que puede dar unidad, fortaleza, firmeza y esperanza en esa situación de persecución, particularismos y abandono en la que se ve inmersa la comunidad de los fieles a lo largo del siglo XIX. Resultaba, pues, muy normal y natural que el Concilio, convocado por el joven Papa Pío IX, se centrase en el problema de la Iglesia de una manera muy concreta y detallada y que se ocupase muy pronto del problema del Primado del Romano Pontífice. Se había hecho presente, por otro lado, una corriente de pensamiento teológico muy conciente de esta problemática. En su concepción de la Iglesia visible −tan visible como la República de Venecia, en frase del Cardenal Belarmino−, para afrontar intelectualmente el momento histórico se vale de la categoría de sociedad frente a una concepción filosófico-política del Estado y de su soberanía, girando en torno a la idea de la sociedad perfecta que da razón de todo en la totalidad de los aspectos de la vida de los ciudadanos. Los autores del Derecho Público-eclesiástico −a los que nos estamos refiriendo− propugnan la tesis de que hay otra sociedad distinta del Estado −la sociedad perfecta en lo temporal− que es la Iglesia: una sociedad perfecta en lo espiritual. La Iglesia tiene razón jurídica de ser por sí misma: su constitución y su tarea le vienen del Señor y, por lo tanto, no puede ser absorbida ni gobernada por el Estado… Frente a la sociedad temporal está la sociedad espiritual. Se trataba de configurar jurídicamente de forma actualizada las relaciones con el Estado liberal, que vivía de un liberalismo muy poco liberal, valga la paradoja. Era liberal sólo hasta cierto punto, porque en aspectos relacionados con la educación, con las instituciones básicas como el matrimonio o la familia, los servicios sociales…, en la primera fase del liberalismo político, se estatalizó a fondo todo lo que se pudo. “El delirium” de esa estatalización tuvo lugar con la II República Francesa a finales del XIX y comienzos del XX.
Paralelamente a la doctrina del derecho público eclesiástico −y superándola− se desarrolla una Eclesiología nueva en la conocida Escuela de Tubinga. Se funda en torno a finales del XVIII y comienzos del XIX, unida a una corriente de pensamiento teológico-pastoral, cultivada en la Baviera “tocada” por el regalismo “josefinista”. Surgen unas figuras de sacerdotes jóvenes, espiritual y pastoralmente muy inquietos. Sobresale Johann Adam Moler. Muere muy joven Dos obras suyas han pasado a la historia de la Eclesiología: sin las cuales no se puede entender el desarrollo ulterior del pensamiento eclesiológico contemporáneo, incluso la Constitución Dogmática del Vaticano II “Lumen Gentium”. Llevan por título: “La Unidad de la Iglesia” y “Simbólica”. En “La Unidad de la Iglesia” se plantea agudamente el problema de la relación entre la dimensión espiritual y la temporal-visible de la Iglesia. Para Lutero, la Iglesia verdadera es solamente la que no se ve, la espiritual; la Iglesia visible es un producto de la creación humana y, por consiguiente, no tiene nada que ver con la voluntad del Señor. Möhler responde con una visión de la Iglesia en la que su organismo visible es fruto del desarrollo interno del alma de la Iglesia, más concretamente, de la acción del Espíritu Santo en el hombre que cree en Cristo y llega a las puertas de la fe movido por un impulso de amor que le lleva a la unidad. Una unidad necesitada de ser objetivada externamente en el obispo: objetivación visible e institucional del amor de la Iglesia Particular; del todo imprescindible para que pueda existir. Y, en el Papa, para toda la Iglesia: el Sucesor de Pedro constituye el principio de unidad que objetiva el amor de la Iglesia Universal y lo hace visible. El Padre Congard criticaría más tarde esta teoría muy hermosa, aunque insuficiente. Möhler la