Mis queridos hermanos y amigos:
Ayer se cumplían veinte años del día de la consagración de nuestra Santa Iglesia Catedral, en la tarde del 15 de junio de 1993, efectuada por Su Santidad el Beato Juan Pablo II, dedicándola a Ntra. Sra. La Real de La Almudena, nuestra Patrona, y siendo nuestro Arzobispo el Cardenal D. Ángel Suquía Goicoechea. Los fieles de la Archidiócesis de Madrid, herederos de una más que milenaria tradición cristiana de su pueblo −el pueblo madrileño de todos los tiempos− nunca interrumpida, participaron con gozo jubiloso en la acogida al Santo Padre y en la celebración litúrgica presidida por él. Se colmaba uno de los anhelos más larga y más hondamente sentidos por sus mayores desde hacía casi cinco siglos. Ya el Emperador Carlos I pensó en elevar la Iglesia Parroquial de Santa María a Catedral (Bula de León X, de 23 de julio de 1518). Se trataba probablemente de la parroquia más antigua de Madrid, que situaban los historiadores en “la Almudena”, la zona típicamente militar de las ciudades musulmanas. Desde entonces, el deseo y el propósito de construir una Catedral para Madrid, no dejó nunca de estar presente en los proyectos más perseverantemente perseguidos por los Reyes, las instituciones ciudadanas y, sobre todo, por el buen pueblo madrileño. El 4 de abril de 1883 llegaba el momento de la colocación y de la bendición de la primera piedra de lo que quería e iba a ser la Catedral de Madrid, la Capital de España. El ulterior desarrollo y el feliz término de las obras de su “fábrica” se convertiría en uno de los objetivos pastorales mas firmes y más tenazmente perseguidos por los Obispos, los sacerdotes y los fieles de la nueva Diócesis madrileña, nacida a la Historia apenas un año después de haber sido iniciadas. En virtud de la Bula “Romani Pontifices”, de 9 de mayo de 1884, León XIII erigía la Diócesis de Madrid-Alcalá segregándola de la Archidiócesis de Toledo, a cuyo territorio había pertenecido desde hacía más de un milenio. En la época moderna de la historia eclesial de Madrid, hasta ese momento, habían ido siempre juntas e interrelacionadas dos aspiraciones pastorales muy concretas, surgidas de sentimientos religiosos muy profundos y de una fe cristiana muy arraigada en la conciencia popular: constituirse como Iglesia Particular propia, es decir, como una Diócesis, y contar con un Templo litúrgica y artísticamente digno para que fuese la Iglesia de la Cátedra de sus Obispos y de toda la Comunidad Diocesana. Una y otra aspiración brotaban espontáneamente de la íntima convicción de la fe en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que se edifica en los lugares y tiempos donde nace y vive la familia humana con las piedras vivas de los que escuchan la Palabra del Señor, la acogen sinceramente en el corazón, la viven en la celebración litúrgica de sus Misterios, cuya “culmen y fuente” es el Sacramento de la Eucaristía, presidida por un Sucesor de los Apóstoles en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, y la irradian al mundo a través del testimonio de sus vidas conformadas por la gracia sacramental y guiadas por la luz de la fe. Fe capaz de transformar evangélicamente las realidades temporales, especialmente la familia: célula básica de la sociedad y de la comunidad política e, incluso, de la Iglesia, en virtud del Sacramento del matrimonio. El pueblo cristiano de Madrid y las personas consagradas al servicio de Dios −el “opus Dei” benedictino− “habían sentido con la Iglesia” en comunión con sus Pastores siempre. Lo demostraban fehacientemente en ese momento inicial de la historia de su Iglesia Diocesana, cuando buscaba expresarse, confirmarse y consolidarse a través del imprescindible simbolismo teológico, espiritual y pastoral del Templo Catedralicio, en fidelidad a la tradición litúrgica que venía de los mismos tiempos apostólicos y que se había desarrollado armónicamente a lo largo de los siglos como la manifestación paradójicamente más significativa de la belleza del Misterio de la Iglesia. Familia y nuevo Pueblo de Dios; y, a la vez, Madre y Maestra de la familia humana: “experta en humanidad” (Pablo VI).
