Mis queridos hermanos y amigos:
El gozo de la Pascua de la Resurrección no pasa de hecho ni debe de pasar en nuestras vidas, aún cuando su tiempo litúrgico vaya declinando. Es un gozo que sostiene nuestra esperanza −la del cristiano− a lo largo y a lo ancho de nuestro itinerario a través de los años y de las distintas etapas de nuestra existencia en este mundo. No hay nada en la experiencia de cualquier vicisitud de la vida, por muy negativa que sea, que pueda impedir que el gozo cierto del triunfo de Jesucristo Resucitado impregne de esperanza nuestro pensar, nuestro sentir e incluso nuestras actitudes ante los acontecimientos que se nos puedan presentar en nuestras familias, nuestra profesión, nuestras relaciones sociales, etc., por muy infortunados que sean. Ni siquiera la enfermedad, ni la muerte pueden amenazar seriamente la fortaleza de nuestra esperanza, cuando brota y fluye de nuestra fe en Jesucristo Resucitado: ¡cuando es expresión clara del gozo pascual, manifestación inequívoca del vivir en la gracia de Dios!
En la tradición de la pastoral litúrgica de la Iglesia se ha cuidado siempre, por ello, la Pascua del Enfermo. Tradiciones venerables, que vienen de los siglos, ponen de relieve esa maternal atención y cercanía pastoral de la Iglesia a los enfermos cuando llega el tiempo pascual. Sí, los enfermos deben de participar como todos los fieles cristianos de la plenitud gozosa de las fiestas de la Pascua de Resurrección. El servicio del “Buen Samaritano”, que le es propio a la comunidad eclesial y a nadie transferible, consiste precisamente en hacerles partícipes de la gracia del Señor Resucitado a través especialmente de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía y de su Palabra, que ilumina y fortalece en las horas difíciles del dolor físico y de la tentación del desaliento y de la fatiga del corazón. En los duros momentos de la enfermedad darles a conocer la verdad de que están llamados a ser instrumentos y cauces privilegiados del amor a Jesucristo, Crucificado y Resucitado, para “completar su pasión” a favor de los hermanos necesitados de perdón y misericordia divinas, supone ofrecerles una perspectiva excepcional para comprender y vivir su experiencia del dolor con un sentido de plenitud insospechada: haciendo el bien y amando más allá de los límites que marcan los círculos de los amigos, allegados, vecinos, compatriotas…, más allá incluso de los hermanos en la fe y en la comunión compartida de la Iglesia. El enfermo que trata de vivir su enfermedad, abrazado a la Cruz gloriosa de Jesucristo Resucitado, puede alcanzar con una eficacia sobrenatural incalculable a “las periferias” más dolientes de los hombres de nuestro tiempo: a los niños y adolescentes maltratados y explotados; a los matrimonios y familias rotas; a los parados y a los desahuciados; o los tristes y desesperados; a los sin fe, que no aciertan a encontrar la puerta abierta de la esperanza.
En su Mensaje del pasado 11 de febrero con motivo de la XXI Jornada Mundial del Enfermo destacaba Benedicto XVI la figura de dos grandes Santas de los tiempos modernos −Santa Teresa del Niño Jesús y Santa Ana Schäffer− como protagonistas heroicamente ejemplares de una historia de vivencia cristiana de la enfermedad dotada de una fuerza espiritual y un dinamismo misionero y evangelizador formidables. La joven Carmelita de Lixieux, a quien Juan Pablo II caracterizaba como “experta en la scientia amoris”, derramó, después de muerta, como ella había predicho, “una lluvia de rosas” sobre la Iglesia y el mundo, inmersos a finales del siglo XIX en una situación, social y cultural que pronto se revelaría como extraordinariamente dramática. Ana Schäffer, durante muchos años −durante prácticamente toda su vida joven− de indecibles sufrimientos, compartiendo los de Jesucristo torturado, condenado a muerte, ejecutado y sacrificado en la Cruz, sembró a su alrededor, a manos llenas, la semilla pascual de la victoria de la gracia de la Resurrección sobre la suficiencia engañosa de una cultura entregada a la idolatría de una razón separada de Dios, cuando no opuesta a Él, en un siglo −el de “la Ilustración”− en el que muchos sostenían la inutilidad de la Cruz de Cristo para la salvación del hombre y la consecución de la felicidad humana. ¡Dos buenos ejemplos para nuestro tiempo, que se resiste a admitir ciega y tenazmente ese potencial de amor redentor, típico de la enfermedad vivida cristianamente! Dos buenas intercesoras, pues, para todos los que trabajan en la Pastoral de la Salud: para los sacerdotes en las parroquias y en el servicio pastoral hospitalario, que han de acercarse y tratar al enfermo como “el Buen Pastor” que conoce a los suyos hasta en lo más íntimo de sus necesidades personales y espirituales; para los consagrados y fieles laicos, que en la compañía y en los cuidados materiales y espirituales que han de prestar a los enfermos, lo puedan hacer con actitudes y gestos incansables de amor cristiano; y, finalmente, para los profesionales de la sanidad, que han de concebir su seguimiento y curación de los enfermos más que, como una mera prestación de servicios, como la expresión de una vocación de hacer el bien a cada persona, poseedora de una dignidad y un destino trascendente, llamada a la salvación eterna y a la vida divina; una profesión la suya que, ejercida con un estilo cristianamente desinteresado, tanto puede contribuir a la salud integral de las personas y de la sociedad.
En este penúltimo domingo del Tiempo Pascual, todos los cristianos de las Diócesis de España son invitados por sus Pastores a tomar conciencia de ese inexcusable deber de caridad cristiana que significa el atender, visitar, servir y amar a los enfermos con el espíritu del amor de Jesucristo. Son hermanos que están privados de la salud del cuerpo, que tratan de recuperarla y que necesitan pedir a Aquel, que los ha asociado a su Cruz, a Jesucristo Resucitado, les conceda ser portadores de su amor redentor al mundo: a todos los que los que lo necesitan en el cuerpo y en el alma, y que son tantos e incontables.
A María, Nuestra Señora de La Almudena, la Madre de Jesucristo Redentor y Madre nuestra, que ha querido ayudarnos en sus apariciones de Lourdes y Fátima a vivir la enfermedad como un camino del amor redentor de su Hijo Crucificado y Resucitado que cura y salva de todas las enfermedades físicas y espirituales se los encomendamos, con todo el fervor de nuestro corazón, en nuestra celebración del VI Domingo de Pascua.
Con todo afecto y con mi bendición,