completa, de hecho, en su otro libro “Simbólica” genialmente (mucho antes, naturalmente, de las objeciones de los teólogos del siglo XX). La crítica que se le hacía de no tener en cuenta el principio de la Encarnación a la hora de explicar el misterio de la Iglesia en sus dos dimensiones, espiritual y visible, es asumida en la “Simbólica” y superada. Sus muy brillantes definiciones de lo que es la Iglesia, y que el Padre Congard cuestionaría también, presentan a la Iglesia como “la permanente encarnación del Hijo de Dios”, o como el “Cristo que continúa viviendo”. El Padre Congard observaría al respecto que es preciso distinguir la corporalidad de la Iglesia de la corporalidad del Señor. La identificación de lo que es la Iglesia como realidad visible con lo que sería la continuación de la Encarnación del Verbo y de la vida terrena del Señor en el curso de la historia no resultaba admisible. Sin embargo, es preciso reconocer la belleza teológica-espiritual de estas aproximaciones al ser de la Iglesia que legó a su auto-experiencia espiritual del siglo XX el joven “maestro” de Tubinga. En cualquier caso, Möhler abría una perspectiva nueva para la contemplación del Misterio de la Iglesia y para la comprensión del problema que queremos examinar esta noche: la relación entre el Primado del Romano Pontífice y la Colegialidad Episcopal. Con estos antecedentes, se pueden percibir como dos líneas espirituales y eclesiales que van a confluir, más o menos rectilíneamente, en el Concilio Vaticano II y, más concretamente, en su forma de tratar la cuestión del binomio: Primado y Colegialidad Episcopal.
Por un lado, continúa viva la teoría de la visión de la Iglesia visible como sociedad perfecta, hasta el primer esquema sobre la Iglesia presentado a la asamblea conciliar en su primer período de sesiones, del 11 de octubre hasta el 8 de diciembre de 1962. Por otro, la concepción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo va a encontrar el cauce de su desarrollo en la experiencia misma de la vida de la Iglesia: por el camino de la renovación bíblica y patrística, por el movimiento litúrgico y por el propósito ecuménico de la unidad. Se vive cada vez más intensamente la experiencia profundamente espiritual del ser cristiano estando en la Iglesia, siendo Iglesia. A la eclesiología neoescolástica de la tesis de “la sociedad perfecta”, le va a servir de apoyo “el Código del año 1917”, que regula la relación entre el Primado del Romano Pontífice y el Obispo, respectivamente, desde la perspectiva del “oficio” del Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, por una parte, y, por otra, desde la visión de la figura del Obispo como el Pastor de la Iglesia particular: de una Diócesis. La expresión “Colegio Episcopal” no es conocida por “el Código del 17”. La vivencia teológica del ser de la Iglesia, por su parte, va a conocer momentos de su riqueza espiritual muy bellos y expresivos teológica-pastoralmente. Recordemos, por ejemplo, el libro de Romano Guardini de 1922: “Del Sentido de la Iglesia”. La frase, con la que abre su primera página, se ha hecho histórica: “Un acontecimiento de extraordinaria trascendencia está teniendo lugar. La Iglesia despierta en las almas”. Se había acabado la I Guerra Mundial, dejando como rastro histórico de la tragedia, el fenómeno socio-político y cultural más trágico de la historia del siglo XX: los Totalitarismos. El soviético, en primer lugar, que saldría victorioso de la Guerra Civil rusa y de la II Guerra Mundial. Y, “el nazi”, el Nacionalsocialismo alemán: el derrotado “apocalípticamente” en 1945. En contraste y simultáneamente: ¡la Iglesia despertaba en las almas! Podíamos hablar de la persecución de los cristianos en Rusia. En la sala del Sínodo nos conmovió profundamente la intervención de uno de los obispos, actualmente