El Beato Juan Pablo II, con su fina y cercana sensibilidad de Pastor universal, se hizo eco de esa historia espiritual de sus hijos de la Iglesia Diocesana de Madrid y de sus Pastores, en la preciosa homilía de consagración de su nueva Catedral, la Catedral de Nuestra Señora de La Almudena. En sus palabras, el eco cobraba el significado de todo un urgente reto pastoral, que apuntaba al futuro: “Con la terminación de la Catedral de Madrid −decía−, obra en la que se han empeñado tantas energías, se da un paso importante en la vida de esta Archidiócesis. La Iglesia Catedral, en efecto, es símbolo y hogar visible de la comunidad diocesana, presidida por el Obispo, que tiene en ella su cátedra. Por ello, este día de la dedicación de la Catedral ha de ser para toda la comunidad diocesana una apremiante llamada a la nueva evangelización, a la que he convocado a la Iglesia”. Veinte años después, la pregunta es obligada: ¿hemos sabido responder al Papa con el sí apostólicamente firme, valiente y generoso de nuestra fe y de nuestras obras, para ser testigos fieles y audaces de la Buena Noticia de Jesucristo, Salvador del hombre? La historia de estas dos primeras décadas de la Santa Iglesia Catedral de La Almudena es, sin duda, inseparable de la apuesta pastoral de la Iglesia Diocesana por evangelizar en la Comunión de la Iglesia. ¿Cómo no recordar algunos de los acontecimientos más significativos desde el punto de vista de su valor evangelizador vividos y celebrados en ella? Inolvidables las Ordenaciones de centenares de presbíteros y diáconos, celebradas con fervor y con alegría compartida por los numerosísimos presbíteros y fieles asistentes. Sigue fresca en nuestra memoria la Eucaristía con los seminaristas de todo el mundo, presidida por el Santo Padre Benedicto XVI, el sábado 20 de agosto del año 2011, enfilando ya los grandes actos finales de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud en “Cuatro Vientos”. ¡Dos buenos ejemplos de ese servicio prestado por nuestra Catedral de La Almudena a la vida pastoral y apostólica de nuestra Iglesia Diocesana, empeñada en la nueva evangelización! Empeño emprendido con muchas debilidades y algún desfallecimiento que otro, pero con la decisión firme y la entrega sin reserva que brotan del amor de Cristo y de la participación en sus sufrimientos por nuestros pecados y por los de nuestros hermanos madrileños.
La conmemoración del vigésimo aniversario de la consagración de La Catedral de La Almudena coincide con la segunda parte del programa pastoral diocesano de “Misión-Madrid” pensada y promovida en sintonía con el Año de la fe convocado por Su Santidad Benedicto XVI y con la llamada reiterada de nuestro Santo Padre Francisco a que la Iglesia salga misioneramente a “las periferias” donde se encuentran los hombres de nuestro tiempo, desvalidos espiritualmente y tantas veces pobres y míseros materialmente. Hombres, por otra parte, nostálgicos de Dios, al que buscan frecuentemente sin saberlo. Nuestra Patrona, la Santísima Virgen de La Almudena, ha recibido, en las peregrinaciones de las ocho Vicarías Episcopales a su Iglesia-Catedral, la visita emocionada de sus hijos de Madrid que le pedían consuelo y ayuda materna para retornar, en unos casos, a la fidelidad de la senda de una vida cristiana convertida consecuentemente a lo que su Divino Hijo pide a su Iglesia y, en otros, para retomarla con renovado compromiso misionero. Se nos pide ser “servidores y testigos de la Verdad” −¡de la Verdad que es Él!−. Nadie mejor que Ella puede conducirnos a su Hijo sin rodeos humanos y sin tibiezas espirituales. ¿Y qué difícil es −por no decir imposible− mantenerse fiel a Jesucristo, si no se cuenta con la mano tendida y con el amor del Inmaculado Corazón de la Madre? Sí, cuidemos con finura sobrenatural −firmes humana y espiritualmente en la fe− la devoción a nuestra Madre Santísima, la Virgen María, Nuestra Señora de La Almudena, a la que hemos ido descubriendo, conociendo, venerando y queriendo más y más desde ese día bendito en el que fue entronizada en su Catedral: en la nueva Catedral de Madrid.
Con todo afecto y mi bendición,