HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Madrid en la Solemnidad de SAN ISIDRO LABRADOR Patrono de la Archidiócesis de Madrid

Colegiata de San Isidro; 15.V.2013; 11’00 horas

(Hch 4,32-35; Sal 1,1-2.3.4 y 6; San 5,7-8.11.16-17; Jn 15,1-7)

 

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1.Celebramos de nuevo en este año 2013 la Solemnidad de San Isidro Labrador Patrono de Madrid festivamente. En la vida cristiana, en sus fuentes espirituales de inspiración, en su forma de realizarla en el presente y de proyectarla hacia el futuro siempre está presente indestructiblemente la esperanza. Las dificultades que pueden presentarse en el camino de la existencia para un cristiano e incluso para la comunidad de los que conciben y conducen su vida en este mundo a la luz de la fe, es decir, para la Iglesia, pueden ser muchas y formidables; nunca, sin embargo, serán capaces de arruinar la esperanza. Su fundamento es inamovible: la certeza de que Jesucristo ha resucitado y ha ascendido al Cielo no para abandonar la tierra sino para llenarla con una nueva presencia suya, visible sacramentalmente y actuante por el don de su Espíritu −el Espíritu Santo− en el interior de cada persona y, análogamente, en el corazón de la humanidad. El tiempo litúrgico de la Pascua, que estamos a punto de concluir el próximo Domingo de Pentecostés, nos confirma definitivamente la verdad de la esperanza cristiana; y la Solemnidad de nuestro Santo Patrono San Isidro nos enseña cómo puede y debe ser vivida en el día a día de nuestra vida sin que nada ni nadie pueda interponerse en el camino del bien y de la felicidad que nos vienen de Jesucristo resucitado y ascendido al Cielo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, “Nuestro Hermano, Nuestro Señor”; ni siquiera en una situación como la actual de una crisis tan dura y sumamente dolorosa para tantas familias y ciudadanos madrileños. Una esperanza que los cristianos podemos y debemos comunicar creíblemente y compartir con todos. La figura del Patrono de Madrid ilumina nítidamente la forma con la que se puede mantener viva y, en su caso, recuperar la esperanza. Lo ha hecho siempre a lo largo y a lo ancho de la historia milenaria de la devoción de los madrileños a San Isidro, sobre todo en sus más difíciles y cruciales momentos, y lo continúa haciendo hoy. ¿Cómo no vamos a celebrar la Fiesta del día de su “Memoria” anual? ¿Cómo no vamos a celebrarla festiva y gozosamente?

2.Se trata de una “memoria” viva. Él, un Santo reconocido por la Iglesia como uno de sus mejores hijos, heroico en sus virtudes naturales y sobrenaturales, vive en la Gloria de los que han seguido a Cristo crucificado y resucitado en los itinerarios de este mundo, fiel y ejemplarmente, participando ya del Banquete de su Reino. Isidro Labrador goza de la plenitud del Amor que es Dios −Padre, Hijo y Espíritu Santo− al lado del que está sentado a la derecha del Padre presentándole el infinito sacrificio de su amor ofrecido en la Cruz: ¡“el Viviente” por excelencia, Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hijo del hombre en el seno purísimo de la Virgen María, triunfador del pecado y de la muerte! Isidro Labrador, uno de los madrileños más populares del Madrid de todos los tiempos, ha llegado a la meta de la plenitud feliz y bienaventurada de la vida a lo que todos estamos llamados y que no tiene fin. Ha llegado como uno de los integrantes de esa multitud de los que “han lavado sus vestiduras blancas en la sangre del Cordero” −a la que se refería el vidente del Apocalipsis−, para formar parte de la Comunión de los Santos que interceden en el cielo por nosotros, los que todavía andamos en la tierra. Cada uno de nosotros, viviendo en el espacio y en el tiempo, estamos en camino. Un camino en el que nuestro Santo nos ayuda con la luz de su biografía de cristiano ejemplar y, muy especialmente, con la actualidad espiritual de su intercesión por este nuestro Madrid del año 2013 y por todo ese mundo rural español que le recibió como Patrono del Beato Juan XXIII el 16 de diciembre de 1960.

El siglo de San Isidro Labrador, el siglo XII de nuestra era, no fue un tiempo fácil para el Madrid y la España que él vivió. Las fronteras de los Reinos Cristianos, al sur de la Capital del que había sido siglos atrás el Reino Visigodo, Toledo, la ciudad de los Concilios y de los Padres de la Iglesia Hispana, no estaban consolidadas frente al peligro almorávide. Las luchas internas de los Reinos Cristianos no facilitaban el desarrollo armónico y pacífico de sus comarcas y pueblos. El mismo Isidro había tenido que vivir como cristiano mozárabe en el incipiente Madrid, villorrio y fortaleza, con las zozobras y peligros del cambio reiterado de sus conquistadores, musulmanes y cristianos, que se sucedieron en su dominio varias veces y en pocas décadas.