a cargo de la atención pastoral de la Iglesia en Rusia. Nos habló de los innumerables e incontables mártires de la persecución soviética. También podríamos hablar de los mártires de España o de México de esas tres primeras décadas dramáticas del siglo XX. La II Guerra Mundial estaba en los “años treinta” al caer; lo que no obstaba para que se pudiese percibir como crecía y maduraba espiritualmente la conciencia de la Iglesia respecto a su misión y su verdadero ser, entrañado en el Misterio Pascual de Cristo, de dónde surgía la gracia y la fuerza humano-divina de lo que podía ofrecer y ofrecía al mundo: ¡la salvación eterna! Se notaba la fuerza de una toma de conciencia cada vez más activa apostólicamente. Hubo que pasar por esa prueba horrorosa de la II Guerra Mundial para que la purificación fuese más honda y la reflexión sobre la Iglesia pudiera encontrar una expresión más autorizada: la del Magisterio Pontificio. Pío XII publicará la encíclica Mystici Corporis en 1943, recogiendo toda esa riqueza de experiencia, vida y teología de ese siglo y medio, que va desde los comienzos del siglo XIX hasta el final de la II Guerra Mundial, extraordinariamente doliente en la historia y vida de la “Esposa de Cristo”, pero también extraordinariamente fecundo. El Papa ofrece a los fieles la honda visión de la Iglesia como Cuerpo de Cristo; no sólo en lo que se refiere a lo invisible de sí misma −profundamente explicable por ese hecho teológico fundamental de que la Iglesia sale del costado de Cristo clavado en la Cruz y abierto por la lanza del soldado romano−, sino también en su aspecto visible. ¿Se podría esperar un renovado “Pentecostés”? Quien no se coloque en esa hora contemporánea de la historia de la fe de la Iglesia, no podrá entender el Vaticano II ni, por supuesto, su doctrina sobre la dimensión “canónica” de ella como “Misterio”, ni “el ordenamiento” jurídico que saldría del Concilio y, menos, la forma cómo aborda y resuelve la relación Primado-Episcopado.
El Vaticano II fue una sorpresa relativa, decíamos al principio. El Beato Juan XXIII confiesa que recibió como un “impulso” del Espíritu Santo para su convocatoria, aunque la memoria del Vaticano I y de su no conclusión permaneciese viva en el pontificado de Pío XII. Se sabía de la existencia de una comisión que trabajaba para retomar el Vaticano I inconcluso. Mis recuerdos de joven seminarista que se ordenaría de sacerdote en 1959, tres meses después del anuncio de un nuevo Concilio, van en esa dirección. Sin embargo, desde el contexto histórico-espiritual de aquel momento, percibido a través de una perspectiva histórica mayor y más completa, se ve que la providencia de Dios estaba llevando a la Iglesia a un Concilio verdaderamente nuevo: de una gran trascendencia histórica y pastoral. Si, además, se tiene en cuenta que en esos años, en los que se convoca el Concilio, la crisis de la II Guerra Mundial hacía eclosión sin paliativo alguno − “los años 50” son los años del triunfo del Comunismo y de “la Iglesia del silencio”: son martirizados 4 cardenales y muchos obispos, seglares y sacerdotes en la Europa soviética…− se comprende mejor la afirmación anterior. Nacía, por otra parte, una nueva realidad social y política, surgida de la descolonización de África; en Asia comenzaba a vivirse la democracia… En la Europa Occidental la concepción del orden democrático se presentaba sin esas rigideces del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, tan estatalistas y tan radicalmente laicistas. Se buscaba la fórmula del Estado libre y social de Derecho. Una democracia, por tanto, inspirada en una teoría que partía del reconocimiento de que la persona humana goza de dignidad trascendente y que su centro y médula interior es el derecho a la libertad religiosa: ¡una dignidad inviolable!
