Mis queridos hermanos y amigos:
Cuando en una de las primeras y más sangrientas persecuciones que sufren los apóstoles y los cristianos de la primera hora el Rey Herodes manda pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan, y detiene a Pedro, encarcelándolo, “la Iglesia oraba a Dios por él”. Fue escuchada y Pedro liberado milagrosamente por un Ángel del Señor (cfr. Hech 12, 1-11). Las insidias y ataques del “enemigo” por excelencia de la obra de Cristo van a sucederse desde el principio de la historia de su Iglesia ininterrumpidamente hasta nuestros días. Y el resultado será siempre, finalmente, idéntico: la asistencia del Señor, del Buen Pastor, la protege y la cuida eficazmente de tal modo que siempre sale ilesa de la mano de sus enemigos, instrumentos más o menos inconscientes del oscuro poder que se levanta contra el poder salvador de Jesucristo, establecido victoriosamente en la Cruz, y del que la Iglesia es como “su Sacramento” que nunca le fallará hasta que El vuelva en Gloria y Majestad. En ese camino de Cruz y de Gloria, de la luz del Evangelio que se impone siempre a la oscuridad de la increencia y del pecado, el papel de Pedro, el primero y el cabeza de los Apóstoles, fue decisivo al comenzar la comunidad de los creyentes en Cristo su andadura por el mundo y por su historia, y continua siéndolo hoy. Es su fe, en el testimonio y proclamación de la misma, “la piedra” sobre la que se hará firme la fe de sus hermanos, los demás Apóstoles, y la que sustentará la fe de toda la Iglesia.
¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? les pregunta Jesús a los suyos. Las respuestas del pueblo que les seguía no andaban muy descaminadas. Todos coincidían en que se trataba de un gran profeta: ¡un hombre de Dios! Jesús no quedó satisfecho y se dirige a los Doce preguntándoles por su propia opinión. Pedro es el que se adelanta en nombre de todos con la contestación acertada: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. No se lo había revelado nadie de carne y hueso, sino el Padre “que está en el cielo”. La profesión decidida y clarividente de la fe en la verdad honda de quien era Jesús, le vale a Simón, hermano de Andrés, el cambio de nombre -se llamará Pedro desde ese momento- y la asignación de un “oficio” singular en la Iglesia que iba a fundar: el de ser “la piedra” sólida e inconmovible sobre la que será edificada para siempre y contra la cual ni siquiera “las puertas del infierno” podrán nada. A Pedro se le darán “las llaves del reino de los cielos” y sobre “la roca”, que es él, se alzará la Iglesia como luz de las gentes y señal indefectible de la presencia del reino de Dios entre los hombres: ¡como germen incorruptible de las tierras y de los cielos nuevos que están viniendo y vendrán definitiva y gloriosamente cuando al final de la historia desaparezcan las apariencias de este mundo! La propia historia de la Iglesia, imbricada en la historia general de la humanidad, demuestra con creces como esa función de “Pedro”, Cabeza del Colegio de los doce Apóstoles, de ser “la roca” puesta por el Señor, para que no desfallezca la fe de sus hijos ni en los momentos más cruciales de sus vidas, se ha cumplido. Más aún, como esa fe se muestra y sale siempre de las pruebas más clara y vigorosa y más capaz de responder a los desafíos del mundo con una renovada expresión de la verdad, de la esperanza y del amor verdadero que vence al mal con el bien: ¡que vence al mundo!
Basta que recordemos el Pontificado de los Papas del siglo XX para reconocer lo que ha significado “Pedro” en uno de los capítulos más dramáticos de la historia de la humanidad y de los más exigentes y apremiantes para la Iglesia llamada a evangelizar. Muy cercanos y vivos se encuentran todavía los años de las casi tres décadas de “ministerio petrino” del inolvidable Beato Juan Pablo II. Palpitantes, incluso, los casi ocho años de Benedicto XVI. El primero encauzó el rumbo de la Iglesia y la guió con el ánimo fuerte y tierno del Buen Pastor, que no tiene miedo a dar la vida por sus ovejas, por la senda llena de la luz del Evangelio abierta por el Concilio Vaticano II para el tiempo de un final y cambio de milenio en el que las fuerzas más lóbregas de la historia pretendían -y no sin un éxito considerable- oscurecer y enturbiar las conciencias respecto a la verdad de Dios, del “Señor Jesús” y de la verdadera identidad del hombre. El segundo, haría brillar esta verdad con el resplandor intelectual y cordial de un Magisterio excepcionalmente luminoso, en el que la Palabra del Señor se presentaba impregnando la razón del hombre contemporáneo y sus razones de vivir con la viva verdad del Misterio de Cristo, Salvador del hombre. Han transcurrido ya casi cuatro meses desde que nuestro Santo Padre Francisco haya iniciado su “ministerio petrino” con palabras y conmovedores testimonios de vida que nos hacen sentir de forma entrañable la presencia y la acción invisibles del Buen Pastor que acompaña, sostiene y anima a su Iglesia sin cesar. Su entrega incansable, su generosidad y cercanía prodigadas a raudales, la sencillez y transparencia con la que habla y actúa apostólicamente, experimentada tan próxima y cálidamente por los fieles que a él se acercan con sus dolores, sus enfermedades y sus pobrezas de alma y de cuerpo, hacen ya entrever que la senda abierta por sus predecesores para la renovación pastoral de la Iglesia y para su nueva fecundidad evangelizadora encontrarán en este nuevo pontificado una creciente hondura y vivencia espiritual, que convertirá y transformará muchos corazones.
La oración de la Iglesia fue decisiva para que Pedro la pudiese llevar en los inicios de su camino, a las puertas mismas de su historia, en la dirección evangelizadora que el Señor y su Espíritu le indicaban. Lo fue siempre para los Sucesores de Pedro en todas las épocas de la historia. Lo ha sido extraordinariamente, de un modo constatable por cualquier observador de buena voluntad, para los dos últimos Papas: él Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Lo está siendo, en forma conmovedora, para nuestro Santo Padre Francisco. Hoy, es día de oración especial por el Papa en todas las Diócesis de España. Las comunidades de vida contemplativa, siempre abnegadas y heroicamente fieles en la oración por la Iglesia y por el Papa, serán sus grandes protagonistas en grado y forma especialmente intensa. Orar por el Papa Francisco, ayudarle generosamente con nuestro “Obolo” aún en medio de los sacrificios que la crisis nos impone, significa prestarle medios eficaces para poder ejercer la caridad del Buen Pastor” que nos hace presente, siempre próxima y, en cierta medida, visible la figura de Jesucristo, el Señor y Pastor invisible de su Iglesia, que cuida y vela por ella hasta el final de los siglos.
A la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, Madre de la Iglesia, Virgen de La Almudena… encomendamos de todo corazón a nuestro Santo Padre Francisco: ¡que el Señor le ilumine, le conserve, le conforte y le guarde de todo mal!
Con todo afecto y con mi bendición,