LA ALEGRIA DEL EVANGELIO EN LA VIDA CONSAGRADA

Mis queridos hermanos y amigos:

Desde el año 1997 la Iglesia viene celebrando en la Fiesta de la Presentación del Señor y de la Purificación de la Santísima Virgen la Jornada para la Vida Consagrada. Fue una de tantas y tan fecundas iniciativas pastorales del Beato Juan Pablo II; fruto del Sínodo sobre la vida consagrada que se había celebrado en el otoño del año 1994. En reuniones anteriores de las Asambleas Ordinarias del Sínodo, y con la intención de que fuera calando en el alma de la Iglesia la renovación promovida por el Concilio Vaticano II, el Papa había cuidado de que fuesen tratados con profundidad teológica, actualidad pastoral y dinamismo apostólico en los Sínodos de 1986 y 1990, respectivamente, los temas de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo y el de la formación de los sacerdotes. El acierto del Papa en la selección y estudio progresivo de los problemas relacionados con la vocación del seglar, del sacerdote y de los consagrados, en orden a la verdadera y fructífera asimilación de la doctrina y de las orientaciones del Vaticano II, era evidente. Porque todo el gran impulso espiritual y pastoral, en la doctrina y en la praxis, que Pablo VI y, con un dinamismo personal y eclesial sin precedentes en la historia de los Concilios, Juan Pablo II habían querido inyectar en el corazón de la Iglesia, a la luz y con la guía del Concilio, fructificaría o se frustraría en la medida en la que la aceptación y la acogida del Concilio por parte de los hijos e hijas de la Iglesia, en esa triada vocacional del sacerdocio, del laicado y de la vida consagrada, estuviera impregnada sí o no de la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, del amor del Padre y de la comunión en el Espíritu Santo. En último término, lo que el Concilio y los Papas, que lo presidieron y aplicaron, buscaron y buscaban fue que el Evangelio de la Vida resplandeciese de nuevo en el rostro de la Iglesia, trasmitiendo su noticia con una luz tan intensa que el mundo -¡el mundo contemporáneo! ¡el mundo de la postmodernidad!- pudiese ser de nuevo evangelizado. 

Del sí o el no de los pastores de la Iglesia, de los sacerdotes, de los seglares y sobre todo, de los consagrados, a emprender consecuentemente el camino del Evangelio, como camino de santidad, aclarado y despejado de nuevo para el hombre de hoy por la doctrina del Vaticano II, dependía en la perspectiva de la historia humana de la Iglesia, el éxito pastoral y evangelizador de la renovación conciliar, alentada incansablemente por el Beato Juan Pablo II. Pero, sobre todo, dependía decisiva y eminentemente de los consagrados y consagradas. Puesto que, como enseña el Concilio “el estado de vida que consiste en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, sin discusión, a su vida y a su santidad” (LG, 44).

No sólo es la historia de la Iglesia, en la que fluyen y se trasmiten apostólicamente la Palabra de Dios, los sacramentos de la salvación y la gracia de la comunión en el Espíritu Santo, en todos sus grandes momentos y períodos de auténtica renovación evangélica, la que pone en evidencia, que no hay reforma verdadera de su vida y estructuras sin la floración de la vida consagrada, sino que es también su misma realidad teológica la que postula como una necesidad vital de su condición de ser “en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” o, dicho con otras palabras, como una consecuencia existencial de que sea “la esposa inmaculada del Cordero inmaculado…: “del hecho, de que Cristo la amó y se entregó por ella para santificarla” (LG, 1,6).

Nos encontramos a poco más de un año de distancia del cincuenta aniversario del Decreto “Perfectae Caritatis” del Concilio Vaticano II sobre “la adecuada renovación de la vida consagrada” (28 de octubre de 1965). La pregunta sobre la fidelidad generosa de los consagrados en el cumplimiento de esa su vocación específica de ser fermento renovador dentro de la vida y misión de la Iglesia, se hace inevitable. En la perspectiva abierta para la nueva evangelización por el Papa Francisco con su apremiante y vibrante Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” del 24 de octubre del pasado año, Domingo de la clausura del año de la fe, la pregunta ha de concebirse como una parte esencial del examen de conciencia y del proceso actual de conversión pastoral” y “misionera”, a la que él nos insta y apremia como la fórmula actual de expresar y de realizar la “conversión eclesial” que “el Concilio Vaticano II presentó… como la apertura de una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo” (EG, 24,26). En cualquier caso, su medida para la vida consagrada sigue teniendo como punto de partida fundamental e inapelable lo que el Decreto Conciliar “Perfectiae Caritatis” enseña y prescribe: “Como la norma definitiva de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo tal cual lo propone el Evangelio, todos los institutos han de considerar esto como su regla suprema”; y su logro sigue implicando, y como su condición esencial inaplazable, que no se olvide que: “… las mejores adaptaciones que puedan hacerse a las necesidades de nuestro tiempo no surtirán efecto si no las anima una renovación espiritual. Esta ha de jugar el papel principal, incluso cuando se trata de impulsar obras externas” (LG, 2).

La alegría del Evangelio surge, como de su fuente inextinguible, del amor y del seguimiento incondicional de Jesucristo muerto y resucitado por nuestra salvación y de cuando se le anuncia y se le testimonia fielmente como el Señor Resucitado y Glorioso; ¡el divino Esposo de la Iglesia! Vocación principalísima e insustituible de los consagrados que es inalcanzable si la profesión de los Consejos Evangélicos no se le confía para su cumplimento amoroso a María Santísima, la Madre del Señor y Madre de la Iglesia, a la que el Papa Francisco invoca fervorosa y bellamente:

“Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
Madre del amor, esposa de las
Bodas eternas,
Intercede por la Iglesia, de la cual eres
el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se
detenga
en su pasión por instaurar el 

Reino” (EG, 288)

¡Sí, para que la Iglesia no se detenga en la profesión valiente, abnegada, apostólica y misionera del Evangelio de la alegría la necesita a Ella, a María, a la que veneramos en Madrid como Virgen de La Almudena! La necesitan los consagrados para poder asumir con nuevo fervor su vocación de ser pioneros en el camino de la santidad de la Iglesia. Encomendémoslos a la Santísima Virgen, la Madre del Señor y Madre nuestra, para que no se interrumpa el fluir creciente de las vocaciones en sus Institutos y Comunidades.

Con todo afecto y con mi bendición,