Por ser más anecdóticos, diremos que el Concilio comienza su primer período de sesiones el 11 de octubre de 1962, casi simultáneamente con la crisis de los misiles de Cuba que el mundo vivió manteniendo el aliento ante el miedo de una posible e inminente tercera catástrofe del siglo; un año escaso después del levantamiento del Muro de Berlín. Se abre el Concilio. ¿Qué temas se van a estudiar? Las Comisiones preparatorias habían realizado un trabajo inmenso, abarcando prácticamente todos los aspectos de la doctrina y de la práctica pastoral de la Iglesia: su misión, su ser, su acción apostólica y misionera, sus relaciones con la sociedad y con el Estado… Emergía, pues, claramente un tema central: la Iglesia. Después de los debates iniciales, se habla de la Iglesia sobre la base de un esquema no sistemático: se ordenaba a través de 11 capítulos que trataban puntualmente los aspectos de la vida de la Iglesia más discutidos y discutibles en ese momento de la historia de la teología. Se vio pronto la insuficiencia del mismo. Un obispo muy conocido advierte que la Iglesia debe abandonar toda tentación de juridicismo, triunfalismo, clericalismo… Había que dar “una vuelta” a la imagen de la Iglesia: a la forma de vertebrar sus instituciones y de presentarse externamente ante el mundo. ¿Era verdad la acusación? En opinión de muchos, se exageraba. En cualquier caso, el esquema de la comisión preparatoria es rechazado. Se sentía la incertidumbre. El Cardenal Suenens visita al Papa Juan XXIII en los días de la Navidad. ¿Qué hacer? Porque no hay un curso claro para el Concilio: ¿qué temas tratamos, en qué orden, etc.? Le propone para el estudio sobre la Iglesia un esquema de 4 capítulos que giran en torno a la pregunta: ¿Iglesia qué dices de ti misma? y ¿qué le dices tú de ti al mundo? En consecuencia habría que tratar de la Iglesia desde el punto de vista de su vida interna y desde de su relación con el hombre y el mundo. En torno a esas dos preguntas se recompone el esquema de la Constitución sobre la Iglesia con unidad sistemática, seriedad metodológica y de contenido. Surge pronto la cuestión decisiva de la relación entre Primado y Episcopado, que no le había dado tiempo a estudiar a los Padres del Concilio Vaticano I.
El problema nos era bien conocido a los seminaristas y alumnos de teología de la Salamanca de los años 50 y a los jóvenes sacerdotes, estudiantes de la Universidad de Munich del año 59 al 64, y, después, a los investigadores y profesores contratados del 66 al 69 en la misma Universidad, aunque no nos inquietase excesivamente. No nos había pasado desapercibida la muy interesante monografía sobre Episcopado y Primado, firmada por Karl Rahner y Joseph Ratzinger: el famoso jesuita Profesor de Innsbruck y un joven teólogo, sacerdote de la diócesis de Munich, Joseph Ratzinger, al que los jóvenes “curillas” de la Universidad de Munich de los comienzos de “los 60” queríamos conocer personalmente; sin conseguirlo. Era profesor en Bonn. De algún modo… en Munich “nuestros mayores” no lo quisieron. Lo cuenta él en sus memorias. Por nosotros, en cambio, muy conocido y muy estimado. Devorábamos lo que salía de su pluma, a veces sin publicar. Recuerdo haber manejado los apuntes de sus clases de Teología Fundamental en el Centro Superior de Estudios Filosóficos-Teológicos de Freising, anexo al Seminario diocesano de Munich. La monografía −a la que acabamos de referirnos− abordaba muy sugerentemente el tema de la relación Primado y Episcopado. Con el trasfondo de la historia anterior −los peligros de los nacionalismos eclesiásticos del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, el derrumbamiento de la estructura heredada por la Iglesia en lo que quedaba del Imperio Austro Húngaro y de la Cristiandad medieval…− el problema de la relación Primado-Episcopado se presentaba apasionante y complejo.
