EN CAMINO HACIA LA NAVIDAD: “FIESTA DE GOZO Y SALVACIÓN” Camino de alegría esperada y compartida

Mis queridos hermanos y amigos:

Al final del camino litúrgico y espiritual del Adviento hay una meta que brilla con creciente luminosidad para los que lo viven en la comunión de la Iglesia: acoger al Señor ¡al Hijo de Dios! que nos va a nacer de nuevo en la hora histórica en la que nos encontramos. No se trata de una venida radicalmente nueva de un Dios desconocido destinada para unos pocos −¡un grupo de selectos!− dotados de cualidades intelectuales y morales excepcionales. ¡No! Quien viene es el que ha venido ya hace dos mil años, el Hijo del Altísimo que concibió en su seno una doncella de Nazareth, la Inmaculada Virgen María, y que nació en Belén de Judá a donde se había desplazado con su esposo José de la estirpe de David para empadronarse según lo mandado por el Emperador de Roma, César Augusto. Él, Jesús, el recién nacido, era “el Dios con nosotros” para aquel momento de la historia de la humanidad y para siempre: ¡hasta el final de los siglos! El destino del hombre se decide desde entonces en si sabe recibirle, abrirle las puertas de su alma y dejarse acompañar por Él en todo el curso de su existencia y en todos los aspectos de la misma. Su “compañía” significa la luz para conocer la verdad −toda la verdad sobre Dios y sobre el hombre−, la fuerza espiritual para afrontar las amenazas del mal con la esperanza gozosa de la victoria sobre el pecado en todas sus manifestaciones y sobre la muerte, y el amor que nos saca de nuestro egoísta autocentrismo y nos hacen arder en el mismo ardor que le inflama a Él al hacerse uno de nosotros y al dar la vida por nosotros. En una palabra, su venida y su compañía entrañan el don del Espíritu Santo: “la persona-Amor” en el Misterio de la Santísima Trinidad. Lo que aconteció en Nazareth de Galilea y en Belén de Judá aquellos días trascendentales para la historia de la familia humana era el inicio irreversible y victorioso de una época nueva para el hombre y su futuro: ¡la época de la salvación!, ¡la época de la promesa y de la conseguida realización de la verdadera alegría que nadie podrá arrebatar ya al hombre que se convierte a Él y le acoge! También para nosotros, los hombres y la sociedad de hoy. También para Madrid y los madrileños que se afanan entre dificultades, problemas de los más variados, temores e incertidumbres y entre esperanzas y expectativas de vivir una nueva Navidad en el seno de sus familias como Fiesta de gozo y de salvación. 

Ahora bien, importa sobremanera, a fin de lograr una feliz celebración de la Solemnidad de la Natividad del Señor, que no nos reduzcamos a la forma meramente externa y superficial de una fiesta mundana más, aunque no queramos perder su carácter familiar. Se impone el estar alerta para que nuestra celebración de los días navideños resulte veraz, honda y responsable en sus expresiones de alegría como nos lo advierte el Santo Padre Francisco en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium: “la cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (E.G. 54). Son muchas las vidas truncadas con las que nos encontramos en el día a día y en los ámbitos en los que discurren nuestras vidas. Se encuentran en todas las direcciones a las que alcanzan nuestras miradas: desde la propia familia, hasta el círculo de las amistades, del vecindario y de los lugares de trabajo. Y, no son pocas las que o bien por causas económicas, físicas, psicológicas, o bien espirituales viven como “descartadas” (Papa Francisco) por el entorno social. En la Navidad, la celebración festiva de la venida del “Dios con nosotros”, constatar esa realidad, a la vista de todos, resulta especialmente hiriente. No es posible disponerse a celebrar la Navidad con “alegría desbordante” −a lo que nos invita la Liturgia de este III Domingo de Adviento− si nuestra conciencia convertida, arrepentida, confesada y perdonada en el Sacramento de la Penitencia no se propone hacer eficazmente visible la señal distintiva del comportamiento cristiano por excelencia: el marcado y animado por el amor al prójimo. Jesús mismo, desde el comienzo de su vida pública, lo destacó con una claridad desconcertante cuando los discípulos de Juan, por encargo de su maestro y enviados por él desde la cárcel, le preguntan si «eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro». Jesús les respondió «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!» (Mt 11,3-6). ¡Nuestra celebración navideña será muy feliz si sintiéndonos amados con misericordia infinita por el Señor, y conmovidos en lo más íntimo de nuestro corazón, amamos a nuestro prójimo en la Navidad, que se aproxima, con tal realismo y veracidad en nuestras obras de amor fraterno, que los que las conozcan puedan decir “el Evangelio” se está cumpliendo!

Con la intercesión, el valimiento y el amor maternal de la Virgen María, Nuestra Señora de la Esperanza y Nuestra Señora de La Almudena, unidos en la oración ferviente y expectante de toda la Iglesia, nos será más fácil llevarlo a la práctica ante la nueva e inminente Natividad del Señor.

Con todo afecto y con mi bendición,