Isidro, primero pocero por no mucho tiempo y, luego, labrador en el periodo más largo y último de su vida, era un hombre de fe. De fe en Dios, a quien confiaba y dedicaba su persona, la de su esposa y de su hijo, su tiempo y su trabajo: ¡toda su existencia! En él se cumplía verdaderamente lo que cantábamos con el Salmista: “Su gozo es la ley del Señor”. Comenzaba el día, antes de encaminarse a sus labores del campo, visitando la Iglesia de Santa María, situada en la Almudena de aquel Madrid musulmán, y finalmente cristiano, en el que habitaba. Sus vecinos lo estimaban y apreciaban como un hombre piadoso. En el templo de la Madre de Dios, venerada mucho antes de la ocupación musulmana por los habitantes del lugar, se encontraba con Jesucristo, “el Dios con nosotros”, en su presencia eucarística y con la proximidad tierna de su Madre, la Virgen Santísima. Todos los acontecimientos, que van trenzando la historia de su vida, se explican sólo desde su fe cristiana en Dios. Precisamente, desde esa sentida fe en Dios, profesada y confesada cristianamente, se alimentaba la esperanza con la que se enfrentaba sereno, tranquilo y paciente con los mayores desafíos que podían depararle las circunstancias personales, familiares y profesionales en las que se desenvolvía su quehacer diario. Cuando compañeros de labranza, envidiosos, le acusan al amo, Iván de Vargas, de descuido en el trabajo, no se inquieta ni se defiende con la réplica fácil e indignada tan habitual en ocasiones semejantes. Confía en Dios. La conocida y enternecedora tradición de las dos yuntas de bueyes guiadas por los ángeles, que aran al lado de las suyas ante la mirada atónita del vigilante amo, refleja muy bellamente al hombre de Dios que era Isidro Labrador. Hombre de fe y de oración cristiana y, por ello, testigo y servidor de la verdadera esperanza, que sostiene indefectiblemente al hombre cuando se propone y decide vivir en el amor de Cristo. La biografía del Santo Patrono de Madrid está marcada en sus más sencillos y humildes detalles por un amor a Dios y al prójimo heroicamente ejercido, como un estilo habitual de vida: de la vida de un cristiano entregado a la alabanza a Dios y al bien de todos: de su familia, de sus vecinos, de sus compañeros, del amo… y de los pobres que hallaban en su casa una olla siempre llena −a veces milagrosamente llena− y una fraterna acogida.

El pueblo de Madrid reconoció pronto como un Santo a aquel hombre de Dios que tanto bien había hecho en vida y que continuaba haciéndolo después de muerto. La fama de “sus milagros” −¡“milagros” de la caridad cristiana!− se extiende por todos los lugares y gentes de aquella comarca madrileña definitivamente incorporada al Reino de Castilla. Y, con la fama, crece y se agigante una veneración popular que alcanza a toda la Iglesia −¡a la Iglesia Universal!− el día de su Canonización en Roma por el Papa Gregorio XV, el 12 de marzo de 1622, junto a Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús y el italiano Felipe Neri. La clave para explicar certeramente la vida del humilde y sencillo labrador de aquel primer Madrid, Isidro, el criado de los Vargas, que se hace famoso para la historia, es la evangélica. Acaba de anunciarse y de enunciarse en la parábola del Evangelio de San Juan que se ha proclamado. Isidro sabe ser y portarse como “un sarmiento” que permanece unido siempre a “la verdadera vid” que es Cristo y que, por ello, da fruto abundante: el mismo fruto que se había dado en la primera comunidad de los discípulos del Señor, de los primeros creyentes, en la que “todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía”, como relata el Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hech 4,32). Así configuró San Isidro Labrador su vida de esposo, padre, trabajador y ciudadano: como “un sarmiento” injertado en “la Vid”, que es Cristo. Sí, el fruto abundante y generoso de la caridad fue “el fruto” de la vida de ese primer Santo madrileño que veneramos como nuestro Patrono: fruto de un amor vivido heroicamente en la perfección de la caridad del Corazón de Cristo. Isidro amaba como Cristo nos amó.

La fórmula de San Isidro ¿sigue siendo válida para afrontar los retos del momento actual de nuestras vidas y de nuestra sociedad? ¿Hay otra más duradera, auténtica y eficaz para responder a las necesidades del hombre contemporáneo que son en definitiva, en su fondo y origen último, necesidades morales y espirituales: necesidades de verdadera humanidad? Fe, esperanza y caridad es la tríada de las virtudes, que vivió ejemplarmente San Isidro Labrador en, por y con su unión a Jesucristo. Fe, esperanza y caridad −¡amor verdadero!−, bebidas en su fuente primera y originaria que es Jesucristo, son las virtudes que sanan y salvan al hombre en todos los tiempos y las que pueden sanarle y salvarle hoy. Las meras y simples virtudes naturales, aún en la hipótesis de que se lograsen solas, por el sólo esfuerzo de la voluntad humana, sin Dios, sin Jesucristo, serían incapaces de curar los males del hombre en su raíz y menos de salvarlo del pecado y de la muerte. La responsabilidad de los cristianos personalmente y, en especial, la de sus Pastores se mide en esta situación de encrucijada histórica por su disponibilidad para ser testigos: ¡testigos de la fe, de la esperanza y del Amor de Cristo en medio de sus hermanos! Sólo así, como Testigos de Jesucristo crucificado y resucitado, podrán evangelizar de nuevo vigorosa y creativamente. Sólo así podrán ser instrumentos eficaces de la superación de las crisis que amenaza en esta grave histórica a sus hermanos.

Apoyados en el amor maternal de Nuestra Señora, la Virgen de La Almudena, de quien tan devoto fue San Isidro Labrador, nos es y será siempre posible el Sí generoso y sacrificado a la llamada de la nueva evangelización: el sí del testimonio de una vida cristiana auténtica, probada en el amor a Dios y en el amor al prójimo; el Sí apostólica de “la Misión-Madrid”.

Amén.