El Concilio de Trento había aclarado algo muy básico: el Episcopado era de derecho divino. No se podía organizar la Iglesia sólo entorno al principio teológico del Primado del Romano Pontífice; pero tampoco, naturalmente, se podía pensar sin él. Era preciso admitir y afirmar dos elementos fundamentales, constituyendo jerárquicamente la Iglesia: el Primado del Romano Pontífice y el Episcopado. Ambos venían y procedían de la voluntad del Señor como continuación del Colegio de “los 12” con su Cabeza: Pedro. Se trataba de una verdad de fe clara: ¡indiscutible! El desarrollo concreto y vivo de esa temática, inherente a la verdad de la fe, había conocido muchas peripecias y muchos meandros teóricos y prácticos. Recordemos de nuevo el “Conciliarismo” que plantea el problema de quién es superior: el Papa o el Concilio. Su tesis −el Papa está sometido al Concilio− era inaceptable doctrinalmente. El Papa con la gran mayoría de los obispos y de los teólogos de la Iglesia, en ese momento y después, la rechazan. Al Conciliarismo se añade otro factor perturbador: el nacimiento de los Estados Nacionales. Es un lugar común de la historia de las ideas políticas, incluso en la elaborada por autores franceses de los años 50, que el primer Estado Nacional de Europa es España: la España de Isabel y Fernando. Luego vendrán Francia e Inglaterra. La aspiración de los Reyes, en los nuevos Estados nacionales, de controlar el nombramiento de los obispos se presenta irresistible. Más aún, intentan el control total de los nombramientos eclesiásticos, incluso de los que se referían a “los beneficios no consistoriales”: los de párroco, de canónigo, de abad… En España, en el Concordato del año 1753, firmado por Felipe V y Benedicto XIV, el Patronato se hace exhaustivo: el Real Patronato se convierte en un Patronato Universal. Al Papa le quedaba la libertad de la provisión de 50 Beneficios mayores. La provisión de los Beneficios menores conocía también “reservas” limitadas a favor de “la autoridad canónica”. El sistema siguió vigente prácticamente hasta la II República. El Rey presentaba al candidato al Papa. Si era idóneo canónicamente, debía de ser nombrado. El derecho de Patronato del régimen político español, posterior al año 39, sería distinto. La tentación duró mucho. No creo que haya desaparecido de todo, ni de la historia política ni del momento político actual. A esa problemática “regalista” se añadirían problemas internos de la propia vida de la Iglesia: la incomodidad de lo que se llamaba el centralismo romano. Todas las diócesis debían de disponer de un Agente de Preces en Roma. Los motivos por los que había que recurrir a la Curia Romana relacionados con el gobierno pastoral ordinario de las Diócesis eran muchos, no sólo en los casos de mayor gravedad −por ejemplo, la dispensa de los matrimonios ratos y no consumados u otros igualmente graves−, sino en otros de ordinaria administración. El tiempo había formado como una especie de maraña administrativa, muy difícil de desenredar. La presencia del “Agente de preces” en “la Ciudad Eterna” se hacía imprescindible. Un cierto desasosiego, por utilizar una expresión suave, era la consecuencia práctica. El problema había que abordarlo. Y se abordó desde la tradición doctrinal y canónica de la Iglesia.
La cuestión del Primado del Romano Pontífice había quedado esclarecida en el Concilio Vaticano I. No se discutía. Sus fundamentos teológicos habían sido expuestos con la autoridad suprema del Magisterio de la Iglesia. Tanto el Primado de Jurisdicción del Romano Pontífice como la infalibilidad de su Magisterio −infalible no por el consentimiento de la Iglesia sino por sí mismo− habían sido aclarados y definidos dogmáticamente. El Papa no necesita el consentimiento de los obispos y/o de la Iglesia ni para ejercer el Magisterio de forma infalible, ni “su oficio” de Pastor Universal. Lo que faltaba por dilucidar era la configuración canónica del magisterio y de la jurisdicción de los Obispos, considerados en sí mismos, y en relación con el Romano Pontífice. La cuestión primordial se planteará en las deliberaciones del Concilio Vaticano II del modo siguiente: ¿quién es el sujeto de la autoridad suprema de la Iglesia? ¿el Papa solo? ¿el Colegio de los obispos −se introduce la palabra colegio− sin el Papa? ¿el Colegio sólo con el Papa? ¿Cuál es la respuesta teológicamente verdadera?: ¿la que se desprende de la doctrina de la fe? El Papa es sujeto de la potestad suprema de la Iglesia por sí mismo y los obispos en Colegio con él, su Cabeza; nunca sin él. Una cuestión quedó abierta entre los canonistas: ¿hay una distinción perfecta, clara y plena entre el Papa con el Colegio como sujeto último de autoridad y el Papa solo, sujeto último de la autoridad suprema en la Iglesia? ¿Cómo se relaciona está doble afirmación? El Colegio sin el Papa, no lo es; el Papa solo, sí lo es. Se habla de una distinción no adecuada. La cuestión de fondo, sin embargo, había quedado definitivamente resuelta. Los obispos forman un Colegio con una Cabeza que es el Papa. El Papa es inseparable y simultáneamente miembro y cabeza del Colegio en cuanto Sucesor de Pedro, el primer obispo de Roma. Su posición eclesiológica es única: es el Cabeza del Colegio de los Obispos, Sucesores de los Apóstoles, como fue Pedro del de los Doce. Su autoridad es plena y suprema: no conoce “superior” canónico alguno. No depende ni en sí misma, ni en su ejercicio, del consentimiento de los otros obispos: ni del prestado de forma organizada a través del Concilio, ni del no organizado institucionalmente.
“Trento” había abierto, por otra parte, la cuestión del origen de “la potestas” propia del Obispo: ¿cuál es el origen de “su oficio” y facultades? El Vaticano II la despejará definitivamente: ¡un origen sacramental! El sacramento del orden, a través del cual se hace presente el envío-mandato del Señor a los apóstoles de anunciar al mundo la buena nueva de la salvación con la fuerza y el poder del Espíritu Santo, constituye su fundamento. La sucesión apostólica se transmite sacramentalmente: ¡es un sacramento!, a través del cual se confieren y reciben los oficios de enseñar, de santificar y de regir. Para que puedan aplicarse y hacerse efectivos en la vida de la Iglesia, precisan de “la determinación canónica”. El triple “oficio” episcopal, con sus facultades implícitas, no es de aplicabilidad inmediata si no está “expedito”, es decir, si no se le pone por la suprema autoridad del Papa en condición de ser ejercido: o por la vía de las normas generales y/o de las disposiciones concretas, según lo determine el ordenamiento canónico, siempre dependiente de la autoridad pontificia. Con su enseñanza sobre el Episcopado, el Vaticano II resolvía, además, “inclusivamente” el problema de la relación entre Iglesia particular e Iglesia universal. El Concilio lo plantearía “magisterialmente” de una forma directa y expresa, minuciosa, clara y diferenciada, como no se había hecho nunca hasta la “Lumen Gentium”. La Iglesia universal se compone y estructura, enseña el Concilio, en y de las iglesias particulares, a su vez formadas según el modelo de la Iglesia universal; existe y vive “en y desde” las iglesias particulares, que a su vez han de configurarse de modo que “encarnen” a la Iglesia universal. Los dos aspectos de esa relación eclesiológica, enseñados por la doctrina conciliar, no podrán ser separados ni canónica ni pastoralmente.
La relación viva entre el Romano Pontífice y los Obispos viene, de este modo, penetrada por una especie de corriente teológica, profundamente espiritual y pastoral, que fluye “del principio” −desde Pentecostés− y que ha corrido por los siglos y seguirá corriendo, manteniéndose siempre clara y operante en la conciencia de la Iglesia; por ejemplo, a través de la consagración de los obispos. Un obispo solo no puede consagrar a otro obispo. Puede consagrar a todos los presbíteros del mundo, pero no puede consagrar ni a un sólo obispo. Ha de hacerlo siempre con otros obispos; por lo menos, con dos más. Se pone así de relieve cómo la iglesia ha vivido y visto desde su origen lo que fue realidad en el Colegio de los Doce: la relación de profunda fraternidad y de conexión íntima con el Señor y de orgánica y jerárquica vinculación con “Pedro”, que es su Cabeza visible. En cambio, el Papa no es consagrado. Una vez elegido y aceptada por él la elección, ya es Papa por ser el obispo de Roma, el Sucesor de Pedro, Cabeza del Colegio de los Apóstoles. No se trata de un acto sacramental sino de una acción canónica. En virtud de ella −elección y aceptación de la elección como Obispo de Roma− queda constituido, por derecho divino positivo, automáticamente, como Pastor de la Iglesia Universal en la plenitud de la potestas Sacra, no dependiente de la potestas de los obispos. Formalmente, el Papa −así lo enseñaba ya el Vaticano I− no ejerce su potestas sacra fuera de la Iglesia sino como su Cabeza visible, siendo Cabeza del Colegio episcopal y Pastor de la Iglesia Universal: ¡representando a Cristo como Vicario suyo para toda la Iglesia! Su “oficio”, la naturaleza y finalidad del mismo están, por ello, estrechamente relacionados con la vida sacramental de la Iglesia, sobre todo con el sacramento de la Eucaristía. No puede haber eucaristía plenamente vivida donde no haya comunión jerárquica con el Papa. La puede haber en el sentido mínimo de la validez. Basta que haya un presbítero “ordenado” válidamente y que se atenga a las normas básicas de la celebración para que pueda haber Eucaristía, aunque el presbítero no crea en nada y su vida sea un desastre moral. Basta que se dé esa comunión mínima con la Iglesia para que haya Eucaristía. La garantía primera y básica, de que la comunión Eucarística sea auténtica y plena, es el Papa. Aquí se abre un campo de reflexión eclesiológica muy interesante: ¿en qué medida se puede y debe hablar de una dimensión sacramental, inherente al sentido y al ejercicio del “oficio” del Romano Pontífice?
Si se considera lo anteriormente expuesto sobre el binomio Primado-Episcopado se puede entender que para comprender la constitución visible de la Iglesia no sirven los esquemas extraídos de la concepción del Estado. Hablamos, incluso, de la concepción actual, es decir, de la que se apoya en la teoría de la democracia social y de derecho. La potestas sacra viene del Señor. ¿La iglesia es democrática? ¿qué poder se ejerce en ella? ¿de dónde viene?: ¡del Señor! ¿Al servicio de qué está? De hacerle presente a Él en ella misma, especialmente en la Eucaristía, de tal forma, que en la totalidad de su configuración visible, sacramentalmente estructurada, pueda hacer presente y operante al Señor en y ante el mundo. Por lo tanto, su constitución y su derecho constitucional son absolutamente originales y no se pueden captar y mucho menos comprender ni con criterios del derecho político positivo (el que sea), ni del derecho político en sus fundamentos pre-políticos de filosofía del derecho o de filosofía del Estado. En la tentación de hacer esta comparación y utilizar esta hermenéutica para entender el problema de la relación Primado del Romano Pontífice y Colegio Episcopal se ha caído múltiple y variadamente en los años del Postconcilio. El fracaso de esas tentativas se explica bien: la Iglesia desde su principio constituyente y de su razón de ser última ¡de su ser! es profundamente teológica. Su razón última de ser y de vida vienen, como decíamos, del Misterio Pascual de Cristo. El Concilio Vaticano II abre el primer capítulo de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia con estas palabras “Lumen Gentium cum sit Christus”: de Él, por el Espíritu Santo, nace la Iglesia, su forma visible de constituirse y los ministerios que se ejercen en ella. Nunca se habló de “poder” en la Iglesia sin más, siempre se añadió el adjetivo “sacro”, para significar que no es un poder como el del mundo, ni es de este mundo, ni para hacer mundo, sino para hacer Pueblo de Dios y para salvar al hombre.
¿En qué momento nos encontramos ahora en la reflexión teológica y canónica acerca de la relación Primado-Episcopado? Problemas teológicos de fondo no hay ninguno; problemas de configuración canónica de primera magnitud o de primer plano de la ley canónica, tampoco. Quizá “el Sínodo”, a lo mejor, podría ser configurado más eficazmente en su estructura canónica. En la práctica, en cambio, sí que pueden presentarse problemas. Una cosa es la teoría y los ideales, muy bien planteados, y otra, la forma en que los hombres los aplicamos y los damos vida. De todos modos, en este momento, a la hora de encontrar y de fijar una clave teológica, pastoralmente fecunda, de comprensión más amplia y completa de la relación Primado y Episcopado dentro del misterio de la Iglesia y en el marco canónico de su constitución visible (en la que debe de integrarse el presbiterado, elemento de derecho divino esencialmente unido al episcopado, y el diaconado, el seglar, la vida consagrada…), la doctrina conciliar, del Vaticano II, nos ha facilitado un bello recurso: la Iglesia vista y contemplada como “un Misterio de Comunión”, de Comunión Jerárquica, cuyo acto más expresivo de lo que Ella es y hace ocurre en la Eucaristía: en la Comunión Eucarística. En la Comunión Eucarística es donde la Iglesia muestra profundamente lo que es y, por supuesto, desde donde se puede comprender adecuada y fructuosamente la relación entre Primado y Colegialidad Episcopal.